Un retrato en la geografía
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Un retrato en la geografía

Arturo Úslar Pietri

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Un retrato en la geografía

Arturo Úslar Pietri

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¿Qué ocurre cuando un dictador muere? Que se desata untorbellino de intereses para apoderarse del vacío de poder.Sobre este resbaladizo escenario se constituye la trama deUn retrato en la geografía, con el acicate de una sociedadque se ha descubierto rica de pronto con las explotacionespetrolíferas. Por tanto, Un retrato en la geografía es, ante todo, un daguerrotipo sobre cualquier cambio de régimen y sus característicosactores, alentados unos por la codicia y el poder, y los otros, por la promulgación e implantación de las libertadespúblicas secuestradas por el régimen recién periclitado.Ambos grupos, evidentemente, entrarán en conflicto. Esta novelarecoge, por tanto, ese conflicto tan universal.Un retrato en la geografía iba a ser la entrega inicial de latrilogía El laberinto de Fortuna, reducida luego por ÚslarPietri a un binomio tras la publicación de la definitiva Estaciónde máscaras, donde vuelve a reflejar las pugnaspor el poder en Venezuela una década más tarde.

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Información

Editorial
Dracena
Año
2020
ISBN
9788412180732
Categoría
Literatura

VII

1

Verrón y Rubén se callaban cuando Álvaro se acercaba.
«Deben estar hablando de sus sucios negocios, pensaba. O de mujeres. De negocios o de mujeres. No tienen tiempo para otra cosa, metidos dentro de la paila hirviente, espesa y humosa de las combinaciones de dinero, de la intriga política o del deseo por alguna mujer».
No quería entrar en sus conversaciones, pero le molestaba que se callaran ante él.
«Debería haber una separación tajante entre las gentes que no se entienden. De otro modo no habría paz».
—La paz no está lejana, el triunfo de los rebeldes parece asegurado en España —había dicho el doctor Morueco con su gruesa voz resonante que se pegaba al oído como tuétano frío.
Había una guerra sorda para la que no podía haber paz. Hubiera sido necesario unirnos con todos los que se nos parecen, y ponernos contra todos los que no se nos parecen a combatir hasta exterminarlos. Así era la guerra encendida entre los españoles.
—Si me pusieran del otro lado a Basso, y a todos esos sucios camaleones de la política, y a Totón Alsina, y a Pedro Tocorón, tomaría un fusil para pelear contra ellos sin la menor duda.
Eso era en cierto modo lo que hubiera dicho y era en alguna manera lo que pensaba en la realidad. No era el lejano combate de España. No era la luz, ni el signo, ni aquel oscuro andar del pueblo de que hablaba con tan poético temblor Atanasio Vilano. Era el poder estar actuando eficazmente contra aquellas gentes.
Era curioso, pero todos los que no se le parecían estaban del lado de los rebeldes. Estaba ciertamente el general Landa. Y sin duda Verrón. Y Carlitos Armenta.
Y Tocorón. Tocorón decía:
—Esta no es cuestión de apasionamientos ni de simpatías, sino de hechos. Madrid tiene que caer en poder de Franco.
En esos momentos perdía toda prudencia y mesura.
—No va a caer en sus manos. Y si cae, no será por mucho tiempo y le será arrebatada.
Pedro Tocorón lo vio como un energúmeno.
—Estás muy exaltado.
—No se puede hablar fríamente de cosas tan vitales.
¿Era de la toma de una ciudad de lo que estaba hablando con un hombre que parecía gozar con que fuera tomada? ¿O era de una mujer? En aquella guerra invisible Zulka tenía que estar de su lado y Tocorón del lado enemigo. Para arrebatársela no hubiera vacilado un momento en destruirlo.
—Pues va a caer. A lo mejor ya ha caído.
Lo decía Pedro Tocorón y lo iba a decir Basso. De Zulka y de y la ciudad martirizada en la guerra.
—Ya ha caído.
Lo decían, con una alegría repugnante, gentes desagradables que parecían querer estrujarle los hechos lejanos. Como hubiera podido Basso decirle a Beatriz Palomba que Zulka era de Tocorón. Llamó a Beatriz:
—¿Has sabido algo?
—¿De lo de Madrid? Si todo el mundo no habla de otra cosa. Esto es de volverse loca.
No, no era de eso, hubiera tenido que decirle. Pero más valía la pena disimular y esperar todavía.
Lo seguían diciendo los demás, y él, sin poderlo evitar, se encabritaba. Tal vez, si hubiera visto lleno de entusiasmo o de odio a uno del propio bando, se hubiera sentido menos contagiado. Si hubiera oído a Jeremías Centalla diciendo las mismas cosas que él ahora decía, hubiera advertido una inevitable diferencia de tono y de sentido. No eran iguales él y Jeremías Centalla, sino por contraste frente a otros. No se sentía cerca de él, sino cuando lo evocaba frente a aquellos seres agresivos y obtusos que repetían:
—Va a caer Madrid.
Que crecía y se multiplicaba en bocas y en comentarios segundo a segundo. Nada había más presente que aquello.
Eran también cinco palabras en gruesas letras negras a todo lo ancho de la primera plana del diario:
«INMINENTE LA TOMA DE MADRID».
En otro sitio de la misma página había un grabado de un ministro en la inauguración de un servicio público. También había un cable de Manila con el accidente de un avión militar. Y, dentro, el retrato de una boda. Y el anuncio de un prestidigitador.
Y aquellas cinco palabras a todo lo ancho de la plana. Cinco palabras en gordas letras de madera que habían sido tomadas en la noche de los chibaletes y puestas en aquel orden.
Esas cinco palabras significaban batallones, regimientos, columnas, divisiones, marchando entre un estruendo de estallidos de bombas y de tableteo de disparos. Y gentes sobre muros y tras de sacos de arena, el chiflido de la bala que pasa borra todo lo demás.
Era eso lo que se oía en el silencio de la página abierta. Todas las páginas de los periódicos en el mundo entero podían tener las mismas frases silenciosas. Pero el fragor de muerte estaba en Madrid.
«Álvaro Collado, ya no es tiempo de estar sin un fusil en la mano. Esta es la cosa significativa. No es ya tiempo de palabras. Es el tiempo del combate. Habría que combatir contra aquellos regimientos demasiado seguros, contra aquellos batallones demasiado armados, contra aquel flujo de uniformes oliváceos que iba cubriendo las tierras peladas».
Las escopetas de cacería huelen a grasa de bicicleta. Pero los fusiles de guerra, los fusiles de guerra que han disparado contra hombres, deben oler a otra cosa. A chirriante olor de soldadura de urna.
Todo parecía haber cambiado sin cambiar. Eran, tal vez, las mismas calles con las mismas gentes pero los ojos que las veían no eran los mismos. Era como si la luz iluminara de otro modo o las palabras hubieran mudado de significación.
—La cosa está fea —hubiera dicho el Indio Torres en otra ocasión y no hubiera significado lo mismo que ahora significaba. Tenían una fría pesadez de metal de muerte las palabras y era como si se hubieran hecho otras las cosas que significaban.
Entre el lenguaje escueto de los cables y el borbollante recitativo de Atanasio Vilano, entre la sombra maléfica de Sebastián Mur y la altiva dureza del general Landa, entre el contento de Verrón y la exasperación de Centalla, era como andar a tientas en la oscuridad palpando a ciegas a vivos y a muertos, a puñales y a almohadas.
«INMINENTE LA TOMA DE MADRID».
Ahora era Madrid el nombre que cambiaba. Todo parecía igual pero aquel nombre había cambiado. Y al cambiar él, todo lo demás había cambiado sin darse cuenta. Ya no significaba lo mismo y quienes lo oían no oían lo mismo.
Otros nombres habían ido cambiando antes, bruscamente. Se habían tornado palabras de división, como la taba o el dado, que juegan las almas de los que los juegan.
Habían sido nombres de aceite, de turrón, de toros. Badajoz, Talavera. Habían estado en los botes de hojalata con su Giralda o con su olivar. Y en las menudas cajitas de madera, claveteadas, donde estaba oculta la carne de almendra dura del turrón. En Talavera había habido lozas azules y cogidas mortales de toreros. Bilbao, Irún, Pasajes, Rentería o Málaga. Latas de sardinas en aceite y botellas de vino metidas en su red de alambres.
Pero no era eso ahora. Ahora era la guerra española.
—Hay que enterrar al fascismo en España —decía Marga Alcudia, pálida y encendida a la vez como si sobre su piel se reflejara la luz de los lejanos incendios.
—Se ha rendido el alcázar.
—No se rendirá el alcázar.
No bastaba con la afirmación, ni con la protesta, ni con la firma de los manifiestos, ni con el vocerío clamoroso de los mítines. No bastaba con gritar vivas y mueras. Había que hacer más, había que dar más. Había que entrar en la lucha directa, sin palabras, sin papeles, con un fusil que traquetea seco entre las manos duras, disparando sin parar contra la masa olivácea de los batallones que entran como agua turbia de inundación por las callejuelas de las afueras de la ciudad.
Si caía Madrid era porque no la habían defendido suficientemente. Porque no habían hecho todos todo lo que tenían que hacer. Eso decía Fina Armenta.
Si hubiera sido cosa de tomar un fusil, tal vez Álvaro lo hubiera tomado y hubiera sido más fácil. Pero era cosa distinta, de aceptar todo o de rechazar todo. Era estar en la ansiedad y la pasión de la guerra sin disparar un tiro.
En minutos se iba a confirmar la terrible noticia, tal vez ya Madrid estaba tomada, ya había cesado el combate en sus calles. Ya estaba decidida la lucha.
Ya estaba decidida para los muertos, ya estaba decidida para los prisioneros. Pero seguiría atormentando a los que quedaran.
El general Collado comentó en su casa que, según Landa, el Gobierno tenía ya la información de la entrada solemne del general Franco al Palacio Real de Madrid.
—Esto termina virtualmente la guerra.
—Esto no puede terminar la guerra —replicó Álvaro—. La guerra seguirá. Es demasiado grande lo que se está disputando en ella para dejar que el pueblo español la pierda solo.
Quería creerlo así, pero en el fondo sentía la duda de que aquella lucha estaba perdida.
Volvió a llamar p...

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