Arde Madrid
Kiko Herrero
Traducción de Luis Núñez Díaz
con la colaboración del autor
Créditos
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Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
¡Sauve qui peut Madrid!
© p. o. l. éditeur, 2014
Primera edición: 2015
Traducción
© Luis Núñez Díaz
Imagen de portada
© María Eugenia Herrero, 1967
Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2015
París 35-A
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C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España.
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Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Impresión
Kadmos
ISBN: 978-84-16358-68-7
Este libro fue publicado en el marco del Programa de Apoyo a la publicación de la Embajada de Francia en México/ifal
Impreso en España
«Yo aprendí en el hogar en qué se fundala dicha más perfecta,
y para hacerla míaquise yo ser como mi padre eray busqué una
mujer como mi madreentre las hijas de mi hidalga tierra».
Gabriel y Galán, 1898
LA BALLENA
Veinte hombres y ocho bueyes gallegos de dos toneladas cada uno tiran de un remolque. Por la carretera de La Coruña, el convoy franquea el puerto de los Leones a 1600 metros de altitud. En bajada, la carga arrastra la caravana. Cubierto por una lona embreada, atado como un asado, el cadáver de una ballena de dieciocho metros se abre camino. El sol derrite el cetáceo. La Cruz de los Caídos asoma entre peñas de granito: Madrid, destino final, está cerca. La ballena quedó varada en la costa del Atlántico. Unos feriantes se la adueñaron y van a exhibirla a la capital. Jamás un animal de semejante tamaño había atravesado la estepa castellana para llegar a Madrid, ciudad sin río, ciudad sin puerto, ciudad absurda en mitad de la nada.
Por fin, el Arco del Triunfo franquista, entrada oeste de la ciudad. Después, un descampado. Los feriantes se instalan. A la derecha, el Ministerio del Aire. Frente a él, las primeras fachadas del barrio de la Moncloa. Cuando yo nací, mi familia se mudó a esta hilera de edificios. Encaramados al sexto piso, podremos contemplar la ballena muerta. Los feriantes levantan una cerca, montan graderíos, construyen un kiosco. El 15 de agosto, día de la Virgen de la Paloma, patrona de Madrid, revelarán la bestialidad inerte.
–¡Vengan! ¡Vengan a ver el monstruo marino! ¡Vengan a contemplar el mayor carnívoro de todos los tiempos! ¡No se pierdan el mastodonte que se tragó a Jonás, el cachalote que devoró a Pinocho!
Mis padres han invitado a amigos y vecinos para presenciar desde la terraza la exhibición del cetáceo. Todo el mundo está sofocado por los efluvios pútridos que brotan de la masa de carne. La fetidez es insoportable, pero la curiosidad del público es más fuerte. Las personalidades del municipio se han sentado en el centro de las gradas. Hay que tener cuidado de no resbalarse en el líquido grasiento y pestilente que rezuma del animal. A la una de la tarde destaparán la ballena. Por un duro, moneda de cinco pesetas, los espectadores tienen derecho a una entrada y a un pañuelo empapado en colonia. Se baila y se come. Se especula sobre el animal, su forma, su textura, sus mandíbulas. A las doce, el termómetro alcanza los cuarenta grados. Los feriantes tratan de enjugar los raudales de líquido que han transformado la tierra apisonada en barro. Instalan tablones de madera para facilitar el paso. El monstruo se cuece, literalmente, en su propia salsa. Empachada de olor a cadáver la gente se impacienta. Por fin, el maestro de ceremonias anuncia que mostrará la ballena. Redoble de tambores. Los feriantes cortan las sogas, tiran de la lona y destapan el animal. El pánico se apodera de la asistencia: el cetáceo está en plena descomposición. Arracimados, miles de gusanos bullen en las barbas de la ballena, brotan por todos sus orificios, boca, oídos, ano. El tufo nauseabundo se propaga como un gas tóxico. No hay ni una brizna de viento que se lleve la pestilencia. El público huye en desorganizado desfile. Los tejidos fermentados de la bestia se desvencijan y la masa viscosa de sus entrañas se desparrama en avalancha.
Aún oigo las notas difusas de la música, aquel clamor popular. Siento el calor sofocante. Veo de nuevo la masa de carne y al público diminuto. Pero dudo de estas visiones. Me pregunto si no las habré reconstruido a partir de las historias de mi padre. Una certeza: el olor. El olor a putrefacción, el olor a muerte.
YBIS
Cuando a los seis años, mi maestra, Madame Sévère –de verdad era su nombre–, me pregunta por la profesión de mi padre, me deja desconcertado. ¿A qué se dedica realmente mi padre? Después de mucho dudar y ante la presión de la maestra lo presento como raterista. Madame Sévère se burla de mí. Entonces digo que es ratero. «¿Rateroooo?». La clase entera estalla en carcajadas. Mis compañeros se ponen a imitar gestos y ruidos de roedores. Tengo que insistir: «Sí, mi padre tiene armarios grandísimos llenos de frascos con millones de ratas, familias de ratas, ratas solas o ratas recién nacidas. También tiene perros, a lo mejor doscientos perros, trescientos perros, y les ha cortado la lengua para que no molesten a los vecinos con los ladridos». Castigado, la profesora me encierra en la parte inferior de un armario. En la oscuridad, pienso en las ratas de mi padre.
Cierto que mi padre es médico, pero se dedica a la investigación en un laboratorio farmacéutico. Ybis es la prez de la industria química franquista. Está especializado en sueros y en la lucha contra epidemias y plagas.
*
Hoy es un gran día: mi madre nos lleva, a mis tres hermanas, a mi hermano y a mí, a ver a nuestro padre al trabajo. El conjunto de edificios industriales data de los años veinte. Piedra blanca, ladrillo rojo, hierro forjado. De joven, mi madre trabajó en este laboratorio, donde conoció a mi padre.
En el despacho de mi padre está Magdalena, la mejor dactilógrafa de Madrid. Nos encanta porque su hija trabaja en Cornejo, el modisto de todo el teatro y el cine españoles. En carnavales nos deja elegir disfraces gratis. Rodríguez es la mano derecha de mi padre, un señor grande y afable. Mariano, el segundo ayudante, se ha convertido en un ser siniestro desde que su hijo consiguió secuestrar un avión de línea con una pistola de plástico. El muy desgraciado ni siquiera tenía reivindicaciones. Tan sólo quería probar la eficacia de la copia del arma. El despacho de mi padre huele a química y a madera antigua. Podemos utilizar tantas hojas como queramos, y afilar lápices medio rojos, medio azules con el sacapuntas de manivela. Bajo una ventana, como una reliquia, el microscopio de Ramón y Cajal, el gran científico español de antes de la guerra. Observo una gota de sangre, una gota de agua, una lágrima de Tacita, mi hermana pequeña, que llora en brazos de mi madre.
De las paredes cuelgan en desorden imágenes de múltiples formatos, fotografías, bocetos, planos. Algunos clichés muestran montículos de ratas muertas en descampados de periferias mutantes. Mi padre y otros técnicos, con cascos y batas de trabajo, posan como cazadores de elefantes. Otra serie detalla objetos deteriorados por los roedores: secciones de cañerías de plomo, cables eléctricos, tetillas de biberones. En otra aparecen curanderos de los tiempos de la peste. Unos van embozados con cabezas de pájaro y grandes picos; otros, con puntiagudos capirotes como los del Ku Klux Klan. El grabado con Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Durero me hipnotiza y me espanta. Pero para mí, la pieza maestra de esta colección es el mapa de España que domina la mesa de mi padre: docenas de chinchetas multicolores señalan quién sabe qué batallas contra las ratas, qué focos de resistencia, qué estrategias pasadas o por experimentar. Mi padre, militar, médico y urbanista es el comandante en jefe del ejército de los hombres contra los roedores. En los años sesenta, el éxodo de los campesinos a las ciudades, el baby-boom, el desarrollo económico provocaron una situación desastrosa. No había infraestructuras, ni vertederos o los suficientes sistemas de alcantarillado. ¡Cinco ratas por cada español!
Lolita Canales, empleada del laboratorio e íntima amiga de mi madre, nos hace de guía. Es una mujer sencilla, sin maquillaje. Con más de cuarenta años, seguro que sigue virgen. Para empezar, el pabellón de los perros: en un patio trasero, varios cobertizos albergan decenas de perros de todos los tamaños y razas. Atados con cadenas y separados por pequeños tabiques, los animales se enfrentan en dos hileras paralelas. Un canalillo central recoge los orines. Los cachorros, rebozados en excrementos, deambulan como drogados por entre los adultos. Cuando entramos en los cobertizos, los perros se agitan, tiran de sus cadenas, tratan de ladrar. ...