
- 556 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La ópera flotante/El final del camino
Descripción del libro
En La ópera flotante vemos el sinsentido del mundo a través de los ojos de un hombre que decide suicidarse. El fin del camino nos presenta a un personaje, el joven Jack Horner, que también sigue esa senda plagada de pensamientos oscuros, pero que acaba poniéndose en manos de un doctor, una brillante mezcla de santo y diablo, con quien iniciará la más extraña de las «curas». Ambas pueden considerarse novelas filosóficas en las que priman un fatalismo existencialista y un nihilismo en parte deudores de Sartre, Camus y el Zeitgeist de posguerra; ambas están escritas en un estilo que, aunque llamativo y original, es más bien realista en contraposición a las incursiones en la metaficción que veríamos en obras posteriores de Barth.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Literatura generalEL FINAL DEL CAMINO
1. EN CIERTO SENTIDO, SOY JACOB HORNER
En cierto sentido, soy Jacob Horner.
Fue por consejo del Doctor que empecé a dedicarme a la enseñanza; durante un tiempo, fui profesor de gramática en la Escuela Estatal de Magisterio de Wicomico, en Maryland.
El Doctor me había llevado hasta un determinado punto del plan terapéutico original (esto fue en junio de 1953) y entonces, una vez que bajé en coche desde Baltimore para someterme a la revisión trimestral en la Granja de Removilización, que en aquella época estaba cerca de Wicomico, me dijo:
–Jacob Horner, no debe seguir ocioso. Tendrá que empezar a trabajar.
–No estoy ocioso todo el tiempo –le dije yo–. Cojo distintos trabajos.
Estábamos sentados en la Sala de Progresos y Consejos de la granja; hay una exactamente igual en las instalaciones actuales, en Pensilvania. Se trata de una sala de tamaño mediano, más o menos como el salón de un apartamento, pero con el techo alto. Las paredes son completamente blancas, las ventanas tienen unas persianas venecianas blancas, casi siempre cerradas, y una lámpara de globo que hay en el techo proporciona la luz. En esta sala hay dos sillas de madera blancas y con el respaldo recto, exactamente iguales, situadas una frente a otra en el centro de la habitación, y ningún otro mueble. Las sillas están muy juntas, tanto que las rodillas del aconsejado casi rozan las del consejero.
Es imposible estar relajado en la Sala de Progresos y Consejos. El Doctor se sienta frente a ti, con las piernas ligeramente abiertas y las manos sobre las rodillas, y se inclina un poco hacia delante. No puedes despatarrarte, porque entonces tus rodillas chocarían con las suyas. Tampoco se te ocurre cruzar las piernas, ni al estilo masculino ni al femenino: si lo hicieras al estilo masculino, apoyando el tobillo izquierdo en la rodilla derecha, tu zapato izquierdo se restregaría contra la pernera izquierda de los pantalones blancos del Doctor, a la altura de su rodilla, y probablemente se le mancharían; si lo hicieras al estilo femenino, doblando la rodilla izquierda sobre la rodilla derecha, la puntera de tu zapato se restregaría contra la misma pernera, un poco más abajo, a la altura de la espinilla. Por supuesto, sería impensable sentarse de lado, y si abres las rodillas como hace el Doctor, tienes una intensa sensación de estar imitando su postura, como si no tuvieras personalidad. Por lo tanto, tu postura (que parece ser una elección, porque nadie te ordena que te sientes así, pero que sólo es algo elegido en un sentido muy limitado, ya que no hay alternativas), es la siguiente: te instalas, bastante rígido, en tu silla blanca, con la espalda y los muslos en el mismo ángulo recto que describe la estructura de la silla, y dejas las piernas juntas, con los muslos y las pantorrillas describiendo otro ángulo recto.
La colocación de los brazos es otro problema, interesante por derecho propio y, en cierto modo, incluso más complejo, pero de menor importancia, puesto que los pongas donde los pongas, en principio no van a entrar en contacto con el Doctor. Puedes hacer lo que te apetezca con ellos (aunque es evidente que nunca los apoyarías sobre las rodillas, imitándolo). Por lo general, yo los muevo bastante, dejándolos en una posición durante un tiempo y cambiando de postura de vez en cuando. Los brazos cruzados, en jarras o colgando; las manos agarrando los bordes del asiento o los muslos, o cogidas detrás de la cabeza, o apoyadas sobre el regazo: todas estas (y sus numerosas variaciones) son posiciones satisfactorias para los brazos y las manos, cada una a su manera y en distinto grado, y si cambio de una a otra, este cambio en realidad no es tanto una manifestación de vergüenza, o no lo ha sido a partir del momento en que las entrevistas superaron la media docena, como un reconocimiento del hecho de que cuando uno se enfrenta a una miríada tal de elecciones deseables, ninguna de ellas resulta satisfactoria durante mucho tiempo en comparación con la suma del atractivo que presentan todas las demás juntas, aunque comparada con sólo una de las otras, no sería inferior.
En este momento (escribo esto a las 7:55 de la tarde del martes 4 de octubre de 1955) me parece que, si uno decidiera tomarse esa última observación como una metáfora, se trataría de la historia de mi vida resumida en una frase o, para ser más preciso, en el último miembro, un caso nominativo, de una oración de predicado compuesto, que se halla en la segunda cláusula independiente de una frase más bien compleja. Como podéis ver, es verdad que fui profesor de lengua.
No es adecuado que uno esté relajado en la Sala de Progresos y Consejos, ya que al fin y al cabo no se va ahí en busca de tranquilidad, sino de consejo. Si uno se sintiera totalmente tranquilo, tendría la tendencia a escuchar las palabras del Doctor sin ninguna premura, como vería el desayuno que le trae a la cama un criado vestido con librea, hipercríticamente, aceptando una cosa, rechazando otra, comiendo sólo lo que uno escogiera. Y no hay duda de que tal disposición mental estaría fuera de lugar en la Sala de Progresos y Consejos, puesto que eres tú quien se ha puesto en las manos del Doctor; tus deseos están subordinados a los suyos, y no viceversa; y no recibes su consejo para que lo cuestiones, ni siquiera para que lo analices (cuestionarlo sería impertinente; analizarlo, inútil), sino para que lo sigas.
–Eso no es satisfactorio –dijo el Doctor, refiriéndose a mi costumbre actual de trabajar sólo cuando necesito dinero, y en cualquier trabajo que se me presente–. Ya no.
Se detuvo y me observó, como suele hacer, haciendo rodar el puro de un lado de la boca al otro por debajo de su lengua rosa.
–Tendrá que empezar a trabajar en algo más relevante. Necesita hacer carrera, ya me entiende. Tener una vocación. Un cometido vital.
–Sí, señor.
–Tiene treinta años.
–Sí, señor.
–Y ¿tiene algún título universitario? ¿Una licenciatura en Historia, en Literatura, en Economía?
–En Humanidades y Ciencias.
–¡Eso es todo!
–No hice ninguna especialidad, señor.
–¡Humanidades y Ciencias! ¿Acaso hay algo interesante en el mundo que no forme parte de las humanidades o las ciencias? ¿Estudió filosofía?
–Sí.
–¿Y psicología?
–Sí.
–¿Y ciencias políticas?
–Sí.
–Un momento. ¿Y zoología?
–Sí.
–Ah, ¿y filología? ¿Filología románica? ¿Y antropología cultural?
–Eso después, señor, cuando hice el posgrado. No sé si se acuerda de que me…
–¡Puaj! –dijo el Doctor. Fue como si se estuviera aclarando la garganta para escupir en mi posgrado–. ¿Estudió también cómo utilizar una ganzúa en ese posgrado? ¿Y fornicación? ¿Y fabricación de velas para barcos? ¿E interrogatorios a testigos en procesos judiciales?
–No, señor.
–¿Acaso estas cosas no forman parte de las humanidades y las ciencias?
–El máster que hice era para dominar el inglés, señor.
–¡Maldito sea! ¿El qué inglés? ¿El sistema de navegación inglés? ¿El régimen colonial inglés? ¿El ordenamiento jurídico inglés?
–El idioma inglés, señor. Lengua y literatura inglesas. Pero no terminé. Aprobé los exámenes orales, pero no hice la tesis.
–Jacob Horner, es usted un imbécil.
Mis piernas seguían justo delante de mí, como antes, pero moví las manos, que tenía detrás de la cabeza (postura que indica una actitud demasiado informal para muchas situaciones, en cualquier caso), para adoptar una posición combinada, cogiéndome con la izquierda la solapa izquierda del abrigo y colocando la derecha con la palma hacia arriba, con los dedos ligeramente doblados, cerca del punto medio de mi muslo derecho.
–¿Qué motivo cree tener para no solicitar un empleo en la pequeña Escuela de Magisterio de aquí, de Wicomico?
En un instante, me vino a la mente una multitud de motivos para no solicitar un empleo en la Escuela Estatal de Magisterio de Wicomico, y un instante después, se me ocurrieron numerosos modos de rebatir cada uno de dichos motivos, de modo que la cuestión de solicitar un empleo quedó inmóvil, como la marca que hay en el centro en el juego de tirar de la soga cuando los dos equipos se desempeñan con igual vigor. Esto es otra vez, en cierto sentido, la historia de mi vida, aunque en realidad no importa que no se trate exactamente de la misma historia que mencioné unos párrafos más arriba: como empecé a aprender no mucho después de tener esta entrevista con el Doctor, cuando el plan terapéutico llegaba a la Mitoterapia, una misma vida se presta a resumirse en muy distintas historias, que pueden ser paralelas, concéntricas, mutuamente incluyentes o lo que tú quieras.
En fin.
–No hay ningún motivo, señor –dije.
–Entonces está decidido. Solicite un empleo ya mismo para el semestre de otoño. ¿De qué puede dar clase? ¿De iconografía? ¿De mecánica automotriz?
–De literatura inglesa, creo.
–No. Debe ser algo que tenga una disciplina rígida, o de lo contrario será una mera ocupación, y no una terapia ocupacional. Debe ser algo que tenga una serie de leyes. ¿No puede dar clase de geometría plana?
–Bueno, supongo que…
Hice un gesto supositivo, que consiste en mover ligeramente hacia delante la mano izquierda con la que me estaba cogiendo la solapa del abrigo, extendiendo al mismo tiempo los dedos índice y pulgar, pero sin soltar la solapa, y en acompañar el movimiento de la mano con un rápido levantamiento de las cejas (y una bajada igualmente rápida), un fugaz fruncimiento de los labios y un balanceo de la cabeza que daba a entender que estaba sopesando la idea y examinando sus pros y sus contras.
–Qué tontería. No puede, claro que no. Dígales que dará clase de gramática. De gramática inglesa.
–Pero Doctor –me atreví a decir–, como usted sabe, hay gramática descriptiva y gramática normativa. A ver, usted ha hablado de una serie de reglas fijas.
–Dará clase de gramática normativa.
–Sí, señor.
–Nada de descripciones. Nada de situaciones en las que se pueda optar. Enseñe las reglas. Enseñe la verdad que contiene la gramática.
Ése era el consejo. La sesión había concluido. El Doctor se levantó rápidamente (yo aparté las piernas de su camino) y salió de la sala, y después de pagarle a la señora Dockey, la recepcionista–enfermera, volví a Baltimore. Aquella noche redacté una carta para el director de la Escuela Estatal de Magisterio de Wicomico, pidiéndole una entrevista de trabajo e indicando mi deseo de unirme al cuerpo docente como profesor de gramática normativa de la lengua inglesa. Hay una disciplina humanística que, gracias a mi dispersa formación, no he tenido más remedio que aprender: el arte de redactar eficaces cartas de motivación. Me contestaron que me presentara en julio para hacerme una entrevista de trabajo.
2. LA ESCUELA ESTATAL DE MAGISTERIO DE WICOMICO
SE ENCUENTRA EN UNA GRAN PRADERA PLANA
La Escuela Estatal de Magisterio de Wicomico se encuentra en una gran pradera plana rodeada por pinos de incienso, en el extremo sudeste de la localidad de Wicomico, en la Orilla Oriental de Maryla...
Índice
- PORTADA
- PRÓLOGO A LA EDICIÓN DE DOUBLEDAY ANCHOR
- LA ÓPERA FLOTANTE
- EL FINAL DEL CAMINO
- NOTAS