Mi madre
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Mi madre

Yasushi Inoue

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Mi madre

Yasushi Inoue

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Narración delicada y conmovedora de los últimos años en la vida de una mujer que zozobra en la senilidad, Mi madre es probablemente la novela más bella, emotiva y personal de Yasushi Inoue. En unas páginas autobiográficas inolvidables, Inoue plasma con sobrio lirismo la muerte de su madre, así como el previo e imparable proceso que la lleva a desvanecerse en vida, a fallecer de mil pequeñas maneras antes de cruzar los umbrales definitivos de la desaparición. El acercamiento de autor japonés al tema es de gran sutileza, dejando espacio y tiempo a los hechos, los detalles, los pequeños momentos, que brillan aquí y allá a lo largo de ese declive, otorgándoles una humilde solemnidad.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2020
ISBN
9788417517762
Categoría
Literature
CLARO DE LUNA
UNO
Cuando mi madre cumplió ochenta años, decidí escribir una crónica sobre su senectud. El resultado es el capítulo «Bajo los cerezos en flor», que tiene un formato a medio camino entre la novela y el ensayo. Desde entonces han pasado cinco años, así que mi madre va a cumplir ochenta y cinco. Lleva diez años viuda y ya ha vivido cinco más que mi padre, que falleció en 1959 a la avanzada edad de ochenta años.
Mi madre de ochenta y cinco años debería parecer más vieja que la madre de ochenta años de «Bajo los cerezos en flor», pero no es así. Es cierto que físicamente parece más pequeña, pero su vista no se ha debilitado, su oído no se ha endurecido y sigue igual de fuerte. Tiene la tez lustrosa y parece incluso más joven que antes, y su luminosa sonrisa, de una jovialidad libre de malicia, parece inmune a la fealdad de la vejez. Cuando se ocupa de sus quehaceres diarios parece que haya olvidado sumar años, como cuando va a visitar a unos parientes del barrio andando a paso ligero varias veces al día. No sufre dolor de espalda y casi nunca se resfría. Sólo le faltan un par de muelas que perdió hace ya mucho tiempo. De hecho, si tuviera que destacar un cambio que se haya producido en ella en los últimos años serían dos dientes postizos, los incisivos superiores. Nunca sabrá lo engorroso que es llevar dentadura postiza.
Lo mismo le ocurre con la vista, pues cuando coge el periódico todavía puede leer la letra pequeña sin gafas –y la lee en voz alta, como para sí–, cosa que ninguno de sus cuatro hijos podemos hacer. Cuando mis hermanos y yo hablamos de nuestra madre, lo primero que hacemos siempre es suspirar y decir: «Qué bien está la abuela, ¿verdad? ¡Se ve tan fuerte!».
–Me pregunto si a la abuela le dolería la espalda a los cuarenta o cincuenta años –dijo mi hermana pequeña Kuwako, que empezaba a experimentar aquellos síntomas de la edad. Nadie supo contestarle.
–Supongo que a ella también le pasaría alrededor de los cincuenta –dijo uno de nosotros.
–Eso significaría que es una persona como las demás –añadió otro en tono de decepción.
En la época a la que nos referíamos –es decir, cuando mi padre dejó el Ejército para volver al pueblo a finales de los años veinte y ambos se encontraban en el umbral de la vejez–, mis hermanos y yo ya estábamos emancipados y vivíamos en la ciudad, de modo que el único que podría habernos dado la respuesta a esa pregunta era nuestro difunto padre. Así pues, no podíamos hacer más que confesar nuestra ignorancia en lo relativo a la época en la que nuestra madre había cruzado el umbral de la vejez (momento en el que nos encontrábamos mis hermanos y yo). Y siempre acabábamos sacando la conclusión de que los hijos no saben gran cosa acerca de sus padres.
Mi madre siempre ha sido de constitución pequeña, pero tras la muerte de mi padre ha ido adelgazando y su tamaño se ha reducido aún más. Ahora tiene los hombros y el pecho tan delgados que su cuerpo no parece humano y uno no puede menos que preguntarse si al cogerla en brazos sólo notaría el peso de los huesos. Cuando la observo con disimulo, la ligereza de sus movimientos me hace pensar en una hoja seca. Si he escrito que a lo largo de los años puede que su cuerpo haya encogido no es sólo por su apariencia ligera: aparte de ligereza transmite también una fragilidad irreversible, una sensación de que su cuerpo ya no tiene otro lugar adonde ir salvo su destino final.
Hace unos dos años, soñé con mi madre. No identifiqué el lugar donde estaba, pero parecía la calle de nuestra casa en el pueblo. El viento amenazaba con llevársela y ella se resistía con todas sus fuerzas, agitando las manos y gritando: «¡Deprisa, que alguien venga a ayudarme!». Aquel sueño me sirvió para darme cuenta de que mi madre se movía de una forma extrañamente ligera, casi flotando: parecía que una fuerte ráfaga de viento pudiera levantarla en cualquier momento y llevársela a otro lugar. Fue a partir de entonces cuando empecé a notar que la figura pequeña y ligera de mi madre contenía algo efímero y frágil. Un día, aquella reflexión se me escapó delante de mis hermanos.
–Ojalá tuvieras razón y hubiera algo frágil en la abuela –dijo Shigako, la mayor de mis dos hermanas –. Prueba a vivir con ella durante una semana. No, tres días bastan para darse cuenta de que no hay nada frágil ni efímero en ella. Te aseguro que yo ya no sé qué hacer. Me siento desbordada, estoy triste y a veces incluso deseo morir con ella.
Mis otros hermanos y yo no tuvimos más remedio que admitir que tenía razón y me arrepentí de haber expuesto mi punto de vista de forma irresponsable e irreflexiva, como un simple espectador. Tuvimos que cambiar de tema para no irritar aún más a mi hermana.
Actualmente mi madre vive en Izu, en la casa del pueblo. Cuidan de ella Shigako y su marido, que trabaja en el ayuntamiento. Shigako asumió sola el papel de cuidadora de nuestra madre en representación de sus cuatro hijos. Para ella es natural que una hija cuide de su anciana madre, pero en su situación actual, cuando es la única de los cuatro hermanos que trata a diario con nuestra madre, en algunos momentos debe de pensar que le ha tocado el peor premio de la tómbola.
Shigako ha asumido la obligación que desempeñaba Kuwako hace unos años. El único cambio que se ha producido desde entonces en la vida de nuestra madre es que ha pasado de vivir en Tokio con Kuwako a vivir en Izu con Shigako. Del cuidado de la hija menor ha pasado al de la hija mayor, y ha cambiado Tokio por Izu.
En «Bajo los cerezos en flor» he contado que, tras la muerte de nuestro padre, mis hermanos y yo decidimos que nuestra madre era demasiado mayor para vivir sola en la casa del pueblo. Muy a su pesar, ella aceptó vivir en casa de Kuwako, que se había separado de su marido, había abierto un salón de belleza y era económicamente independiente. Mi madre no quería que su propia hija tuviera que cuidar de ella, pero al final aceptó a regañadientes mudarse a la ciudad. Siempre que estaba en mi casa o en casa de mi hermano –que, en circunstancias normales, deberíamos habernos hecho cargo de ella–, mi madre se sentía incómoda y no bajaba nunca la guardia. Aceptó la ayuda de sus hijas, pero se negaba a vivir en casa de sus hijos con sus dos nueras, ajenas a la familia. «Hasta ahora he vivido libremente y sin inhibiciones, y a mi edad no quiero vivir en casa de mis hijos para que me digan cómo tengo que coger los palillos a la hora de comer», solía decir con una actitud maliciosa y testaruda.
Mi madre vivió con Kuwako durante cuatro años. Su senilidad se hizo más evidente a los setenta y ocho o setenta y nueve, cuando llevaba dos o tres años en Tokio, aunque antes de la muerte de mi padre ya presentaba algunos síntomas tempranos. Visto con la perspectiva del tiempo, es posible que ya entonces hubiera aparecido algún indicio, pero su carácter se volvió más temperamental y nadie se percató de que tenía una zona del cerebro dañada.
Empezamos a pensar que se trataba de algo grave cuando nos dimos cuenta de que, por mucho que le llamáramos la atención, nuestra madre no era capaz de aceptar que repetía las cosas una y otra vez porque las olvidaba en cuanto salían de su boca: «Esto ya lo has dicho mil veces, abuela», le decíamos. Pero era inútil, pues ella siempre aseguraba lo contrario o se limitaba a mirarnos con incredulidad si no le apetecía discutir. Además, a pesar de que oía lo que le decíamos, sólo era capaz de retenerlo durante unos instantes y, acto seguido, lo olvidaba por completo. Nos sentíamos como si disparásemos palabras que sólo le rozaban la mente sin dejar ninguna huella. Nuestra madre lo repetía todo una y otra vez, como un disco rayado que no para de girar. Al principio interpretamos aquellas repeticiones constantes como una obsesión por los asuntos que más le preocupaban, pero más adelante cambiamos de opinión. Sólo las cosas que estimulaban su mente de una forma especial se grababan en el disco de su cerebro y, una vez grabadas, se reproducían mecánicamente durante una temporada una y otra vez. Pero era imposible adivinar cuándo se le grababan en la mente aquellas cosas ni por qué motivo. A veces las repetía de forma intermitente, es decir, repetía las mismas palabras decenas de veces y al cabo de unos días, sin razón aparente, olvidaba aquello que llevaba días repitiendo. La única explicación posible era que el disco estaba lleno y lo que estaba grabado hasta entonces se había borrado de repente. A veces sólo tardaba un par de horas en borrarse, mientras que en otras ocasiones llegaban a pasar hasta diez o veinte días.
Lo que mi madre repetía eran asuntos que se grababan en el disco de su cerebro obedeciendo claramente a nuevos estímulos y también cosas que se habían grabado décadas atrás, en un pasado lejano. De sus recuerdos de juventud, por ejemplo, sólo se repetían algunos episodios, aunque nadie sabía por qué eran tan especiales. Aquellos recuerdos eran muy pocos, pero parecían grabados en su mente de forma imborrable y nunca emergían atropelladamente sino que parecían esperar su turno, aunque luego hicieran acto de presencia en momentos inconexos. En aquellas ocasiones, mi madre actuaba como si acabara de recordar aquel episodio de su juventud: fijaba la vista en un punto lejano y hablaba como si se hubiera sumergido en el pozo borroso de su memoria y fuera pescando sus recuerdos uno a uno. No era una actitud fingida, y ella sin duda estaba convencida de que era la primera vez que rescataba aquellos recuerdos. Aquellos que ya habían escuchado las mismas batallitas una y otra vez se aburrían soberanamente, pero los que las escuchaban por primera vez no detectaban nada fuera de lo normal. No te dabas cuenta de que el cerebro de mi madre no funcionaba bien hasta que, unos minutos más tarde, repetía la misma historia desde el principio como si no la hubiera explicado nunca.
Cuando teníamos invitados, sin embargo, al principio no hacía nada que revelara su demencia. Los atendía correctamente, no decía nada fuera de lugar y sacaba a relucir la gran facilidad para las relaciones sociales que tenía desde muy jovencita: asentía con la cabeza ante las palabras de los demás con una expresión empática y tenía una forma de hablar única que despertaba la simpatía de sus interlocutores. Pero cuando llevabas un rato hablando con ella, era imposible pasar por alto su senilidad. Tanto sus propias palabras como las de los invitados tenían una vida efímera, pues ella las olvidaba tan pronto como se pronunciaban.
Kuwako, que vivía día y noche con nuestra averiada madre, no podía hacer más que lamentarse (y con razón):
–Si no se repitiera tanto, sería encantadora –decía cada vez que venía a mi casa–. Si le respondo, tengo que darle siempre la misma respuesta, y si no le respondo, se enfada. Debe de pensar que me estoy burlando de ella y se pone muy desagradable. Las partes que funcionan se mezclan con las que están averiadas. Cuesta creer que pueda decir cosas tan feas.
Kuwako nos pidió que nos hiciéramos cargo de nuestra madre algún día de vez en cuando para que ella pudiera descansar, y estuvimos de acuerdo.
Para darle un respiro a Kuwako, mi madre venía a mi casa de vez en cuando. Como no accedía a venir a menos que hubiera un motivo plausible, mi hermano se encargaba de persuadirla. Una vez convencida se mostraba sorprendentemente dócil y subía al taxi que la llevaría a mi casa con una maleta llena de ropa para pasar al menos una semana o diez días con nosotros. Pero nada más llegar ya estaba impaciente por irse. Parecía incomodarle el hecho de dormir en una habitación que no le resultaba familiar, se preocupaba por Kuwako y después de la primera noche estaba muy nerviosa. Aguantaba dos o tres noches por compromiso, pero daba lástima verla suspirar por volver a casa de Kuwako. Cuando estaba en nuestra casa, arrancaba las malas hierbas del jardín, limpiaba su habitación o preparaba el té para los invitados. Era inquieta por naturaleza y no soportaba no tener nada que hacer. Si estaba en casa y sonaba el timbre de la puerta o el teléfono, se levantaba inmediatamente aunque intentáramos detenerla. A veces cogía el teléfono y yo la escuchaba. Era amable y respondía como si entendiera lo que le decían, pero en cuanto colgaba el auricular olvidaba por completo el contenido de la conversación y se sentía terriblemente avergonzada. Por la mañana, cuando tenía la cabeza fresca, recordaba los mensajes relativamente bien, pero por la tarde las conversaciones telefónicas le resultaban muy confusas.
Cuando venía a pasar unos días en casa, sus nietos le hacían compañía por la noche. Si bien se mostraba un poco cohibida delante de mi mujer o de mí, cuando estaba con sus nietos parecía muy contenta. Yo los observaba con disimulo y pensaba que formaban un grupo muy harmónico. Cuando estaba sentada con sus nietos –un universitario, un estudiante de bachillerato y una alumna de secundaria–, mi madre siempre sacaba la historia de sus parientes, los hermanos Shunma y Takenori, aquellos alumnos brillantes que habían entrado en la Escuela Superior a los diecisiete años hasta que una trágica enfermedad pulmonar se los había llevado antes de tiempo. Ambos eran buenos muchachos, pero el más amable era Shunma. Fin de la historia.
El viejo disco sobre Shunma y Takenori que mi madre tenía grabado en la cabeza sólo sonaba cuando se encontraba en compañía de los niños. Nunca hablaba de ello delante de Kuwako o delante de mí. A sus nietos, en cambio, les hablaba de Shunma y Takenori todas las noches, incluso varias veces por noche. Siempre creía que era la primera vez que les contaba aquella historia, pero ellos solían sacar antes el tema y confundían a Shunma con Takenori adrede para gastarle bromas. Prohibí a mis hijos que se burlaran de su abuela, pero ella nunca se enfadaba con ellos: se limitaba a corregirles o discutir algo de lo que habían dicho y parecía divertirse, como si pensara que sólo eran niños. Mis hijos señalaron a Shunma como el prometido de mi madre cuando era joven y creían que en algún momento lo había sido, y me hicieron pensar que aquella suposición era, en cierto modo, acertada. En la lápida del hermano mayor se podía leer el apellido de nuestra familia, así que, aunque no hubieran llegado a prometerse, es posible que a mi madre le hubieran dicho que se casaría con Shunma y hubiera crecido con aquel convencimiento. Y, dejando volar aún más la imaginación, quizá tras la muerte de Shunma fuera Takenori quien se prometiera con mi madre. Pero Takenori también había muerto de forma prematura, y el siguiente paso lógico y natural fue escoger a mi padre como yerno. Desde este punto de vista hipotético, el disco rayado de mi madre parecía el de una mujer puesta en esta situación. Su expresión era especial cuando hablaba una y otra vez de aquellos jóvenes brillantes.
Mi madre casi nunca hablaba de mi padre. Durante los días posteriores a su muerte lo mencionaba constantemente, como todas las viudas –además, había varios asuntos pendientes que requerían hablar de él–, pero cuando la demencia empezó a hacerse más evidente, desterró a mi padre de todas sus conversaciones. Sólo cabía pensar que, o bien había perdido el disco de mi padre, o nunca lo había tenido preparado.
Además de todo lo que ya he dicho hasta ahora, también nos dimos cuenta de que, desde que estaba viviendo con Kuwako en Tokio, nuestra madre había empezado a borrar décadas enteras de su larga vida como si deshiciera el camino andado: primero los setenta y luego los sesenta, los cincuenta y así sucesivamente. No hablaba de sus setenta, sesenta o cincuenta años. No es que nunca los mencionara: por la mañana, con la cabeza fresca, era capaz de recordar y hablar de episodios relativamente recientes, pero por la tarde jamás mencionaba todos aquellos años, como si se hubieran borrado de su mente. Cuando intentábamos recordarle aquella época, ladeaba la cabeza con perplejidad y decía: «¿Eso ocurrió?». Al principio pensamos que era una ignorancia fingida, pero nos equivocábamos. Aquellos recuerdos se habían borrado o se estaban borrando de su cerebro sin dejar rastro. Había empezado a desh...

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