Si el Führer lo supiera
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Si el Führer lo supiera

  1. 480 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Si el Führer lo supiera

Descripción del libro

Corre el año 1965. La bomba atómica no cayó sobre Hiroshima y Nagasaki, sino sobre Londres, con lo cual el Gran Reich Alemán ganó la guerra. La ideología nazi se ha expandido por todo el planeta, ahora dividido en dos grandes esferas de poder, una occidental y alemana, el Magno Imperio Germánico, y otra oriental y japonesa, la Magna Iaponica. Es en esta tesitura en la que Hitler, «Adolfo Magno», muere de viejo en su lecho y la Magna Iaponica ataca a sus aliados germánicos dos bombas atómicas. En mitad de ese caos generalizado, Albin Totila Höllrieg, especialista en giromancia y «asesor existencial en el modo de vida nórdico» recorrerá, por encargo del Partido, todo el Imperio en misión «sanadora», mientras una imparable ola de suicidios recorre el Reich.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2018
ISBN del libro electrónico
9788416358854
Categoría
Literatura
GUNDLFINGER BUSCA UNA PRUEBA DE LA EXISTENCIA DE DIOS
«Cuatrocientos tremendos truenos retronadores retruenan entre trompas de agua caída sobre el trillado trotamundos que trata de trovar trago en una tradicional taberna de tristes trasegados trabajadores de trajes trasnochados».
Trabalenguas
Había dejado a Elke durante la madrugada. La joven se había quedado dormida en sus brazos, y él se marchó sin despertarla. Cuando subió a su buhardilla, oyó un lejano griterío, y también el escalofriante chillido de una voz femenina. No se preocupó demasiado del asunto, porque él también se caía de cansancio. Lo sobrecogía de nuevo esa paralizante sensación de abulia, la certeza de ser un cero a la izquierda. «¡El Partido piensa por ti!». La conciencia de la propia insignificancia, de la total insustancialidad de todo acontecer, algo que fue aumentando a medida que iba poniendo un pie delante del otro, hasta llegar a la inquietante sensación de la total alienación. La conmoción fue tal, que se detuvo. Todo, de repente, era muy distinto; también él, de pronto, era otro. Era como si alguien le hubiese colocado sobre el cuello una cabeza que no era la suya. Lo veía todo, pero pensaba con la cabeza de otra persona. Al mismo tiempo, sentía cómo aumentaba la presión en la nuca y en la zona occipital. Todo se volvía irreal en un grado torturante. Höllriegl se sacudió y masajeó el cráneo con rápidos movimientos de las manos. Lo principal ahora era sobrevivir, sobrevivir de algún modo.
Fuera, la noche era negra. Höllriegl abrió la ventana de la habitación y aguzó el oído. Oyó todavía, a lo lejos, el agudo chillido de la mujer, un chillido incesante, una tortura para el oído y el ánimo; de vez en cuando, intercalados, se oían los gritos de un hombre y el ruido sordo de una multitud. Era como si alguien estuviese pronunciando un discurso. ¿Habría algún mitin en alguna parte? Pero ¿un mitin en plena madrugada, durante una alarma por ataque aéreo? Höllriegl cerró la ventana para no tener que seguir oyendo los gritos de aquella mujer, y a continuación bajó la persiana. Fue entonces cuando encendió la luz. La habitación era acogedora, a pesar de la iluminación brumosa.
Acto seguido, vio junto a la puerta una gran hoja de papel en la que no había reparado antes debido a la oscuridad. La habrían metido probablemente por debajo de la puerta cuando él estaba aún en la habitación de Elke. La desdobló: era una suerte de pasquín enmarcado en negro, como si fuese una esquela. El texto mimeografiado estaba dispuesto en forma de varias consignas sucesivas. Con perplejidad creciente, Höllriegl leyó:
LA COMUNIDAD DEL PUEBLO HA DE PENSAR ÚNICAMENTE EN LAS CIRCUNSTANCIAS DE SU EXISTENCIA TERRENA RECONOCER LA ESENCIA DE SUS LÍMITES, ASPIRAR A OBTENER CLARIDAD Y PRACTICAR LA CIENCIA, APLASTAR A DIOS.
TRAS LA DEXTRUCCIÓN TOTAL HABRÁN DE IMPERAR NUEBOS ESTÁNDARES SÓLO LO PLANEADO POR EL COLECTIBO HA DE CONVERTIRSE EN LEY.
DEL DERRUMBE TOTAL ES PRESISO SALVAR EL CONOCIMIENTO DE QUE AL INTELECTO DEL HOMBRE NO SE LE IMPONEN LÍMITES NI SE LE PERMITE ARVITRARIEDAD EN LO ECONÓMICO.
NADIE ES LÍDER: TÚ HERES LA ESENCIA DE TODO. EMOS DE LLEVAR OTRA VE UNA VIDA SENCILLA, RIGUROZAMENTE SENCILLA, EMOS DE SER DE NUEVO MORALES EN NUESTRO MODO DE PENSAR, RIGUROSAMENTE MORALES, SER DE NUEVO UMANOS EN NUESTRAS ACCIONES, UNIVERSALMENTE UMANOS.
ESO ESPERAMOS DE UNA SOCIEDAD FUTURA: QUE NO EXISTAN AMOS NI ESCLABOS ENTRE LOS HOMBRES.
El texto mostraba varias faltas ortográficas. La página –un pasquín, porque era eso lo que tenía en sus manos– estaba firmada al final por el «POBRE KONRAD». Flanqueaban la firma dos negras banderas cruzadas.
Höllriegl lo leyó varias veces. Se había quedado de piedra. No cabía duda de que cada palabra de aquel texto contravenía los ideales supremos de la raza aria, iba en contra de los fundamentos de Occidente y atacaba el Nuevo Orden, el liderazgo de un Führer y un Estado encabezado por éste, y la selección racial; en fin, iba en contra de todos los dogmas de fe del Partido. ¡Aquello era rebelión abierta! Él, sin embargo, había leído textos parecidos en ciertas emisiones de la gente del MATNAC. ¡Los extremos se tocaban del modo más espeluznante! «¡Nadie era líder! ¡No había amos ni esclavos entre los hombres!». ¡Una locura, una auténtica locura! ¡Era el abismo! ¡El abismo de los abismos! ¿Quién le habría metido aquel pasquín por debajo de la puerta? ¿Y por qué precisamente a él? ¿Lo habrían recibido los demás huéspedes del hostal? Todo podía ser una trampa…
¿Qué se supone que debía hacer? Pues entregar el volante en la gendarmería o al jefe de la Policía en la instancia más próxima del Partido. Era lo único correcto. Tenía que formalizar una denuncia.
Pero entonces cierto remordimiento estremeció otra vez su conciencia: ya antes se había escaqueado de hacer una denuncia, y, a día de hoy, aún no la había hecho. Había estado en compañía de peligrosos conspiradores, había comido en la misma mesa con dos traidores prófugos de la justicia. ¿Quién le creería que todo aquello era fruto del azar? Pero, aunque no le creyeran, tenía que reportarlo. ¡De inmediato! Pero no. Pretendía hacerlo a su debido tiempo, después de hacerle la visita a Gundlfinger. ¡Además, estaba la bomba! La guerra nuclear se había desatado, de ello no cabía duda, si bien no era eso lo que lo alarmaba…
Puede decirse que durmió, aunque mal, tres o cuatro horas, todo el tiempo torturado por terribles pesadillas. Había puesto el reloj para las siete, pero se levantó poco antes de las ocho con un persistente dolor de cabeza. No había oído el despertador. Se aseó rápidamente, y el agua fría, aunque escasa, le sentó bien. Hizo, como de costumbre, algunas flexiones de rodilla y unos ejercicios respiratorios con la ayuda de los brazos. «¡El Partido piensa por ti! ¡El Partido piensa por ti! ¡El Partido piensa por ti!». A continuación, se vistió.
En los pasillos había un gran trasiego de gente. Casi todos los huéspedes del hostal estaban ya despiertos; por lo visto todos querían asistir al día de consulta de Gundlfinger. No vio a Elke. Garabateó en un papel su nombre, su dirección y un saludo («Muchas gracias por la agradable noche») y se lo metió por debajo de la puerta. Luego bajó presuroso al comedor.
Todos ocupaban ya sus asientos y desayunaban. También Südekum y el marchante de detergentes. La mayoría comía de las fiambreras de campaña distribuidas por la defensa antiaérea, tal vez la única entidad con capacidad de garantizar el autoabastecimiento. Con expresión taciturna, malhumorada y aspecto trasnochado, cada uno tomaba su desayuno. Hasta el señor de Aschersleben parecía haber olvidado su voz de auténtico vendedor. El ambiente era como en un desayuno de prueba previo a un lavado gástrico. Al empleado no se le veía por ninguna parte, sólo la cocinera caminaba de un lado a otro del comedor, arrastrando los pies en sus pantuflas; fue ella la que le sirvió la comida a Höllriegl. El giromante pagó su noche de alojamiento y el desayuno, cosa que le agenció unas miradas malhumoradas. ¡Vaya hostería de mierda! Jamás volverían a verle el pelo en esa pocilga.
Antes de marcharse, examinó su maleta. La varilla y el péndulo estaban preparados, también tenía el informe evaluativo de los clandestinos. Esto le proporcionaría una buena entrada ante Gundlfinger: podía dar como referencia tanto a los clandestinos como a Schwerdtfeger y Hirnchristl. Alguna lo identificaría como persona digna de confianza.
La niebla lo cubrió cuando salió al exterior. El aire era plomizo. No se veía gente por ninguna parte. A decir verdad, el mundo estaba vacío de gente. La plaza del Mercado olía como una carnicería. Por todas partes había charcos de color pardo y rojizo. Un perro, demasiado viejo para ladrar, los olisqueaba. En un andamio de madera colgaban dos cadáveres bastante mutilados: criaturas de forma humana. Sin sentir el más mínimo horror, sino más bien curiosidad, Höllriegl se acercó a ellos con cautela, procurando no pisar los charcos. En efecto, eran un hombre y una mujer; aunque estaban desnudos, le costó identificar sus genitales. (¡Ajá, de allí salían los gritos de anoche!). En el lugar de los pechos, uno de los cadáveres tenía unas heridas descarnadas del tamaño de unos platos; del diafragma le colgaban, azulosos, los intestinos. A la segunda víctima le habían quemado los genitales y las piernas. Los dos cuerpos carecían de ojos. A Höllriegl le sobrevino un recuerdo de infancia. Había ocurrido en una lonja de pescado. Los vendedores golpeaban con un palo las cabezas de los pescados y luego los trinchaban. Pero los cuerpos troceados seguían saltando, incluso estando ya en las bolsas de las clientas: pegaban brincos y se sacudían de un modo lastimoso… (¡Esta carnicería habría sido una fiesta para Anselma!).
En torno al cuello de los ahorcados colgaban unos carteles de cartón empapados en sangre que apenas podían leerse. Höllriegl creyó descifrar el nombre de István. Recordó entonces lo que le había contado el empleado del hotel. ¡El matrimonio de húngaros! De modo que los habían capturado. Probablemente los demás esclavos habían sido forzados a presenciar la ejecución. ¡Sensacional!
Salvo por el asco, que iba aumentando debido al olor a sangre, el asunto no causó la menor impresión en Höllriegl. A continuación, subió al coche y pensó en si era más conveniente dejarlo en el lugar. ¿Cómo había dicho aquella criatura de voz prístina? Si había entendido bien, era mejor dejar el coche en Sauckelruh, subir a pie o tomar prestada una bicicleta para llegar hasta Walpurgis. La voz tintineante le había recomendado un Eigenulf, es decir, un mecánico (un mecánico de automóviles o un servicio de alquiler de vehículos). El nombre se le había borrado con el sudor, pero aún conservaba la dirección: «An der Pfordten». Era allí donde pretendía presentarse, dejar el coche y hacer que le reparasen la radio. Sin noticias estaba perdido.
Las casas alrededor de la plaza estaban cubiertas de crespones de luto que parecían trenzas negras. Por todas partes se veían los rojos carteles con las cabezas de los dos hombres en busca y captura: Unseld y Diebold. Delante de la oficina local del Partido –no había en aquel pueblucho una auténtica Casa de la organización– se detuvo para entregar el pasquín que le habían dejado en su habitación. También aquí reinaba un vacío bostezante, la mayoría de los despachos estaban cerrados. En el tablón de anuncios leyó un cartel con el siguiente texto:
En contra de una práctica bastante habitual, la de entregar los trajes de protección radioactiva principalmente a personas mayores o enfermas, se ordena, con efecto inmediato, que los trajes de protección, en los casos en que las reservas sean insuficientes, sean puestos a disposición exclusivamente de aquellos compatriotas en posesión de todas sus fuerzas y facultades. Tendrán prioridad los hombres, mujeres y madres menores de treinta y cinco años. Le seguirán, por orden de importancia para el Führer y para el Reich, las personas de edades mayores. En último lugar estarán aquellos hombres y mujeres mayores de sesenta años, así como los enfermos o los discapacitados físicos. No se verán afectados por esta orden…
Les seguían todas aquellas personas portadoras de la Orden de la Sangre, veteranos y mutilados de guerra con altas condecoraciones, las portadoras de la Cruz de la Maternidad, del distintivo de oro del Partido, etcétera.
Por fin encontró a un mastodonte de pelo blanco vestido con el traje protector que daba una cabezadita detrás de su escritorio. Fue a él a quien explicó las circunstancias en las que había encontrado aquel volante.
–Sí, señor, lo conocemos –murmuró el hombre, que no tenía dientes–. Déjeme ver. Todos los días vienen a vernos compatriotas que nos traen cosas por el estilo. Ya no podemos atender como es debido la infinidad de denuncias, pero eso ya no es tan importante. Más importante es que capturemos a todos los esclavos que se han fugado. Mis colegas, los más jóvenes, andan detrás de ellos, a fin de echarle un cabo a la pasma. Queda mucho por hacer todavía. Yo hace tiempo que estoy jubilado, pero me han ido a buscar a casa. Resido en Hasselfelde, aquí sólo trabajo como auxiliar de día. Todos los demás se han marchado. ¿No estuvo anoche ahí? ¡Una locura! ¿No estuvo? Pues lo que se ha perdido. Aquel circo me recordó los buenos tiempos en la Gubernatura General, en Polonia, hacia el año 40, cuando todavía trabajaba para la Oficina de Seguridad del Reich…
Höllriegl dejó que el anciano policía siguiera con su cháchara, que empezaba a cobrar verdadero impulso. Sabría encontrar por si solo el taller.
Por las estrechas callejuelas cubiertas de niebla vio a algunos lugareños pasando tímidamente junto al coche. En la plaza mayor todas las tiendas estaban cerradas, pero en esta zona había comercios abiertos con las persianas subidas hasta la mitad. Unas mujeres estaban apostadas en unas largas filas, y la Policía Local, vistiendo los trajes de protección radioactiva, patrullaba el lugar en grupos de a tres, con sus ametralladoras convencionales colgadas delante (en provincias las armas láser eran una rareza). De un día para otro, los BdC-1N –es decir, los bienes de consumo de primera necesidad– se racionaron en todo el Reich por la guerra. Todo funcionaba de maravilla, ya que en los últimos años se habían estado organizando, con el fin de ejercitar y fortalecer a la población, sucesivos ensayos generales de un supuesto estado de emergencia en lo relativo al «abastecimiento» nacional, con lo cual de repente, sin aviso previo, se tomaban medidas de racionamiento que se mantenían en vigor, muy a menudo, por espacio de varias semanas. Cada una de esas acciones era presidida por una consigna: la última se había llamado «¡Endurécete, landgrave!».34
Para cualquier caso de emergencia, como podía ser un ataque inesperado, Höllriegl llevaba siempre consigo su cartilla de racionamiento, la IIB; Kummernuß había conseguido pasarlo del grupo de consumidores IIIA a este otro de rango mayor. Y lo que estaba ocurriendo ahora era uno de esos casos de emergencia. Sólo que, al mismo tiempo, Höllriegl se preguntaba ahora si con dicha cartilla podría conseguir algo en alguna parte, pues ahí estaba, a modo de ejemplo, lo vivido en la pensión. Había sido Südekum, por cierto, quien le había explicado que la distribución de víveres en todo el Reich estaba realizándose por vía aérea y que, gracias a unas máquinas inteligentes, estaba tan bien planificada que, aun cuando extensos territorios o, incluso, grandes ciudades quedaran devastadas, el abastecimiento de casi noventa millones de compatriotas seguiría funcionando como un reloj. Ese constante fragor en el cielo no lo provocaban los escuadrones de cazas de combate, sino los aviones de transporte tipo Strato, que se hallaban en permanente operación de abastecimiento. Ese mismo lunes, toda la aviación civil del Reich había sido asignada a las labores de un abastecimiento de emergencia.
Höllriegl fue pasando lentamente por delante de casas con una pintoresca estructura de entramado. Por doquier se veían los pósteres harto conocidos con anuncios de comestibles, y también anuncios en los que se leía: «Verduras a prueba de radioactividad» o «Panes y dulces descontaminados». Todas las prescripciones para envoltorios de productos en caso de emergencia habían entrado en vigor de la noche a la mañana. El Gobierno del Reich empezaba a sacar los panes (los de cada día) de búnkeres y almacenes soterrados cuyo tamaño podía competir con el de pueblos enteros. La radiación llegaba hasta esas profundidades, y los víveres se almacenaban allí desde hacía años, envueltos en material antiatómico, en reserva para cualquier caso de emergencia. ¡Era algo edificante! Heil!
El propietario del taller mecánico que le habían recomendado –cuyo nombre era Schicketanz– vivía al final del pueblo, y lo que llamaban An der Pfordten [junto a las puertas] no era más que la carretera de salida de Sauckelruh en dirección al noreste. Höllriegl encontró al dueño trabajando debajo de un camión junto a un empleado de sospechoso aspecto eslavo, todo como si no se hubiese desatado una guerra nuclear, como si el Reich no hubiese sido atacado la noche anterior. Höllriegl comentó el incidente con la radio del modo más inofensivo posible, por si las moscas. La reparación no sería nada del otro mundo. El coche podría recogerlo esa misma noche o, a más tardar, mañana por la mañana.
–¿Alguna nueva noticia?
–Sólo pésimas –dijo el compatriota Schicketanz, enjugándose el sudor de la frente enrojecida y con manchas azulosas–. Algunos cohetes nucleares han sido destruidos en pleno vuelo, pero a saber qué nos traerán las próximas horas. Ya ni nos molestamos en bajar al sótano. ¿Para qué? No tiene ningún sentido, y, a fin de cuentas, ya estamos contaminados por la radioactividad. De todos modos, Köpfler logrará lo mismo que consiguió Adolf. Esos japos se llevarán un par de hostias y acabarán escupiendo sus propios dientes. Eso, seguro, vamos. Y ahora, le ruego que me disculpe, estoy hasta el cuello de trabajo. Para subir a ver al profesor, tiene usted un atajo por ahí. Ya ha pasado un montón de gente. También hay un camino por el que se puede subir en coche.
Höllriegl se puso en marcha. Sentía un frío intenso en aquel aire helado y trenzado de niebla. Sentía la falta de sueño en todas las extremidades; también la chica de anoche le había sacado el jugo. (Angurboda: qué nombre tan extraño). Con la carpeta de los documentos bajo el brazo, caminó con ímpetu, y sólo aminoró el paso cuando el camino empezó a ascender abruptamente. La niebla se colaba por entre los altos troncos de aquel bosque de abetos y quedaba suspendida, hecha jirones, entre las ramas. Höllriegl se quedó pensativo: ¿cómo solía decir su maestro en la escuela primaria? El llamado espectro del Brocken, el famoso espectro del Fausto, no es más que una pared de niebla sobre la que, bajo determinadas condiciones de luz, las sombras proyectan una figura…
El camino serpenteaba rodeando bloques de granito cubiertos de moho, y a Höllriegl le entraron unas ganas tremendas de ver el paisaje desde una altura. Trepó rápidamente a uno de los peñascos. La niebla obstaculizaba bastante la visibilidad, sólo podía ver un par de pasos al frente; no obstante, la vista de aquellos troncos delgados y esbeltos, pero, a la vez firmes y robustos que brotaban de las brumosas profundidades, le llenó el corazón de confianza y orgullo. (¡Un bosque alemán, un bosque nórdico, un bosque ario!). Por otra parte, lo embargaba una sensación cálida y agradable. La paz reinaba sobre todo aquello. ¿La guerra? ¿Qué era eso? Sin embargo, el estruendo tenue y distante que ahora penetraba de pronto en su oído en medio de aquella calma, hablaba un...

Índice

  1. PORTADA
  2. SI EL FÜHRER LO SUPIERA
  3. PRÓLOGO
  4. DE CIERTAS AMAZONAS
  5. UN JUDÍO ARQUETÍPICO EN EL TERCER REICH
  6. NAFTALINA
  7. EN LAS CATACUMBAS
  8. GUNDLFINGER BUSCA UNA PRUEBA DE LA EXISTENCIA DE DIOS
  9. EL ENTIERRO EN EL KYFFHÄUSER
  10. MISERERE
  11. OPERACIÓN BIFRÖST
  12. EN LOS CAMPOS DE ASFÓDELOS
  13. GLOSA
  14. NOTAS