Desierto sonoro
eBook - ePub

Desierto sonoro

Valeria Luiselli

  1. 464 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Desierto sonoro

Valeria Luiselli

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Un matrimonio en plena crisis viaja en coche con sus dos hijos pequeños desde Nueva York hasta Arizona. Ambos son documentalistas y cada uno se concentra en un proyecto propio: él está tras los rastros de la última banda apache; ella busca documentar la diáspora de niños que llega a la frontera del país en busca de asilo. Mientras el coche familiar atraviesa el vasto territorio norteamericano, los dos niños escuchan las conversaciones e historias de sus padres y a su manera confunden noticias de la crisis migratoria con la historia del genocidio de los pueblos originales de Norteamérica. En la imaginación de los niños, las historias de violencia y de resistencia política colisionan, entrelazándose en una aventura que es la historia de una familia, un país y un continente.

Preguntas frecuentes

¿Cómo cancelo mi suscripción?
Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
¿Cómo descargo los libros?
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
¿En qué se diferencian los planes de precios?
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
¿Qué es Perlego?
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
¿Perlego ofrece la función de texto a voz?
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¿Es Desierto sonoro un PDF/ePUB en línea?
Sí, puedes acceder a Desierto sonoro de Valeria Luiselli en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literature y Literature General. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2019
ISBN
9788417517540
Categoría
Literature
PRIMERA PARTE
SONIDOS FAMILIARES
DESPLAZAMIENTOS
El archivo presupone un archivista, una mano que colecciona y clasifica…
ARLETTE FARGE
Partir es morir un poco.
Llegar nunca es llegar definitivo.
Oración del migrante
PARTIDA
Bocas abiertas al sol, duermen. Niño y niña: frentes perladas de sudor, cachetes colorados, hilos de baba seca. Ocupan toda la parte de atrás del coche –extendidos, despatarrados, rotundos, plenos–. Desde el asiento del copiloto me volteo para mirarlos cada tanto, y luego sigo estudiando el mapa. Avanzamos rumbo a la periferia de la ciudad con la lava lenta del tráfico, que se mueve por el puente George Washington para disolverse, más adelante, en la autopista. Un avión sobrevuela y deja una cicatriz blanca en el paladar azul del mediodía. Mi marido, al volante, se ajusta el sombrero y se seca la frente con el dorso de la mano.
LÉXICO FAMILIAR
No sé qué les diremos a los dos niños en el futuro, mi marido y yo. No estoy segura de qué partes de nuestra historia decidirá, cada uno por su lado, editar o suprimir, ni qué secciones reordenaremos e insertaremos de nuevo para crear la mezcla definitiva –y eso que suprimir, reordenar y editar mezclas finales es, quizá, la descripción más precisa de nuestro oficio–. Pero los niños harán preguntas, porque preguntar es lo que los niños hacen. Y no nos quedará más remedio que contarles algo con un inicio, un desarrollo y un final. Tendremos que dar respuestas, ofrecerles una narrativa.
El niño cumplió diez años ayer, justo un día antes de irnos de la ciudad. Fuimos espléndidos con los regalos. Nos había dicho, sin titubeos:
No quiero juguetes.
La niña tiene cinco años, y desde hace unas semanas ha estado preguntando, una y otra vez:
¿Y yo cuándo cumplo seis?
Ninguna respuesta la deja satisfecha, así que en general le contestamos con ambigüedades:
Pronto.
En unos meses.
En menos de lo que canta un gallo.
La niña es hija mía y el niño es de mi marido. Soy madre biológica de una, madrastra del otro y madre de facto de los dos. Mi esposo es padre y padrastro de cada uno, respectivamente, pero también padre de ambos, así sin más. Por lo tanto, la niña y el niño son: hermanastra, hijo, hijastra, hija, hermanastro, hermana, hijastro y hermano. Y puesto que estas construcciones y estos matices innecesarios complican demasiado la gramática del día a día –el nosotros, el ellos, el nuestro, el tuyo–, tan pronto como empezamos a vivir juntos, cuando el niño tenía casi seis años y la niña era todavía una bebé, adoptamos el adjetivo posesivo nuestros, mucho más simple, para referirnos a los dos. Se convirtieron en lo que son: nuestros hijos. Y a veces, a secas: el niño, la niña. Los dos aprendieron rápidamente las reglas de nuestra gramática privada, y adoptaron los sustantivos comunes mamá y papá, o a veces ma y pa. Y al menos hasta ahora nuestro léxico familiar ha definido bien los límites y los alcances de este mundo compartido.
TRAMA FAMILIAR
Mi marido y yo nos conocimos hace cuatro años, mientras grabábamos audio para un paisaje sonoro. Éramos parte de un equipo más amplio, que trabajaba para el Centro de Ciencia Urbana y Progreso de la Universidad de Nueva York. El objetivo del proyecto era registrar y catalogar los sonidos emblemáticos o distintivos de la ciudad: el rechinido del metro al detenerse, la música en los pasillos subterráneos de la estación de la calle 42, los pastores predicando en Harlem, el rumor de voces y murmullos en la bolsa de valores de Wall Street.
Pero también había que compendiar y clasificar todos los sonidos que produce la ciudad y que, en general, pasan inadvertidos, como mero ruido de fondo: cajas registradoras abriéndose y cerrándose en los delis de las esquinas, un guion ensayado en un teatro vacío, las corrientes submarinas del río Hudson, los graznidos de los gansos canadienses que cagan desde lo alto, en pleno vuelo, mientras sobrevuelan el parque Van Cortland, los columpios que se balancean en las áreas de juego de Astoria, las manos de una vieja coreana afilando uñas adineradas en el Upper West Side, las flamas de un incendio deshojando un viejo edificio del Bronx, un peatón propinándole un rosario de madafakas a otro. En el equipo había periodistas, artistas sonoros, geógrafos, urbanistas, escritores, historiadores, acustemólogos, antropólogos, músicos e incluso batimetristas, con sus ecosondas multihaces, que sumergían en los cuerpos de agua que rodean la ciudad para medir la profundidad y los contornos de los lechos fluviales. Todos, en parejas o en pequeños grupos, medíamos y registrábamos longitudes de onda por toda la ciudad, como si buscáramos documentar los jadeos de una bestia gigante.
A él y a mí nos pusieron a trabajar en pareja y nos asignaron la tarea de grabar, durante un periodo de cuatro años, todos los idiomas hablados en la ciudad. La descripción de nuestras responsabilidades especificaba: «realizar un muestreo de la metrópolis con la mayor diversidad lingüística del mundo, y mapear la totalidad de los idiomas hablados por sus adultos e infantes». Resultó que hacíamos bien nuestra tarea. Y que hacíamos un buen equipo, incluso demasiado bueno. Trabajábamos más horas y con más entrega de la que se requería, quizá para tener una excusa para vernos más seguido. Entonces, tal vez de manera un poco predecible, después de sólo unos meses trabajando juntos nos enamoramos –de cabeza, como una piedra que se enamora de un pájaro y ya no sabe dónde empieza la piedra y dónde termina el pájaro–. Cuando llegó el verano decidimos mudarnos a vivir juntos, cada uno aportando un hijo a la ecuación. Nos volvimos una tribu.
La niña no se acuerda de nada de ese periodo, por supuesto. El niño recuerda que yo siempre traía puesto un suéter de lana azul, largo hasta las rodillas, al que le faltaban algunos botones; y que a veces, cuando se quedaban dormidos, me lo quitaba y los tapaba a los dos con él, y olía a tabaco y picaba un poco. La mudanza fue una decisión impulsiva, tan confusa, urgente y hermosa como se sienten las cosas cuando no estás pensando en sus consecuencias. Luego, vinieron las consecuencias. Conocimos a nuestras respectivas familias extendidas, nos casamos por la ley civil, y empezamos a pagar impuestos de sociedad conyugal. Nos volvimos una familia.
INVENTARIO
En los asientos delanteros: él y yo. En la guantera: seguro del coche, tarjeta de circulación, manual de usuario y mapas de carreteras. En el asiento de atrás: los niños, sus mochilas, una caja de kleenex y una hielera azul con botellas de agua y comida perecedera. En la cajuela: una pequeña bolsa de gimnasio con mi grabadora digital para voz marca Sony, modelo PCMD50, audífonos, cables y baterías de repuesto; la mochila organizadora Porta-Brace para audio de mi esposo, con su boom plegable, micrófono, audífonos, cables, zeppelin, filtro tipo dead-cat y su grabadora 702T. Además: cuatro maletas chicas con nuestra ropa, y siete cajas de archivo (38 x 30 x 25 cm) de cartón con doble fondo y tapas resistentes.
COVALENCIA
A pesar de los esfuerzos que desde un inicio hicimos mi marido y yo por mantener una sensación de solidez en nuestro mundo familiar, siempre ha habido entre los cuatro cierta ansiedad sobre el lugar que ocupa cada uno. Somos como esas partículas problemáticas que se estudian en clase de química, con enlaces covalentes en lugar de iónicos –o quizás era al revés–. La madre biológica del niño murió en el parto, en Atlanta, pero ése es un tema del que nunca se habla. Mi esposo me lo comunicó en una sola frase, muy al principio de nuestra relación, y de inmediato entendí que no era un tema sujeto a más preguntas. Tampoco a mí me gusta que me pregunten sobre el padre biológico de la niña, a quien ella no conoce, así que los dos hemos honrado, desde siempre, un respetuoso pacto de silencio en torno a esos elementos de nuestro pasado y del pasado de nuestros hijos.
Tal vez a manera de reacción a todo lo anterior, los niños siempre han querido escuchar historias sobre sí mismos en el contexto de nosotros cuatro. Quieren saberlo todo sobre el momento en que los dos se convirtieron en nuestros hijos, y todos nos convertimos en una familia. Son como antropólogos que estudian ciertos relatos cosmogónicos, pero en su caso con un toque narcisista. La niña pide que le contemos una y otra vez las mismas historias, y el niño pregunta por algunos episodios de su infancia compartida como si hubieran sucedido hace décadas, o hace siglos incluso. Y nosotros, claro, transigimos. Les contamos todas las historias que alcanzamos a recordar. Cada vez que nos saltamos alguna parte o que confundimos algún detalle, los niños interrumpen inmediatamente el relato para corregirnos. Exigen que les contemos la historia de nuevo, esta vez sin errores, desde el principio.
MITOS FUNDACIONALES
En nuestro principio hubo un departamento casi vacío y una ola de calor. Era la primera noche en ese departamento –el mismo que ahora acabamos de dejar atrás– y los cuatro estábamos en calzones, sentados en el piso de la sala, sudorosos y agotados, balanceando rebanadas de pizza en las palmas de las manos.
El niño oteó la sala, masticando un pedazo de pizza, y preguntó:
¿Y ahora qué?
Y la niña, que entonces tenía dos años y medio, remedó:
Sí, ¿ahora qué?
No supimos qué contestar, aunque creo que ambos lo pensamos detenidamente, buscando alguna respuesta, quizá porque también nos habíamos estado haciendo la misma pregunta frente a ese espacio ajeno. Habíamos terminado de desempacar lo esencial y salido a comprar unas cuantas cosas de último momento: sacacorchos, cuatro almohadas nuevas, líquido limpiavidrios, detergente, dos pequeños portarretratos, clavos y un martillo. Habíamos medido la altura de los niños y hecho una primera marca en la pared del pasillo: 84 y 106 centímetros. Luego habíamos fijado un par de clavos en el muro de la cocina, junto al refrigerador, para colgar dos postales que antes habían estado en nuestros respectivos departamentos: una era un retrato de Malcolm X, tomada justo antes de que lo mataran, donde se le ve reposando la cabeza sobre la mano izquierda y mirando hacia algo o alguien fuera de cuadro; la otra era de Zapata, muy erguido, sosteniendo un rifle en una mano y un sable en la otra, con una banda colgándole de un hombro y sus dobles cananas cruzándole el pecho.
Pero a pesar de esas primeras marcas de nuestra presencia, y de las muchas cajas de cartón y las maletas de todos, el espacio aún se sentía vacío.
¿Ahora qué?, preguntó otra vez el niño.
Por fin contesté yo:
Ahora vayan a lavarse los dientes.
Pero no hemos desempacado nuestros cepillos todavía, replicó.
Entonces enjuáguense la boca en el lavabo y a dormir, dijo su papá.
Regresaron del baño diciendo que les daba miedo dormir solos en el cuarto nuevo. Accedimos a que se quedaran en la sala con nosotros, por un rato, si prometían dormirse. Los dos se acomodaron dentro de una caja de cartón vacía y, después de cachorrear un rato hasta negociar la división de espacio que les pareció más justa, ambos cayeron súpitos.
Mi esposo y yo abrimos una botella de vino y, asomados a la ventana, nos fumamos un porro. Luego nos acomodamos otra vez en el piso de la sala, platicando a ratos, y a ratos viendo nomás a los dos niños, dormidos en su caja de cartón. Desde donde estábamos sentados alcanzábamos a ver sólo un amasijo de cabezas y nalgas: el pelo del niño, recio de sebo, los chinos de la niña, un nido; él, nalgas de aspirina, y las de ella, amanzanadas. Parecían la miniatura de una pareja que ha estado demasiado tiempo unida, de esas que envejecen muy rápido porque se disponen a la comodidad de una promesa eterna y sin sobresaltos. Ambos dormían en absoluta soledad compartida, serenos. Pero de pronto, interrumpiendo ese silencio casi sacro, el niño empezó a roncar y la niña empezó a soltar largas yufas, seguidas de breves pero tronados pedos.
Ese mismo día, más temprano, habían dado un concierto parecido cuando íbamos en metro hacia la casa, volviendo del supermercado, rodeados de bolsas de plástico llenas de huevos enormes, jamón rosáceo, almendras orgánicas, pan de elote y pequeños tetrapacks de leche entera –los pro...

Índice

Estilos de citas para Desierto sonoro

APA 6 Citation

Luiselli, V. (2019). Desierto sonoro ([edition unavailable]). Editorial Sexto Piso. Retrieved from https://www.perlego.com/book/2563159/desierto-sonoro-pdf (Original work published 2019)

Chicago Citation

Luiselli, Valeria. (2019) 2019. Desierto Sonoro. [Edition unavailable]. Editorial Sexto Piso. https://www.perlego.com/book/2563159/desierto-sonoro-pdf.

Harvard Citation

Luiselli, V. (2019) Desierto sonoro. [edition unavailable]. Editorial Sexto Piso. Available at: https://www.perlego.com/book/2563159/desierto-sonoro-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Luiselli, Valeria. Desierto Sonoro. [edition unavailable]. Editorial Sexto Piso, 2019. Web. 15 Oct. 2022.