Kanada
eBook - ePub

Kanada

  1. 196 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

Kanada comienza donde la mayoría de las novelas de la Segunda Guerra Mundial terminan: con el fin del conflicto. Porque en 1945 se interrumpen las matanzas, pero se inicia otra tragedia: el imposible regreso a casa de millones de supervivientes. El protagonista de Kanada lo ha perdido todo. Sólo le queda su antigua residencia, un improvisado refugio en el que acabará encerrándose para protegerse de una amenaza indefinida. Rodeado por unos vecinos que tan pronto parecen sus salvadores como sus carceleros, emprenderá un viaje interior que lo llevará muy lejos, hasta el oscuro país de Kanada de donde afirma proceder. ¿Qué hacer cuando las circunstancias nos empujan a realizar actos de los que nunca nos creímos capaces? ¿Cómo recobrar nuestra identidad cuando se nos ha arrebatado todo?

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Kanada de Juan Gómez Bárcena en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788416677719
Categoría
Literatura
Tu casa sigue en pie. Tenías la esperanza de que se hubiera venido abajo. Tal vez esperanza no sea la palabra apropiada, pero si no es ésa entonces cuál. Tenías, eso sí puedes decirlo, la certeza de que tu casa ya no estaba y al mismo tiempo la certeza de que eso no importaba en absoluto. Simplemente doblarías la esquina y no encontrarías nada. Un solar vacío, un hueco en mitad de la calle; puede que una cancela con sus lanzas apuntando al cielo. O el edificio aún en su lugar pero abierto desde el zócalo a la azotea, como esa casa que acabas de ver en la calle Kazinczy, tan parecida a la concha vacía de un molusco o a una casita de muñecas. Un hombre tomaba el té en la segunda planta, en una porción pequeña de lo que debió de ser un salón grande. El reloj de pared, la mesa de comedor, su butacón: todo a apenas un metro o metro y medio del precipicio. Tú mirabas su cara, tratabas de reconocer un gesto humano en el ritual con que agitaba la cucharilla, pero el tipo sólo miraba su tacita de té. Es entonces cuando piensas en tu casa, que tal vez otra bomba ha destripado, que tal vez ha desaparecido por completo, y sientes ese algo que podría llamarse esperanza. Pero dejas atrás las últimas pirámides de escombros, doblas la esquina y comprendes que nada ha cambiado; los mismos letreros y el mismo escaparate de la panadería, el número del portal aún ladeado, las ventanas sin maceteros ni flores pero todavía ventanas, todavía con algo que esconder detrás de los cristales. Hasta la gente que pasea parece la misma. Hay que mirar más allá de tu calle para sentir que el tiempo ha pasado; para descubrir lo que ese tiempo ha hecho con la ciudad. O bien descender a lo minúsculo, acercarse a la casa y tocar las melladuras que acribillan la pared, la pintura descarapelada, los huecos diminutos en los que cabe una bala y la uña de tu dedo meñique.
Eso haces ahora: acercarte. Te detienes en el portal y acaricias la cerradura. Te dejas resbalar hasta el suelo con la espalda apoyada en la puerta. Porque en tu morral guardas muchas cosas: un par de zapatos y una muda limpia; una pastilla de jabón y un atado de cigarros Belomorkanal; un trozo de cuerda, un encendedor de mecha y una cuña de queso, pero ninguna llave. Hace un momento habías perdido una casa y era más sencillo continuar caminando. Ahora has perdido una llave y sólo te queda sentarte a esperar en la puerta. A tu alrededor todo el mundo parece esperar alguna cosa. Ves a un niño con los calcetines subidos hasta las rodillas que busca un comprador para su reloj de plata. Un muchacho que fuma apoyado en sus muletas. Una fila de mujeres formando delante de la tienda de comestibles, como zurcidas las unas a las otras por la resignación y el hambre. Ves las últimas hogazas de pan negro dispuestas en el escaparate. Ves al tendero que las despacha. Lo ves alzar los ojos. Detenerse en los tuyos. Sabes quién es ese hombre y él sabe quién eres tú. Desde el otro lado del cristal asistes a su gesto de reconocimiento: esa manera de quedarse paralizado en mitad de un pedido, de abrir mucho los ojos y ladear un poco el bigote, para sonreírte sólo con la comisura de la boca. Sale de la tienda cojeando, con el mandil todavía puesto y los brazos abiertos en un gesto de hospitalidad o de súplica. Murmura tu nombre, usando la esquina de esa sonrisa. Tú no repites el suyo. Sólo es un vecino, piensas, y tal vez deberías llamarlo así: simplemente el Vecino. Y ese hombre, el Vecino, dice que quiere abrazarte, y al final te abraza.
Después de todo ha sido una suerte que él estuviera ahí, te dice el Vecino; en otras partes de la ciudad ha sido igual o peor. A veces incluso mucho peor: si tú supieras. Podría contarte muchas historias, aunque por otro lado de qué serviría. Lo que importa ahora es que estás de vuelta y tu casa vuelve a ser tuya. Eso se lo debes a Dios, dice, y un poquito también a él. Porque muchas familias han vuelto sin tener adónde. Algunos han encontrado sus casas ocupadas por sus propios vecinos, dice el Vecino. Otros desgraciados perdieron las escrituras de propiedad y sus apartamentos se han convertido en asilo de enfermos y maleantes. Por no hablar de los edificios que se han venido abajo y ya no existen, y de aquellos otros que sí existen pero ahora pertenecen a la Oficina de Vivienda: los mayores ladrones de todos. Tú, en cambio, no tienes nada de qué preocuparte. Porque él y su esposa han hecho todo lo posible, no ha sido poco dadas las circunstancias, y gracias a eso tú tienes y tendrás siempre una casa a la que volver. Lástima que los saqueadores forzaran la puerta y dentro queden ya tan pocas cosas.
El Vecino continúa hablando mientras asciende pesadamente por la escalera, dos peldaños por delante. No hace ningún gesto con el que acompañar sus palabras: parece como si recitara un libro o llevara un gramófono escondido en la pechera. Su voz tiene algo de locutor de radio, enumerando calles que ya no existen y nombres de personas que han muerto. Desgracias que parecen subrayadas o acentuadas por la percusión de su pierna derecha contra los peldaños, que repica como la madera y parece pesar como si estuviera hecha de piedra. Porque también ahí, en la ciudad, han pasado cosas terribles, dice; durante meses faltaron el té y el azúcar, la carne, la margarina. Y mientras escuchas la mención al té y al azúcar, a la carne y a la margarina, ves como desde las galerías superiores han comenzado a asomarse rebozos negros y rostros muy blancos. Niños que se alzan de puntillas y ancianas con manto sujetas a la barandilla de hierro. Sus rostros permanecen duros y graves, como recobrados del fondo de una fotografía. Visto desde abajo, el patio podría confundirse con la platea de un teatro venido a menos –un teatro que huele a col hervida y a estufa de leña, a palomar rancio y a friegas de vinagre–, y entre los tendederos el público parece aguardar en silencio el comienzo de la obra.
Haces el gesto de llevarte la mano al sombrero –pero no llevas sombrero– y desde sus palcos los rostros inmóviles no hacen ni dicen nada.
Tu casa no es tu casa. Eso lo comprendes tan pronto como el Vecino hace girar la llave y te indica que entres. Pisas cautelosamente el umbral. Avanzas por el vestíbulo. Por el pasillo. Miras a uno y otro lado, a través de las puertas abiertas. Recuerdas de pronto las pirámides de cascotes que viste hace sólo unas horas desde el tranvía. Cuadrillas de niños jugando entre los hierros retorcidos y los escombros en medio de una alegría feroz, con el entusiasmo intacto a pesar de las ruinas o tal vez gracias a las ruinas. Los edificios derruidos que a veces conservaban en pie sus fachadas, y filas de ventanas recortando a uno y otro lado rectángulos de cielo. Tu casa es como una de esas casas que ya no existen. Es cierto que sus paredes parecen las mismas de siempre, que el techo es también el mismo, que durante tu ausencia alguien se ha molestado en mantener limpias unas habitaciones que también parecen iguales. Alguien podría pasear por su interior como tú lo estás haciendo ahora y creer que se trata de la misma casa; que dentro de todo has tenido mucha suerte, un milagro. Pero tú sabes que ese alguien estaría equivocado. Que el paisaje de un hogar no está hecho de paredes ni cimientos sino de detalles, de olores, de una determinada disposición de los muebles y una narrativa tejida en torno a esos muebles, de una fotografía presidiendo la entrada al salón o un reloj de pesas manoseando con gravedad las horas, y en tu casa –en la casa– ya no queda nada de eso. Hasta el eco de tus pasos suena distinto. Hasta las luces, cuyos interruptores tanteas mientras avanzas, arrojan una luz distinta, un parpadeo reticente de bombilla desnuda, de resplandor tiritando en la penumbra de un desván o una bodega. Y en las habitaciones nada, o peor que nada, algunos muebles desparejos y pobres que nunca antes habías visto, un desvarío de colchones enrollados, de alacenas vacías, de sillas de esparto, de mesas que parecen proceder de mundos imposibles y contradictorios. Objetos que tartamudean historias que no conoces, que no deseas conocer. El armario veneciano se ha transformado en tres tablas mal atornilladas a la pared, y el escritorio del salón en una especie de mesita camilla coja, y el piano ha dado paso a un butacón con el fieltro muy sobado. Tus muebles como cadáveres que al descomponerse hubieran dado origen a otras formas de vida; formas humildes y en cierto modo repugnantes.
En las paredes blancas, parches de sombra que parecen ventanas tapiadas; el lugar donde alguna vez colgaron fotografías y cuadros. Te detienes frente a uno de esos rectángulos renegridos, tratando de recordar. No lo consigues. También el Vecino mira ese mismo punto, esa pared donde ya no queda nada que mirar. Los saqueadores, los malditos saqueadores, repite, meneando la cabeza. Se han llevado tantas cosas. Tal vez él debería haber hecho algo para evitarlo, pero al final no tuvo valor; qué puede hacer uno contra hombres armados, salvajes que no se detienen ante nada: sólo esconderse detrás de la puerta y rezar para que su casa no fuera la siguiente. Durante meses tu apartamento estuvo vacío y a él se le rompía el alma de verlo así. Por eso decidió reunir unos muebles nuevos, es decir, esos muebles viejos que ves; había tantos tirados por la calle después de los bombardeos y tu casa estaba tan vacía, digamos tan desnuda, que no dudó ni un instante en vestirla. Al fin y al cabo los dueños de esos muebles ya no los necesitarían más, que Dios le perdone, y tú en cambio podías regresar, ibas a regresar en cualquier momento. Eso tampoco lo dudó nunca: que regresarías tarde o temprano. Y no sabes lo feliz que le hace que haya sido así, y que ahora pueda estar contándote todas estas cosas, sin callar ni siquiera las más terribles. Porque él vio a los desvalijadores desde el otro lado de la mirilla, tienes que saberlo; vio cómo se echaban al hombro los fusiles para cargar los armarios, y el escritorio, y hasta el piano. Los oyó contar chistes, los vio hacer cálculos para maniobrar en la escalera, fumar y rascar un fósforo en el marco dorado de una pintura, y al mirar sus rostros, esos rostros que deformados por la lente de la mirilla ni siquiera parecían humanos, no pudo evitar preguntarse qué clase de mundo permite una indignidad como ésa; qué futuro le estamos legando a nuestros hijos.
Eso te dice, siempre sin apartar la vista del cuadro que ya no está; siempre sin mirarte.
Después aparece ella. Al principio ella es el ruido de una puerta que se abre, justo detrás de vosotros. Ella es un olor lejano a jabón casero. Ella es una figura que sale de pronto del cuarto de baño, con el pelo húmedo y el cuerpo silueteado por el vaho. Ella es una muchacha detenida en la puerta con los ojos muy abiertos, con una toalla colgando de un brazo y un montón de ropa debajo del otro. Ella es alguien que acaba de bañarse en la que alguna vez fue tu bañera y todavía tiene los pies descalzos. Por un momento te sobreviene una impresión absurda: la sensación de que esa mujer no es una mujer sino la imagen extraída de una pintura, quién sabe si incluso de ese cuadro que alguna vez estuvo colgado en el pasillo. Escuchas la voz del Vecino, como viniendo de un lugar muy lejano. El Vecino reprochándole que esté allí, parada como una estúpida; allí, usando un baño que no le pertenece; allí, escuchando una vez más lo que ya debería haberle quedado claro, lo que ya le ha repetido tantas veces, que ésa no es su casa, que esa casa pertenece al hombre que está ante ella, ese hombre que al fin ha vuelto, tal y como él advirtió y anunció y prometió; ese hombre al que le debe un poco de respeto. La muchacha intenta decir algo y luego se contiene, baja los ojos, aprieta un poco más fuerte el montón de ropa, como si lo opusiera a modo de escudo. Saluda sin alzar la vista y casi corre hacia la puerta.
Desaparece.
Es mi esposa, murmura con gesto de fastidio el Vecino.
Tú te quedas mirando el suelo del pasillo, y en ese suelo las huellas húmedas y breves de los pies de la muchacha, cada vez más delgadas conforme se alejan. Los pies de la Esposa, piensas.
Tienes que disculparla, continúa el Vecino. Es una buena muchacha, después de todo. Como a él le gusta repetir, la guerra le ha traído una cosa buena y otra mala: la buena es su mujer, la mala es su cojera. Dos cosas malas, en realidad: no hay que olvidar a los comunistas. Pero tú seguramente no quieres hablar de política, y menos después de todo lo que has vivido. El caso es que es una buena chica pero todavía comete esa clase de imprudencias, quién sabe si por su juventud. No debes tomártelo como una falta de respeto: es sólo que en su casa no tienen bañera y ella, por supuesto sin maldad alguna, ha estado utilizando la tuya de vez en cuando. Espera que no sea un problema para ti. La pobre se crio en un pueblo de la montaña, donde no conocen más agua caliente que la que se usa para hervir las patatas, cuando las hay, y por eso está como fascinada por la idea de darse un baño todas las semanas. En cualquier caso puedes estar tranquilo: ahora que estás de vuelta no volverá a molestarte.
Tú no dices nada. Continúas mirando las medialunas de sus pies, cada vez más delgadas, hasta que desaparecen.
Antes de marcharse, el Vecino te hace prometer que esa misma noche cenaréis juntos. Hay mucho que celebrar. La Esposa desplumará un pollo para ti, y abrirán una botella de buen vino, y brindaréis todos juntos por un nuevo comienzo. Sientes la tentación de responderle que nada puede comenzar otra vez; que si hay algo que has aprendido es que nada termina nunca. Abres la boca y más tarde la cierras. Lo único que quieres es quedarte solo. Y aunque el Vecino habla y habla sin cesar mientras se aleja pasillo arriba, aunque se vuelve todavía un par de veces para darte explicaciones que no escuchas, finalmente lo consigues.
Te quedas solo.
Paseas por una casa que no es tuya. Te pertenece del mismo modo que podría pertenecerte el cadáver de un ser querido: no es de nadie más pero tampoco termina de ser tuyo, quieres cubrirlo de tierra cuanto antes y quedarte con su recuerdo. O no quedarte con nada: un vacío. Pero no puedes enterrar tu casa muerta. Sólo pasear por esas habitaciones que parecen cuartos de pensión o de hotel, sin detenerte nunca; acariciar a tu paso las paredes y el cristal de las ventanas, cuyo tacto frío sí reconoces. Las mismas ventanas, las mismas puertas, los mismos interruptores. Encuentras un diminuto consuelo en el cuarto de baño: en él permanecen intactos el lavabo, los azulejos, el espejo, las cañerías de plomo, la bañera. ¿Se habrían llevado también la bañera, si no hubiera sido tan pesada? Deslizas el dedo por la superficie blanca de la cerámica, en busca del calor que el cuerpo de la Esposa no ha dejado.
Es entonces cuando piensas en tu despacho. La única puerta que todo este tiempo ha permanecido cerrada. Y la abres, claro, dudas un momento y al final la abres. El sol que entra por la ventana te deslumbra. Un haz luminoso en el que ves flotar el polvo, trazando rutas espesas en el aire. Luego miras a tu alrededor y descubres lo que queda de tu vida. Ves una sucesión de bultos cubiertos por sábanas blancas, ves los hierros despiezados de una cama, tu cama, ves la estufa negra, ves un rimero de libros deshojados cubriendo el suelo. Una pila de carbón. Una alfombra enrollada. Junto a la ventana tu telescopio, todavía acoplado a su trípode. Guiñas un ojo para mirar a través del ocular: una imagen difusa, una especie de niebla verdosa que no deja ver nada. Parece un telescopio roto. Sonríes. Eso debieron de pensar los saqueadores: sólo es un telescopio roto. Y lo dejaron ahí, junto con todos aquellos restos que no pudieron o no quisieron llevarse porque no valían nada. De qué sirve un telescopio en plena guerra: quién pagaría un solo pengő por ver la vida amplificada, perturbadoramente cerca, cuando lo que todos desean es alejarla lo más posible; huir hasta donde la realidad no pueda tocarlos.
Continúas revolviéndolo todo, levantas sábanas, soplas nubes de polvo en el aire viciado. Una lámpara desflecada. Un barreño abollado. Un colchón encanecido por la humedad, con la tela desgarrada de arriba abajo. Por el costurón abierto se ha derramado un rastro de plumas que se te pegan al cuero de los zapatos: basta el menor movimiento para alzarlas en un torbellino que tarda mucho tiempo en aquietarse. Alguien ha mullido un rincón del despacho con unos puñados de heno venidos de quién sabe dónde, como improvisando una cama o un pesebre. Imaginas un caballo recostado en el suelo. Un caballo que mastica con los ojos muy abiertos y se asoma luego al balcón para mirar sin ver el fondo de la plaza Corvin desde la altura. Un caballo al que por alguna razón alguien hubiera hecho ascender coceando por la escalera de servicio. Es absurdo, aunque no demasiado: resulta más difícil entender otras cosas. Por ejemplo quién se tomó la molestia de desencuadernar uno a uno todos los libros de la biblioteca, buscando entre las cuartas y debajo de los lomos quién sabe qué. Y sin embargo no hay huellas de herraduras en el suelo, sólo de zapatos de hombre y de mujer, incluso la silueta de un pie desnudo cuyos cinco dedos aparecen claramente definidos en el polvo. Un ejército de pies que se persiguen y alejan en una coreografía vertiginosa. Sólo ellos han podido llevarse consigo las montañas de ropa y los muebles, las mesas, lámparas, sillas, y dejar a cambio aquel montón de paja. Te resistes a hacer un inventario de los cuadros perdidos, las copas de cristal de las que no volverás a beber, alfombras que no volverás a pisar. No buscas tu gramófono. No quieres saber adónde han ido a parar los cuadros del salón ni la otomana del dormitorio. No necesitas saber por qué el Vecino rebuscó entre los escombros para reunir todos esos muebles que no quieres. Te obsesiona sólo eso, el montón de paja, su olor a desván clausurado y a excremento seco. El misterio de su procedencia: ese trozo de campo que florece como por milagro en una ciudad hecha de hierros y de cemento, de piedra y de ladrillo.
Se hace de noche. Con la oscuridad llegan el hambre y el frío, y tú no te mueves. No enciendes la luz. Sigues ahí, detenido en ese momento que no te llevará a ninguna parte. Prendes la estufa. Arrojas el montón de paja y te sientas a verlo arder con las palmas vueltas hacia el fuego. Piensas en tu saco de lona, olvidado en algún rincón de la casa, y dentro la cuña de queso que no vas a buscar. Piensas en la lluvia que otra vez vuelve a batir las ventanas. Piensas en Kanada, no quieres pensar pero igual piensas, y luego cierras los ojos y piensas en ti como un objeto más del despacho, no más importante que la propia estufa o el colchón destripado, que los libros sin tapa o el telescopio que apunta inofensivamente a la calle. Es entonces cuando escuchas el primer timbrazo, y luego otro, y otro más, varios golpes en la puerta que suenan como una lluvia pesada y dura, y tú que continúas con los ojos cerrados, que te tapas los oídos con las manos, y aprietas muy fuerte, y esperas hasta que los ruidos cesan y el fuego también cesa.
Otra vez el timbre. Otra vez la misma voz, repitiendo un nombre. Tampoco ahora te levantas. Ni siquiera abres los ojos. Detrás de los párpados cerrados te imaginas emprendiendo todos esos movimientos que te niegas a hacer: levantarte del jergón, preguntar quién es, caminar hacia la puerta. No llegas a tocar el pomo. Te quedas paralizado en esa frontera en que el pasillo desemboca en el vestíbulo. Ni siquiera en tus sueños eres capaz de cruzarla. Y cuando abres los ojos resulta que ya no es necesario, porque de alguna forma el Vecino ha aparecido junto a ti, está de pie frente a tu colchón, con la llave en la mano y la expresión severa.
Estaba muy preocupado, te dice. A decir verdad, los dos lo estaban. También su esposa, la Esposa, que se pasó toda la tarde cocinando ese gulash y esa gallina en pepitoria que no llegaste a probar. Dos días: ése es el tiempo que llevan llamando a tu puerta, hasta que por fin se han decidido a usar la llave. Te dice todas esas cosas con una voz doctoral, paciente, como si tú no las supieras y hubiera que explicártelas. ¿Acaso las sabes? Qué importa. Quieres que cese el ruido. Recuerdas de pronto el sueño del que acaba de despertarte: un sueño atravesado de aromas y sabores, de rodajas de rosbif, de manteles blancos, de vinos deliciosos y hogazas de pan servidas en la mesa del comedor. Un sueño en el que los muebles de tu casa eran otra vez los de siempre. Y ahora sólo quieres que el Vecino se vaya p...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Kanada
  4. Agradecimientos