La responsabilidad de los intelectuales
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La responsabilidad de los intelectuales

  1. 132 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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La responsabilidad de los intelectuales

Descripción del libro

A lo largo de su trayectoria política, Chomsky ha abordado de manera directa la cuestión de cuál es la responsabilidad de los intelectuales en dos ocasiones, dos escritos ya canónicos dentro de su prolífica obra, recogidos junto a un nuevo prefacio del autor en este volumen. A finales de los años sesenta, al calor de la guerra de Vietnam, Chomsky denunciaba las vergonzosas políticas del gobierno estadounidense y el no menos vergonzante papel de ciertos intelectuales al respaldarlas. En 2011, tras el «asesinato planificado» de Osama bin Laden, reflexionaba sobre la pertenencia de los intelectuales a la clase de los privilegiados y su obligación de cuestionar a las autoridades. Más relevante hoy que nunca, este libro nos recuerda que todos tenemos elección, incluso en tiempos desesperados.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788418342110
Categoría
Literatura
PRIMERA PARTE
LA RESPONSABILIDAD DE LOS INTELECTUALES
Hace veinte años, Dwight Macdonald publicó una serie de artículos en Politics sobre la responsabilidad de los pueblos y, en concreto, sobre la responsabilidad de los intelectuales. Yo los leí cuando era estudiante de grado en la universidad, en los años inmediatamente previos a la guerra, y tuve la ocasión de releerlos hace unos meses. No me parece que hayan perdido ni un ápice de su capacidad de persuasión. Macdonald se centraba en la cuestión de en quién recae la culpabilidad de una guerra. La pregunta que se hacía era: ¿hasta qué punto fueron los pueblos alemán o japonés responsables de las atrocidades cometidas por sus Gobiernos? Y, muy acertadamente, volvía esa pregunta hacia nosotros mismos: ¿hasta qué punto son los pueblos británico o estadounidense responsables de los despiadados bombardeos sobre la población civil que las propias democracias occidentales perfeccionaron como técnica de terror bélico y que alcanzaron su punto culminante en Hiroshima y Nagasaki, seguramente dos de los crímenes más inenarrables de la historia? Para un estudiante universitario del curso 1945-1946 –y para cualquiera cuya conciencia política y moral se hubiera formado a partir de los horrores de los años treinta, moldeada por sucesos como la guerra en Etiopía, las purgas rusas, el «incidente de China», la Guerra Civil en España, las atrocidades nazis, y la reacción de Occidente a (y en parte, su complicidad con) esos acontecimientos–, estas preguntas eran muy pertinentes y significativas.
Con respecto a la responsabilidad de los intelectuales, hay aún más preguntas –igualmente perturbadoras– que responder. Los intelectuales están en una posición ventajosa para sacar a la luz las mentiras de los Gobiernos, para analizar las acciones según sus causas y sus motivos, y sus (muchas veces) ocultas intenciones. En el mundo occidental, al menos, tienen el poder que les otorga la libertad política, es decir, que disfrutan de ventajas como el acceso a la información o la libertad de expresión. La democracia occidental facilita a una privilegiada minoría el tiempo, los servicios, las instalaciones y la formación necesarios para buscar la verdad que se esconde tras el velo de la distorsión y la tergiversación, la ideología y los intereses de clase, con el que se nos tiende a presentar los hechos de la historia actual. Las responsabilidades de los intelectuales, pues, son mucho más profundas que aquella que Macdonald llamó la «responsabilidad del pueblo», y lo son debido a los privilegios singulares de los que disfrutan los propios intelectuales.
Los temas planteados por Macdonald tienen tanta pertinencia hoy como la tenían veinte años atrás. Difícilmente podemos evitar preguntarnos hasta qué punto el pueblo estadounidense es responsable de la salvaje agresión americana contra una población rural, la vietnamita, básicamente indefensa: una nueva atrocidad dentro de lo que los asiáticos llaman la «era Vasco da Gama» de la historia mundial. En cuanto a aquéllos de nosotros que nos limitamos a observar callados y apáticos mientras esa catástrofe se iba desarrollando a lo largo de la última docena de años, ¿cuál es el lugar que nos corresponde en la historia? Sólo los más insensibles pueden abstraerse a estas preguntas. Yo voy a retomarlas aquí, más adelante, después de introducir unos cuantos comentarios dispersos sobre la responsabilidad de los intelectuales y sobre cómo éstos están afrontando esa responsabilidad a mediados de la década de los sesenta.
La responsabilidad de los intelectuales es contar la verdad y revelar las mentiras. Tal vez nos parezca algo tan obvio que no merece mayor comentario. Pero lo cierto es que no lo es. Desde luego, para el intelectual moderno, no resulta en absoluto obvia. Tenemos así, por ejemplo, la declaración pro-Hitler de Martin Heidegger en 1933, cuando escribió que «la verdad es la revelación de aquello que hace que un pueblo tenga seguridad, claridad y fuerza de acción y de conocimiento»; sería sólo esa clase de «verdad» la que se tendría la responsabilidad de contar. Los estadounidenses tienden a ser más directos. Cuando, en noviembre de 1965, The New York Times pidió a Arthur Schlesinger que explicara la contradicción entre la versión que publicó sobre el incidente de bahía de Cochinos y la historia que él mismo había proporcionado a la prensa en el momento del ataque, él se limitó a reconocer que había mentido; y unos días más tarde, llegó incluso a agradecer a The New York Times que se hubiera abstenido de publicar la información que tenía sobre los planes de invasión por «el interés nacional», como lo llaman en el grupo de hombres arrogantes y autoengañados a los que Schlesinger retrata tan favorecidos en su reciente crónica de la administración Kennedy. No tiene particular interés que un hombre muestre tan pocos reparos en mentir en nombre de una causa que él mismo sabe que es injusta; pero sí es significativo que esos hechos susciten tan escasa respuesta entre la comunidad intelectual: por ejemplo, nadie ha dicho que algo huele raro en el ofrecimiento de una importante cátedra de humanidades a un historiador que cree deberse a la causa de convencer al mundo de que la invasión con aval estadounidense de un país cercano no es tal cosa. ¿Y la increíble serie de mentiras de nuestro Gobierno y sus portavoces con respecto a asuntos como las negociaciones en Vietnam? Todo aquel que se haya tomado la molestia de averiguarlos conoce los hechos. La prensa, tanto extranjera como nacional, ha presentado documentación con la que refutar todas las falsedades según van apareciendo. Pero el poder del aparato propagandístico del Gobierno es tal que, sin un verdadero trabajo de investigación sobre el tema por su parte, un ciudadano de a pie difícilmente puede aspirar siquiera a contrastar las declaraciones gubernamentales con los hechos.1
El engaño y la distorsión que rodean la invasión estadounidense de Vietnam son tan conocidos a estas alturas que ya han perdido la capacidad de impactarnos. Resulta útil, pues, recordar que, aunque nunca dejan de alcanzarse nuevas cotas de cinismo, los ya claros antecedentes de esa situación se aceptaron aquí, en nuestro país, con callada tolerancia. Un ejercicio muy útil en ese sentido es el que consiste en comparar las declaraciones del Gobierno en el momento de la invasión de Guatemala en 1954 con el posterior reconocimiento (o, para ser más precisos, alarde) por parte de Eisenhower –una década después– de que los aviones estadounidenses se enviaron allí «para ayudar a los invasores» (The New York Times, 15 de octubre de 1965). Y no sólo en momentos de crisis se considera lícita tal duplicidad. Los altos funcionarios de la «Nueva Frontera»,* por ejemplo, rara vez han destacado por su pasión por la precisión histórica, ni siquiera aunque no se les pida que proporcionen «tapaderas propagandísticas» de acciones ya en marcha. Por ejemplo, Arthur Schlesinger (The New York Times, 6 de febrero de 1966) describe el bombardeo de Vietnam del Norte y la enorme escalada de la implicación militar estadounidense a comienzos de 1965 como medidas basadas en un «argumento perfectamente racional»: «Mientras el Vietcong pensara que tenía opciones de ganar la guerra, era evidente que no le iba a interesar llegar a ningún acuerdo negociado».
La fecha es importante. Si esas declaraciones se hubieran hecho seis meses antes, podrían atribuirse a la ignorancia. Pero lo cierto es que se publicaron después de que diversas iniciativas de la ONU, de los norvietnamitas y de los soviéticos hubieran ido apareciendo durante meses en las portadas de los diarios. Era ya públicamente conocido que esas iniciativas habían precedido a la escalada de febrero de 1965 y, de hecho, aún siguieron produciéndose durante varias semanas tras el inicio de los bombardeos. Diversos corresponsales en Washington trataban desesperadamente de hallar una explicación al alarmante engaño que se acababa de destapar. Chalmers Roberts, por ejemplo, escribió con inconsciente ironía en The Boston Globe el 19 de noviembre que
[finales de febrero de 1965] difícilmente podía parecerle a Washington el momento más propicio para entrar en negociaciones [dado que] el señor Johnson […] acababa de ordenar el primer bombardeo de Vietnam del Norte en un intento de llevar a Hanói a una mesa de diálogo en la que las bazas negociadoras estuvieran más niveladas.
Por el momento en que se produjeron, las declaraciones de Schlesinger no son tanto un caso de engaño como de menosprecio: menosprecio hacia un público del que se espera que guarde silencio ante esa forma de actuar, o incluso que la apruebe.2
Hablemos de alguien más próximo a la auténtica formación e implementación de las políticas concretas: consideremos algunas de las reflexiones de Walt Rostow, un hombre que, según Schlesinger, aportó una «espaciosa perspectiva histórica» a la política exterior practicada durante la administración Kennedy.3 Según su análisis, la guerra de guerrillas que comenzó en Indochina en 1946 fue lanzada por Stalin,4 y Hanói inició la guerra de guerrillas en 1958 contra Vietnam del Sur (View from the Seventh Floor [Estrategia para un mundo libre], pp. 39 y 152). Según él, también fueron los planificadores comunistas quienes sondearon los límites del «espectro defensivo del mundo libre» en el norte del Azerbaiyán iraní y en Grecia (donde Stalin «prestó apoyo a una guerra de guerrillas» de bastante consideración, ibidem, pp. 36 y 148), siguiendo planes concienzudamente diseñados en 1945. Y en la Europa Central, la Unión Soviética no estaba «preparada para aceptar una solución que pusiera fin a las peligrosas tensiones en Centroeuropa a riesgo de una corrosión por fases –por lenta que ésta fuera– del comunismo en la Alemania Oriental» (ibidem, p. 156).
Es interesante comparar estas apreciaciones con los estudios de aquellos analistas que realmente se interesan por los hechos históricos. El comentario sobre Stalin como iniciador de la primera guerra vietnamita en 1946 no es siquiera merecedor de refutación. Y en cuanto a la presunta iniciativa tomada por Hanói en 1958, sí se puede decir que la situación no está tan clara. Pero incluso las fuentes gubernamentales5 admiten que, en 1959, Hanói recibió los primeros informes de aquello a lo que Diêm6 se refería como su propia guerra de Argelia particular,* y que sólo después de eso, hicieron sus propios planes para entrar en la contienda. De hecho, en diciembre de 1958, Hanói puso en marcha otro de sus múltiples intentos –despreciados una vez más por Saigón y por Estados Unidos– de establecer relaciones diplomáticas y comerciales con el Gobierno survietnamita tomando como base el statu quo de aquel entonces.7 Rostow no aporta prueba alguna del apoyo de Stalin a la guerrilla griega; en realidad, aunque el registro histórico no está nada claro, parece ser que Stalin no estaba ni mucho menos complacido con el aventurismo de los guerrilleros helenos, que, desde su punto de vista, estaban alterando el satisfactorio acuerdo imperialista para la posguerra.8
Más interesantes aún son los comentarios de Rostow sobre Alemania. No le parece oportuno mencionar, por ejemplo, las notas rusas de marzo-abril de 1952, que proponían la unificación germana a partir de la celebración de unas elecciones bajo supervisión internacional, con retirada de todas las tropas en un máximo de un año, siempre que se diera alguna garantía de que no se autorizaría el ingreso de la Alemania reunificada en una alianza militar occidental.9 Y también olvida momentáneamente la caracterización que él mismo hizo de la estrategia de las administraciones Truman y Eisenhower: «Evitar toda negociación seria con la Unión Soviética hasta que Occidente pueda hacer frente a Moscú con un rearme alemán dentro de un marco europeo organizado como hecho consumado»,10 algo que, no hace falta decirlo, contravenía los acuerdos de Potsdam.
Pero lo más interesante es la alusión de...

Índice

  1. ÍNDICE
  2. PREFACIO
  3. PRIMER PARTE: LA RESPONSABILIDAD DE LOS INTELECTUALES
  4. SEGUNDA PARTE: LA RESPONSABILIDAD DE LOS INTELECTUALES, OTRA VEZ: USAR LAS POSICIONES DE PRIVILEGIO PARA DESAFIAR AL ESTADO
  5. NOTAS