Declaración de las canciones oscuras
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Declaración de las canciones oscuras

Luis Felipe Fabre

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Declaración de las canciones oscuras

Luis Felipe Fabre

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Agosto de 1592. Un alguacil y dos ayudantes llegan al monasterio de Úbeda para exhumar los restos mortales de Juan de Yepes –el célebre místico y poeta español que pasará a la posteridad como San Juan de la Cruz– y llevarlos a Segovia, donde recibirán sepultura definitiva. En el momento de retirar la losa que protege los despojos del finado, descubren el cadáver incorrupto del carmelita, del que emana un olor indescriptible, que para algunos es el «perfume de la santidad», «el fantasma de una flor»: en todo caso, un milagro que inflamará la devoción y el afán por conseguir reliquias del fraile y que marcará el inicio del sinuoso y onírico periplo de nuestros protagonistas, lleno de aventuras y extravíos, por la noche oscura del alma y de la meseta española, camino en el que, jornada a jornada, el cuerpo del religioso irá menguando paulatinamente, esquilmado, desmembrado por la veneración de los fieles con los que se cruzan, invadidos por un extraño y voluptuoso furor, tan parecido a la lujuria de la carne.Declaración de las canciones oscuras es una novela llena de sensualidad y picaresca, un bellísimo texto que, a la par que homenajea la poesía de San Juan de la Cruz, propone una serie de reflexiones atemporales sobre el cuerpo y el alma, sobre lo sagrado y lo profano, sobre el éxtasis espiritual y carnal.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2021
ISBN
9788418342356
DECLARACIÓN DE LAS
CANCIONES OSCURAS
I. En el que comienza la declaración de las canciones de la «Noche» de fray Juan de la Cruz partiendo del primer verso de la primera canción que muy callada canta «En una noche oscura» y, aunque muy callada, perturba su eco, o la torpeza de su declaración, otra y distinta noche y el silencio de la noche o el sueño de su silencio.
En una noche oscura, a fines del mes de agosto –o quizá era ya septiembre– del año de gracia de 1592, a la hora más secreta, tal y como le había sido encomendado por el Oidor Real don Luis de Mercado, sin más compañía que la de sus ayudantes, de los que no ha quedado apenas registro ni memoria salvo que eran dos, pero que bien podrían haberse llamado Ferrán y Diego, y nada tampoco perdura que lo rebata, Juan de Medina Zevallos o Ceballos o Zavallos, según la fuente que se consulte, e incluso, en algunos documentos, Francisco de Medina Zeballos, Alguacil de Corte, llamó a la puerta del convento de los carmelitas descalzos de Úbeda.
Dormía el prior. Los hermanos dormían. Dormían los frailes todos entregados a las profundas tinieblas de un sueño sin imágenes. Podría pensarse de aquel sueño que no era sino la continuación de las pobrezas, renuncias y austeridades de la vigilia tan propias del Carmelo Reformado, aunque muy errado anduviera quien aquello afirmase. Antes bien, dormían como si durante el día hubiesen apostado por el alma pero a la noche hubiera triunfado el cuerpo. Pues dormido estaba cada uno completo en la soledad de su carne como sólo puede estarlo aquello que carece de espíritu. Y roncaban. Horriblemente. Incluso aquellos frailes que suelen hallar sus particulares contentos en la mortificación, sus deleites en las privaciones del natural, habían a su natural sucumbido como si todas sus disciplinas, cilicios, desvelos, rigores hubiesen sido aspirados por la carne en un hondo bostezo e incluso ellos mismos: domadores devorados por sus fieras. Incluso ellos, olvidados ya todo cuidado y voluntad, plácidamente roncaban. Desde su solitaria carne, desde su celda solitaria, cada uno roncaba y se unía a sus hermanos en un coro de ronquidos. Pero en ese minuto oscuro hasta los ronquidos habían cesado, quedando suspensos en lo más secreto de la noche. Y, callando, el coro de durmientes se unía al silencioso coro de sus hermanos difuntos que descansaban bajo las losas de la iglesia. El portero, que debería estar velando, habíase quedado también dormido aún con el rosario en la mano, que, según la altura de las cuentas entre sus dedos, no bien había rezado los misterios dolorosos cuando al cansancio aliose la monotonía de los padrenuestros. Cuando al fin los cada vez más insistentes, que no estruendosos, llamados del alguacil, que reconciliar intentaba en un mismo acto la orden de llegarse en secreto y la necesidad de hacerse oír para llegar, lo despertaron, más que un despertar fue un alzarse de entre los muertos en un sobresalto que no reconoce hora ni lugar ni razón, que ni el mismo Lázaro habrá sufrido mayor desconcierto que el suyo. Pero a eso había venido el alguacil: a importunar a los muertos. O tal es lo que pudo colegir el prior, fray Francisco Crisóstomo, luego de que el recién resucitado portero lo despertara y aún ciego, con los párpados pegados de sueño y lagañas, se dejase guiar a través del claustro hasta el salón donde lo esperaba todo papeles y bulas y cartas y sellos su insomne e imprevisto visitante. Qué de voces, qué mandatos, qué exigencias. Qué amenazas, qué excomuniones en caso de desacato. Qué de nombres de príncipes y grandes señoras y condes insignes y altos prelados esgrimía el alguacil entre los cuales el prior apenas alcanzó a reconocer el del muy humilde y muy venerable y muy problemático y muy sospechoso y muy fastidioso y muy fatigoso fray Juan de la Cruz.
II. En el que se prosigue en la misma noche con el dicho primer verso para declarar luego por boca de un fraile indiscreto el segundo verso que canta «con ansias, en amores inflamada» aunque harto oscurecidos sus fuegos por apetitos de extraña naturaleza al tiempo que Diego se cuestiona en secreto si no hubiese sido mejor haberse quedado en casa ajeno a tales tinieblas y tales desmesuras.
–Así es que hasta a las más nobles narices de Madrid ha llegado la suave fragancia de nuestro hermano fray Juan despertando los apetitos de los ricos y los poderosos –dijo el portero asomándose de pronto por la ventanilla del portón.
–No sabemos a qué os referís, hermano –respondió Ferrán, que junto con Diego aguardaba afuera las órdenes del alguacil, intentando darle cara a la indiscreción y la sorpresa.
–Que os han enviado de Madrid a despojar a Úbeda de su santo y a nosotros, pobres frailes, del cuerpo de nuestro hermano.
–No nos es permitido hablar –esquivó Ferrán vistiendo de obediencia la insolencia de sus veinte años.
–Pues cosa muy distinta me ha parecido escuchándoos desde este otro lado del portón –insistió el portero.
–¡Ya ves! –aprovechó Ferrán para reclamar a Diego–. ¡Te dije que te callaras!
–¡Yo no dije nada! –se excusó Diego enrojeciendo.
–No os mortifiquéis –dijo el portero–, que en esta materia de más provecho me ha sido escuchar a vuestro señor hablando con el prior.
–¿Será que todas las porterías son universidades de espías? –preguntó Ferrán retórico como el estudiante de Salamanca que le habría gustado ser–. Pues no conozco un portero que no sea un bachiller en cotilleo cuando no un gran doctor en lengua.
–El oído no elige su objeto –repuso el portero–. Y el olfato tampoco. Y debo deciros que a mí me huele que no será esta noche cuando crucéis este portal y os hagáis al camino con el cuerpo del fraile a cuestas.
–Hablad claro, hermano.
–Yo sólo soy el humilde hermano portero y poco o nada sé de teología o letras. Mas decís bien cuando decís que las porterías son escuelas pues en abriendo y cerrando esta puerta harto aprendo. Sé quién entra y quién sale. Sé cuándo y con quién y con qué y para qué. Letrado soy de cuanto sucede adentro y afuera y aquí y allá, pues el aquí y el allá y el adentro y el afuera por esta puerta transan, comercian, se intercambian, se entremezclan, se trastocan y transitan. Y sé también que fray Juan de la Cruz no atravesará sus umbrales esta noche. No sólo los ricos y poderosos de este oscuro mundo ambicionan arrebatarles su prodigioso trozo de carne a los pobres devotos de Úbeda. Hay fuerzas sobrenaturales en aquesta querella. Fuerzas luminosas y fuerzas oscuras que los que os han enviado ignoran, y vosotros mismos, y aun las gentes de Úbeda. Hay ángeles y demonios disputándose sus huesos como si de un alma se tratara. Mas si en alguna otra noche os hacéis con el cuerpo del fraile, sea a quien sea que sirvan las gentes de Úbeda, pues, miserables e ignorantes, al igual que vosotros ni ellos mismos conocen a su amo, ni si es al látigo del espíritu o al de la carne al que obedecen, no os permitirán marcharos llevándoos la presa y, ciegos de rabia, mas de rabia aguzado el olfato, como perros feroces seguirán vuestro rastro y os perseguirán sin tregua por el camino y la noche.
–Hemos tomado todas las providencias que son menester –dijo Diego creciéndose desde sus diecis...

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