
- 328 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
En carne viva
Descripción del libro
El Wu-Tang Clan es uno de los grupos de hip-hop más importantes de todos los tiempos, y su impacto ha trascendido el ámbito meramente musical, sin embargo, ningún miembro del grupo había contado su historia hasta la aparición de En carne viva. Mi viaje con el Wu-Tang Clan, escrito por Lamont «U-God» Hawkins, quien aprendió a sobrevivir en los años setenta y ochenta en las calles de los distritos más desamparados de la ciudad de Nueva York, donde la violencia era omnipresente y el futuro para un niño negro como él se cifraba, casi sin remedio, en clave de crack, armas y tragedia.
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Información
Categoría
Música1. TODO COMENZÓ EN LA ISLA
Cuando uno crece siendo tan fuerte, duro, salvaje y chalado como es el caso de los miembros del Wu-Tang, la muerte siempre formará parte de su vida.
Recuerdo la primera vez que vi morir a alguien. Yo tendría cuatro o cinco años. Mi madre y yo estábamos solos en el apartamento. «Lovin’ You», de Minnie Riperton, sonaba en una radio desde la calle. Parecía que, cada vez que pasaba alguna mierda, había algo de música para acompañarla.
Y en los edificios de viviendas sociales de Park Hill pasaban cosas constantemente. Recuerdo un alboroto al otro lado de mi ventana –yo apenas llegaba hasta el alféizar para mirar hacia la calle–. Se estaba formando una multitud y ésta provocaba el escándalo que llevó a que mi madre y yo saliéramos a ver lo que pasaba. Cuando llegamos la muchedumbre era mayor, así que ella me aupó sobre sus hombros. Paseé la mirada por el patio y calle arriba. Todos mis vecinos, y también la mitad de los del número 260 de Park Hill Terrace, estaban ahí fuera.
La policía, los bomberos y una ambulancia no tardaron en llegar. Una mujer se había subido al tejado del edificio de al lado –Park Hill 280– y amenazaba con saltar. Era bastante joven, hablaba sola y no paraba de gritarle a todo el mundo mientras los agentes intentaban convencerla para que se bajara de la cornisa.
Recuerdo que la estuve mirando hasta que me entró tortícolis. No entendía lo que pasaba ni lo que estaba a punto de suceder. Al principio parecía que todo iba a salir bien. No daba la impresión de que quisiera suicidarse de verdad, pero había algo que le impedía abandonar aquella cornisa. Aún hoy veo su rostro atormentado, retorcido por la desesperación, los ojos como platos, observando la multitud que había siete pisos por debajo.
Entonces, sin pronunciar palabra o advertencia alguna que indicara que se había cansado de ofrecer aquel espectáculo, la mujer saltó; o resbaló y se cayó, nunca lo supe.
Agitó los brazos durante un instante y, a continuación, cayó a tanta velocidad que prácticamente la perdí de vista. Se golpeó primero contra la valla y aterrizó sobre la escalera de la entrada lateral del edificio. Todo se llenó de sangre, la gente gritó y los policías y paramédicos se acercaron corriendo a aquel cuerpo ensangrentado que estaba a punto de convertirse en cadáver. Todos los presentes, mi madre y yo incluidos, nos quedamos ahí parados, conmocionados e incrédulos, observando el cuerpo mientras lo preparaban para llevárselo en camilla.
Yo era un crío y ya había visto la muerte de cerca. El sonido que hizo aquella mujer al golpear contra los escalones de cemento resonará para siempre en mi interior. En ese momento no entendí lo que podía llevar a una persona a acabar con su propia vida. A los cinco años no siempre reconoces lo que ves, pero siempre he sentido que ése fue el momento que me llevó a ser consciente de mí mismo, que me hizo pensar por primera vez en la vida y en la muerte. Yo era terriblemente joven, pero me impactó.
Provengo de una estirpe de niños de vivienda social. Parece que la gente pobre siempre comienza desde abajo del todo. O logras salir de las viviendas sociales o te quedas allí, a veces durante varias generaciones. Aún conozco a gente que se ha pasado toda la vida en ellas. Que nunca ha progresado, que nunca ha ido a ningún otro lugar, que nunca ha explorado el mundo que hay más allá del barrio. Supongo que se sienten satisfechos con ese tipo de vida, pero desde muy pronto yo supe que no era para mí.
Sólo abandonan el gueto aquellos que son puros de corazón. Para mí, eso significa que, cuando de veras crees en lo que eres o en quién eres, te mantienes centrado en ti mismo y no le haces daño a nadie intentando salir. No te metes en confabulaciones, no intentas ganar terreno con zafiedades y no apuñalas a nadie por la espalda para escapar.
Sales de allí con determinación, con fuerza de voluntad y perseverando en la búsqueda de aquello en lo que crees. Si consideras que de verdad puedes convertirte en un médico, y estudias para ello, eso es pureza de corazón.
Bien, yo me convertí en compositor por más que en mi mundo hubiera drogas y ese tipo de cosas; a pesar de los muertos. Y es posible que vendiera veneno y tal, pero, más allá de todo el drama, seguía siendo puro de corazón. Nunca vendí nada a mujeres que estuvieran embarazadas. Ayudaba a las ancianas a bajar las escaleras. Me las arreglé para mantener una moral personal en un escenario perverso. Aunque hacía cosas que estaban mal para sobrevivir, siempre hubo líneas que me negué a cruzar.
Conozco gente que pasó por ese mismo tipo de mierda, que fueron ladrones o asesinos, y que le dieron la vuelta a su vida, consiguieron un trabajo, formaron una familia y se centraron. Bueno tío, porque hayas matado a alguien quizá pienses que estás acabado, que estás jodido de por vida. Pero no necesariamente es así. Incluso cuando una persona le hace daño a alguien de manera accidental, o ha hecho algo malo, siempre puede corregir sus acciones si escoge actuar desde la pureza de su corazón. En otras palabras, uno escoge el camino correcto. Uno escoge la virtud sobre la negatividad.
Eso es lo que hice yo.
Mi madre es de Brownsville, en Brooklyn. Se crio en Howard Houses, el mismo edificio de viviendas sociales donde vivía la madre de Raekwon, en el número 1543 de la avenida East New York.
Los edificios de viviendas sociales de Brownsville eran los más salvajes de todos, punto. Preguntadle a cualquier persona de Nueva York qué parte de Brooklyn es la más dura y os dirá que Brownsville.
Podías pasearte por delante de algunos de aquellos bloques. Por delante de otros, no. En sus peores momentos no podías pasear por ninguna parte de Brownsville. Tampoco podías ir a Fort Greene o a Pink Houses. Allí, la tensión y la violencia siempre estaban en el aire. Tenías la garantía de que habría peleas con algunos cortes y puñaladas para ponerle la guinda al pastel, e incluso en aquella época podía haber un tiroteo o dos. Al final de la gresca, lo más probable es que alguien acabara muerto. Es por eso que hoy en día no me gusta regresar a esos lugares: siento como si los espíritus de mis viejos camaradas me llamaran. Sus fantasmas siguen rondando por los edificios en los que trapicheaban y en los que fueron asesinados.
Cuando yo era pequeño siempre había alguien intentando robarte las zapatillas, el abrigo, cualquier cosa a la que pudieran echarle la mano encima. Te robaban las putas zapatillas mientras las llevabas puestas. Por aquel entonces, si te ponías cadenas de oro y ese tipo de cosas, más te valía saber disparar o pelear. Y la policía no hacía una mierda para prevenir el crimen o para investigarlo después de que sucediera. Simplemente no les importaba.
Pero, cuando sí se involucraban, muchas veces acababa siendo peor para nosotros. A principios de los años setenta, la ley no sentía el menor aprecio por la vida. Mi abuela me contó en más de una ocasión que los policías de la comisaría 73 de Brownsville se dedicaban a matar a gente del barrio. Ella y muchos de sus amigos y familiares aseguraban que los escoltaban al interior de la comisaría, esposados y ensangrentados, y que no se volvía a saber de ellos. Supongo que los policías los emparedaban, literalmente. Así de traicioneras eran las cosas en Brownsville.
El mero hecho de entrar y salir del vecindario ya suponía una aventura. A mi madre le robaron la cartera cuatro o cinco veces en mi presencia. En varias ocasiones tuvo que llamar a la policía para que nos escoltaran entre la estación de tren y el edificio de mi abuela porque había un grupo de chavales esperando en la esquina para arrebatarle los pocos dólares que llevaba.
Cada edificio o calle tenía al menos una banda o pandilla. No podías ir de un bloque de pisos al siguiente si no conocías a la gente correcta. Los macarras de la escalera de entrada venían directamente a ti y te soltaban a la cara:
–¿A quién has venido a ver? ¿Qué te hace pensar que puedes pasearte por delante de mi edificio si no te conozco?
Los miembros de la banda local, vestidos con chándales de marca Kangol, Puma o Adidas, siempre rondaban por la parada de autobús que había cerca del restaurante chino de la avenida Pitkin. En aquel momento, la avenida Pitkin era la zona comercial de Brownsville. Estaba llena de tiendas de ropa, había una casa de apuestas hípicas y tipos que trapicheaban por las esquinas. También había un matadero donde sacrificaban gallinas. Mi abuela solía llevarme. Había gallinas encerradas en jaulas y ella se llevaba pollo fresco recién cortado por el matarife.
Siempre recelamos de aquellos tipos, igual que recelábamos cada vez que teníamos que ir a algún punto del barrio. Recuerdo que una vez me los encontré por ahí, divirtiéndose, y vi a un tipo subido a una bicicleta de carreras que se dirigía hacia ellos. Uno de los pandilleros salió de la nada y le arreó en la cabeza con una tubería, recogió la bicicleta y fue a sentarse al banco. Nosotros seguimos caminando como si no lo hubiéramos visto. Nadie reaccionó ni hizo nada, y eso que el tipo al que habían golpeado se quedó tirado en la calle, sangrando entre contorsiones.
Mi recuerdo más delirante de Brownsville, no obstante, tiene que ver con Mike Tyson, que procedía de ahí. Esto sucedió en los años setenta, antes de que fuera campeón del mundo o hubiera comenzado a boxear siquiera. Yo tendría unos ocho años e iba caminando por la avenida Pitkin de la mano de mi madre. Cuando pasábamos por delante de la casa de apuestas hípicas, un tipo se nos acercó y le arrancó a mi madre los pendientes de las orejas. La dejó ahí, con los lóbulos sangrando, y se largó.
Yo era demasiado pequeño para recordar exactamente su aspecto en aquel momento, pero años después, cuando Tyson comenzó a hacerse famoso, mi madre lo vio por televisión y juró:
–¡Ése es el tipo que me arrancó los pendientes!
Parece una locura, y desde luego que no tengo ninguna prueba, pero eso no me impidió fantasear de pequeño con la posibilidad de que un montón de vecinos de Brooklyn y quizá algunos de Manhattan pudieran decir lo mismo acerca del campeón mundial.
Ignoro la identidad de mi padre y su procedencia. Ojalá pudiera averiguar más cosas sobre él. El motivo principal por el que no sé mucho de él se debe a las circunstancias en las que fui concebido.
Es probable que a mi madre no le guste que saque este tema, porque odia que hable de ello, pero yo fui el resultado de una violación. Fui un «rape baby». Ella me contó que mi padre le hizo creer que era fotógrafo, y que quería que posara para él. Le dijo que la suya era una belleza natural y toda esa mierda. La atrajo hasta algún lugar donde se aprovechó de ella. Mi madre nunca presentó cargos y ni siquiera lo denunció.
La única persona que podría haberme hablado más de él fue Carol, una amiga de mi madre. Cuando vivía en Brooklyn, Carol era bastante atractiva. Le gustaba salir de fiesta y solía quedar con mi padre y con los tipos de su grupo de amigos. Tomaba drogas y acabó contrayendo el VIH. Sufrió un aneurisma cerebral y actualmente se encuentra en una institución psiquiátrica de Brooklyn. Ya no recuerda una mierda. No hace falta que os diga que no me ha sido de demasiada ayuda a la hora de averiguar cosas sobre mi padre.
Recuerdo que, cuando tenía diez años o así, solía preguntar cosas sobre mi padre, pero mamá no me contaba nada. No me habló de él hasta que no fui un adulto. Yo había seguido preguntando de manera intermitente a lo largo de los años. Mi padre era la pieza que le faltaba al puzle de mi vida.
–¿Quién fue mi papá, Ma? ¿Quién es mi papá?
–¡Tu padre es Dios! –me contestaba ella siempre.
Finalmente, cuando cumplí los veintiuno, me dio algunos detalles. También me explicó por qué me había tenido. Me contó que, una noche, Dios se le apareció en sueños y le dijo que no abortara, que aquel niño sería algún día un gran hombre, así que me tuvo. Ese sueño consolidó su espiritualidad, su conexión con Dios. Mi madre es realmente espiritual, quiero decir superespiritual, así que siempre está comentando lo divertido que es que mi nombre haya acabado siendo U-God.1
–Y mira en lo que te has convertido –me dijo una vez, como confirmando que el sueño estaba en lo cierto.
Ella siempre hacía hincapié en el hecho de que no se arrepentía de haberme tenido, ni siquiera durante las épocas difíciles que tuvimos que superar. Tal y como yo lo veo, tienes que ser una persona muy compasiva para querer a un niño concebido de la manera en que yo lo fui.
Cuando me lo contó, me quedé conmocionado. La mayoría de las personas, aunque hayan nacido por accidente, suelen ser el resultado de un acto de amor, y descubrir que vine al mundo de esa manera realmente me golpeó. Toda la situación me parecía un accidente fruto del azar –después de todo, en aquel momento mi madre no estaba intentando quedarse embarazada, y mucho menos de un fotógrafo/violador de dudosa reputación–. Pero tuve que aceptar que había nacido de ese modo y que aquello no iba a impedir que alcanzara la grandeza.
No os equivoquéis: soy producto de mis dos progenitores. Tengo una parte que procede de mi madre, como su buen corazón, pero también tengo el espíritu chanchullero de mi padre. De mi lado paterno debo de haber heredado –porque mi madre no lo tiene– mi empuje emocional. Nadie más en mi familia lo tiene, así que debe de provenir de mi padre.
Hasta la fecha sigo sin saber dónde está mi padre. Aunque deseara dar con él, no tengo le menor idea de por dónde debería comenzar a buscar. Esos detalles que mi madre me contó cuando me hice mayor son todo lo que sé. Quiero descubrir quién es, qué más tenemos en común. Aunque engañara a mi madre, yo sigo siendo su hijo. ¿Qué rasgos heredé de él? ¿Qué costumbres? ¿Qué trastornos? Son un montón de preguntas cuyas respuestas jamás llegaré a conocer.
Durante los primeros doce años de mi vida, mi mamá y yo estuvimos solos. Siempre estábamos cerca el uno del otro. Me crio desde el niño que fui hasta el hombre respetable que soy ahora, y lo hizo ella sola durante la época de Ed Koch, uno de los períodos más salvajes que Nueva York haya conocido nunca.
Las décadas de los setenta, ochenta y n...
Índice
- PORTADA
- CRÉDITOS
- PRÓLOGO
- 1. TODO COMENZÓ EN LA ISLA
- 2. UNA INFANCIA EN EL LADO DEL CRIMEN
- 3. ¡HAY PELEEEA!
- 4. LA NACIÓN DEL 5 %
- 5. EL HIP-HOP FUE NUESTRO MODO DE VIDA
- 6. CUANDO EL CRACK GOLPEÓ LA COLINA
- 7. ES TUYO
- 8. LA PASTA LO UNTA TODO A MI ALREDEDOR
- 9. EL WU-TANG ENTRA EN ESCENA
- 10. TURBULENCIAS
- 11. EN EL TRULLO
- 12. EN DIRECCIÓN NORTE
- 13. CUANDO VUELVES A CASA
- 14. UN TIGRE DIENTES DE SABLE EN LA CABINA
- 15. LA NOCHE EN QUE LA TIERRA LLORÓ
- 16. REDENCIÓN
- 17. LA VIDA EN LA CARRETERA
- 18. GRIETAS EN LOS CIMIENTOS
- 19. EL LEGADO
- AGRADECIMIENTOS
- NOTAS