Cuando la vida te da un martillo
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Cuando la vida te da un martillo

  1. 360 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Cuando la vida te da un martillo

Descripción del libro

Cuando la vida te da un martillo es una primera novela de gran alcance, que ilumina a una generación de jóvenes adultos para quienes pareciera que la vida en sociedad cada vez ofrece menor cabida. Con una escritura de un lirismo suave, preciso, las vidas de los protagonistas de esta novela transcurren entre anhelos frustrados y ambiciones no realizadas, como si Londres fuera un gran teatro –por momentos tan terrible como hermoso– que cobra vida gracias a la mirada aguda de Kate Tempest, para fungir como escenario donde se desarrolla la tragicomedia humana, siempre renovada por las vertiginosas transformaciones, y también siempre igual a las primeras historias sobre su discurrir.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788416677733
Categoría
Literatura

SEGUNDA PARTE

CÁLIDA NOCHE, FRÍA NAVE ESPACIAL

Harry sujeta un fajo de dinero. Se dispone a contarlo por cuarta vez. Los calcetines le quedan demasiado grandes, flojos por los tobillos. Eso le repatea pero no le ha dado tiempo a poner una lavadora y siempre usa primero los mejores que tiene. Lleva los labios pintados de rojo brillante. A veces, cuando cuenta el dinero, le gusta ponerse barra de labios y engominarse el pelo hacia atrás como un torero.
Leon baja las escaleras y entra en el salón. Sus pisadas son suaves, pero Harry las oye de la misma manera que uno oye el roce de sus propias piernas al moverse. Su intuición lo localiza dentro de la casa. Leon se planta en la puerta de la cocina.
–¿Todo bien? –le pregunta Harry, sin apartar los ojos del dinero.
–Todo bien –responde, se acerca a la nevera, la abre y se inclina para echar un vistazo dentro.
–¿Una cerveza? –pregunta.
–Venga –dice mientras cuenta.
Leon saca una, la abre y se la pasa. Saca otra para él y se sienta a la mesa, enfrente de Harry.
–¿Cuánto tenemos? –pregunta sin apartar la vista de la botella.
–Seiscientas setenta mil libras –Harry resopla a través de sus labios apretados–. Entre esto y lo que tenemos apartado. En unos siete u ocho meses ya nos ponemos ahí, si no antes.
Leon pega un pisotón contra el suelo de linóleo.
–¡Joder! –dice, y hace que la palabra dure un rato largo.
Leon se había criado en el edificio de apartamentos que quedaba junto al área comercial al comienzo de la calle donde vivía Harry. De niños los dos eran inseparables. Jugaban a las peleas y al fútbol y tramaban planes para ganar millones: iban a comprarse un submarino en el que vivirían, y del que tiraría una flota de tiburones que acudiría a la llamada de su silbido como si fuesen perros.
Leon era un niño tranquilo de cara bonita. De madre inglesa y padre indígena venezolano, poseía una fuerza que iba creciendo constantemente bajo su piel. Con diez años se pasaba las tardes leyendo sobre revoluciones y guerras civiles. Se metía bajo las sábanas con libros de la biblioteca y leía a la luz de una linterna. Algunas noches, hasta la hora del desayuno. La Historia le fascinaba, quizá porque no sabía nada de la suya.
No llegó a conocer a su padre, nunca vio una foto de él, nunca oyó su nombre. No conocía ni un retazo de su vida, pero cuanto mayor se iba haciendo, más se asemejaba a él y más se atenuaba el parecido con su madre.
Sus padres se habían conocido en una época muy distinta. El padre de Leon, Alfredo, había viajado hasta Inglaterra con dieciocho años, de la mano del célebre activista ecológico y periodista británico James Peake, que había convivido en la región amazónica del Orinoco con la etnia de Alfredo, los wotjuja, durante tres años, aprendiendo sus costumbres y documentando su lucha.
James era un inglés cargado de buenas intenciones pero rematadamente inconsciente, con una enorme fortuna heredada y complejo de héroe. Su interés antropológico era sincero, pero su reverencia hacia los pueblos indígenas rayaba en lo malsano. En el fondo, estaba ansioso por ayudar, pero tendía a ser paternalista e idealizar a la tribu. Encontró en Alfredo una oportunidad para «marcar la diferencia» y la atrapó con todas sus fuerzas.
A Alfredo se le endureció el espíritu tras años de ser testigo de la destrucción de todo aquello que tenía por sagrado. Eran los últimos días, los que cantaban los sacerdotes y poetas. Sentía que la selva se encogía y gritaba. Sus tíos le habían contado la historia del día en que los hombres de la gran empresa estadounidense habían llegado con sus contratos, sonriendo a los ancianos mientras les entregaban sacos de azúcar y arroz blanco y barriles de gasolina a cambio de una equis sobre un trozo de papel. Y de cómo luego, al cabo de unas semanas, llegaron con su camiones y sus máquinas y abrieron las minas. Vio a los suyos caer enfermos de males que los chamanes eran incapaces de sanar empleando las hojas con las que siempre habían curado a su pueblo. Había visto a los mineros desgarrar la tierra, arrancar las raíces de los árboles y matar a los dioses que habitaban en su interior y que protegían la selva. Los había visto rasgar los cielos e incendiar las nubes. Había visto el cáncer descender de las gigantescas nubes de humo negro que día y noche brotaban de la mina a raudales. Y había visto nacer a niños con ronchas rojas en la cara, ronchas que lloraban y sangraban y que significaban que el niño iba a morir.
Alfredo era joven y, como le sucede a muchos jóvenes de todas las partes del mundo, contemplaba la injusticia y le provocaba dolor. Su furia se desbocaba y se revolvía en su interior como un animal. Aún no tenía edad para decirse que no había nada que hacer.
En un esfuerzo por proteger su hogar y a su gente de la destrucción total, Alfredo, instruido por James Peake, había aprendido inglés. Se le daba bien y se puso a leer hasta que James se quedó sin libros que proporcionarle. Bajo la diligente tutela de James, solicitó plaza en la Universidad de Oxford. Iba a emprender esta lucha de la única manera que consideraba eficaz: con las armas del enemigo.
Hablaría el lenguaje de su opresor, aprendería sus leyes y comprendería su lógica deleznable. Después, pensaba, estaría mejor pertrechado para explicarles que estaban asesinando a su pueblo y que éste no podría sobrevivir mucho más. Estaba convencido de que una vez que supiesen lo que estaba pasando, cuando entendieran el coste de la destrucción, no habría forma de que el responsable de todo lo que le sucedía a su gente, fuese quien fuese, eligiese el dinero por encima de la vida humana. No si le hacía ver que esa elección era sencilla y no admitía otra solución.
La madre de Leon, Jackie, se había fugado de casa cuando tenía quince años para ir en busca de un tío suyo al que nunca había conocido, pero del que había oído contar historias toda su vida. Alistair McAlister era el mellizo de su madre. Era un famoso jockey con una casa enorme que estaba casado con una estrella del pop. Vivía en Londres, donde todo el mundo era guapo y rico. El alma en pena que Jackie tenía por padre había perdido el trabajo y con él la dignidad. Vivía en un pueblo costero cerca de Middlesbrough. Allí no había nada para ella. Sólo el mar, los pubs y su padre buscando empleo. Su madre, enganchada a las drogas, se había ido apartando paulatinamente de sus vidas. Llevaba años sin pisar la casa. No hubo discusiones lacrimógenas, ni portazos. De repente, un día, se fue en silencio. Su adicción era un asunto gradual, triste y silencioso. A veces Jackie la veía sentada junto a otros drogadictos en la calle principal, con la piel plagada de arrugas y delgada como un hilo. No parecía que Jackie la echara de menos, pero su ausencia volvió distante a su padre. El silencio en la casa era más fuerte incluso que el olor a humedad.
Jackie se sentaba con su padre a ver la vida de los demás por la tele. Las actrices de las series tenían amoríos y vestían chaquetas de cuero. Los estudiantes tenían sueños y aventuras. Los jóvenes tenían amor y moda. Jackie era una adolescente solitaria y no sabía en qué creer. Una oscura tarde de invierno, un anuncio estalló en medio del salón. Su tío Alistair les sonreía desde un plató iluminado. Estaba promocionando un nuevo programa de entrevistas. Personalidades del mundo del deporte se partían de risa mientras le intentaban ganar llevando en la boca un huevo sobre una cuchara. Vestía un traje caro y zapatos brillantes. Los colores se desparramaban como olas sobre sus muebles de tonos apagados. Los dos, sentados en el sofá, se encontraron de pronto bañados en un brillo efervescente y multicolor. El padre de Jackie expresó su desagrado chasqueando la lengua, pero Jackie sabía que se había quedado sobrecogido.
La madre de Jackie siempre había odiado a su hermano y no se molestaba en disimularlo. Jackie sólo lo había visto un par de veces, cuando era demasiado pequeña como para tener un recuerdo nítido. Lo que tanto fastidiaba a su madre era que cuando se le metía algo entre ceja y ceja, no se le pasaba ni una sola vez por la cabeza la posibilidad de no lograrlo. Su empuje. No confiaba nada en él. Pero ahí estaba, en la tele. Jackie sintió cómo se le aceleraba el corazón. De lleno, sin medias tintas.
Las amistades de Jackie eran pasajeras, si puede hablarse de amistades. Nunca había tenido novios ni mejores amigas; ni tan siquiera amigos invisibles. Era la chica parada de ojos nerviosos. Olía mal y se metían con ella por eso. En casa no había cuarto de baño ni ropa limpia, y sus inquietos ojos de color gris tenían que conseguirse su propia comida. Pero un frío día de junio despertó con una sensación de calor en las sienes; quizá de fiebre, quizá de ira. Al llegar el mediodía, se encontraba ya corriendo sobre los adoquines húmedos de su pueblo para llegar a la estación. Vio un repentino resplandor en el cielo. En su interior sonó una sirena. Estaba segura de que el resplandor tenía forma de disco. Una luz blanca y brillante. Siempre había creído en los extraterrestres. Sabía que estaban ahí y que estaban de su parte. Volvió a mirar pero el cielo volvía a estar gris y vacío. Sabía que era la forma que tenían de decirle que hacía bien en echar a correr. Esto provocó que sobre su cara se extendiese una sonrisa culpable mientras pasaba a toda prisa por el torno de la estación. Pegada a la mujer que tenía delante, se coló sin billete.
Jackie llegó a Londres con lo puesto. Se había ocultado del revisor en los lavabos durante todo el viaje. Petrificada. Se bajó del tren, se internó en el amplio vestíbulo de la estación de St. Pancras y, de repente, le cayó encima todo el peso de su huida. Todos aquellos desconocidos, adultos, extraños y más altos que ella. Apresurándose para coger trenes que los llevarían a lugares que Jackie imaginaba llenos de amor y top models. Comenzó a reñirse a sí misma. Escuchó las vocales entrecortadas del acento de su padre dentro de su cabeza y se pellizcó los brazos como castigo. Intentó combatirlo, pero ya lo veía venir. Se echó a llorar.
Lily Peake, la esposa de James Peake, se dirigía a casa tras visitar la tumba de su madre. Ensimismada, atravesaba el vestíbulo de St. Pancras sintiendo a su madre con más contundencia de la que jamás había experimentado cuando vivía. En vida, su madre sólo le hacía sentir vergüenza. Un ser peculiar, que parecía tener tanta fijación por las debilidades ajenas que Lily apenas podía soportar sus visitas esporádicas, merendando pasteles de nata en un salón de té en Londres. Pero ahora que estaba muerta, Lily veía a su madre bajo una luz distinta: se dio cuenta de que no era la debilidad sino la sinceridad aquello a lo que otorgaba tanta imp...

Índice

  1. PORTADA
  2. ABANDONAR
  3. PRIMERA PARTE
  4. SEGUNDA PARTE
  5. AGRADECIMIENTOS
  6. NOTAS