El diccionario del mentiroso
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El diccionario del mentiroso

Eley Williams

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El diccionario del mentiroso

Eley Williams

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Londres, 1899. Peter Winceworth, lexicógrafo de profesión, anda enfrascado en pulir la definición de las palabras que comienzan por la letra S para el Diccionario Enciclopédico Swansby. Tarea peliaguda donde las haya teniendo en cuenta que desde niño, quién sabe por qué, tal vez por tedio o por llevar la contraria, Winceworth finge que cecea, y últimamente no puede reprimir el impulso, de cuando en cuando, de colar en el diccionario la definición más precisa posible de una palabra que acaba de inventarse. Aunque ahora que ha conocido a la bella e inaprensible Sophia, no parece que vaya a volver a aburrirse por un tiempo.Londres, en la actualidad. Mallory es la apocada becaria de Swansby, editorial a la que adjetivar de «venida a menos» es quedarse francamente corto. Las dos tareas que David Swansby le ha endilgado a Mallory en el desierto edificio en el que trabajan son: desenmascarar las «entradas ficticias» desperdigadas en el diccionario (pero ¿quién, cuándo, por qué están ahí esas palabras de mentira?) y contestar las llamadas telefónicas de un sujeto anónimo (pero ¿quién, cómo, por qué ese tipo desea que ardan todos en el infierno?). Por suerte para Mallory, tiene en su vida a Pip, que no piensa permitir que nada malo le ocurra.A medida que sus historias avanzan, entretejiéndose a más de un siglo de distancia, Winceworth y Mallory vivirán sendas historias de amor, se verán obligados a convivir consigo mismos y, en definitiva, habrán de negociar las curvas de ese camino casi siempre sin sentido, poco fiable, repleto de engaños y tan difícil de definir al que llamamos «vida». Divertidísima primera novela de una autora deslumbrante, El diccionario del mentiroso es una celebración del rigor, la fragilidad y el absurdo del lenguaje y, ante todo, del goce que nos proporcionan las palabras.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2021
ISBN
9788418342400
Categoría
Literatura
H DE HUMORADA (F.)
Winceworth se puso a pensar una vez más en la fiesta de la noche anterior y el motivo de su dolor de cabeza; su vida, en aquel momento, estaba marcada por el repiqueteo que notaba en la cabeza. Rastrear el origen de aquel dolor de cabeza particular implicaba seguir al Winceworth del día anterior mientras se abría paso entre una multitud vespertina que competía por un poco de espacio entre los sombreros y los hombros y los chales de la calle Long Acre. Durante todo ese tiempo, la palabra curribucción aparecía una y otra vez entre sus pensamientos. Se comió una castaña haciendo mucho ruido, como si de ese modo quisiera quitarse la palabra de la cabeza.
No quería a) llegar tarde ni b) ir, ya que ir implicaba celebrar el cumpleaños de Frasham.
Lo último que necesitaba ese hombre era que le hicieran más caso. Winceworth había pensado pasarse media hora, disculparse y marcharse sintiéndose sobrio e informado y considerado y bien por lo que había hecho. Quizá se fuera a casa a leer poesía, o filosofía, o empezara a estudiar historia del arte. Sin embargo, había sentido curiosidad por conocer el lugar de encuentro de la Sociedad de las 1 500 Millas. Según la invitación, sólo se podía ser miembro si se habían viajado las exigidas 1 500 millas desde Londres. Winceworth nunca había oído hablar de semejante club.
Cuando localizó el edificio, cercano a Drury Lane, y le preguntó al portero de severo semblante y pajarita cuál era el paradero de la sociedad, fue conducido por un pasillo hasta una sala bien iluminada y con las paredes recubiertas de madera de roble. El ambiente estaba muy animado por las conversaciones y el tintineo de los brazaletes contra las copas de champán.
La sala era grande, pero era difícil no distinguir a Frasham. Estaba rodeado por sus amigos de la universidad y sus colegas empleados de Swansby, y sentado en uno de los sillones de cuero de la Sociedad de las 1 500 Millas con un elegante traje gris y una flor en el ojal de un rosa encendido, jugando con una pitillera. Frasham había perdido completamente la corpulencia, derivada del consumo frecuente de pudin y cerdo hervido, que, en su juventud, debió de proporcionarle una considerable ventaja cuando se encontraba sobre un campo de rugby o durante su año de novato en la universidad. Siberia, evidentemente, le había sentado bien: lucía una combinación irritantemente atractiva de dureza y saber estar, con un elegante y novedoso bigote pelirrojo y el pelo negro engominado por encima de las orejas, muy pegado a la cabeza, semejante a un grueso regaliz enrollado.
Winceworth saludó a Frasham con un apretón de manos, obligándose a adoptar una actitud jovial. El apretón fue empalagoso y demasiado largo. Por algún motivo, pareció que la culpa de ello fue de Frasham.
–¡Winceworth!
–Frasham.
–¡Winceworth! Gracias, gracias. ¡Veintisiete años tan sólo! –ululó el anfitrión del cumpleaños espontáneamente. Todavía estaban estrechándose las manos. Winceworth fijó la mirada en sus muñecas, que ascendían y caían. Felicitó a Frasham por haber logrado que lo aceptaran como miembro de la sociedad.
–Ah, eso. –Frasham siguió bombeando con la mano y acercó la cabeza a la de Winceworth–. Yo creé el club al regresar. Hablé con mi tío…
Señaló, abriendo la palma de una mano, a un hombre que estaba sentado junto a la ventana y que tenía exactamente el mismo aire de carismática finura que su sobrino. Aquello resultó bastante deprimente para Winceworth, que había albergado la íntima esperanza de que el paso del tiempo acabaría, con sus rigores, corrigiendo a Frasham y forzándolo a cambiar de actitud.
Frasham continuó, acercándose demasiado:
–Mi tío y yo conseguimos hacernos con estas salas… No es un mal espacio para una velada, ¿no le parece?
Sólo Dios sabe a qué estarían destinadas esas salas antes de que Frasham y su tío se apropiaran de ellas para su ridícula sociedad. Había unas fantasmagóricas manchas amarillas de nicotina en el techo que hablaban de una colectividad masculina, con sus correspondientes halos mugrientos en los sillones. Había cartelas y estatuas negras de Hermes con carnosas nalgas ocupando diversas hornacinas. Frasham presumiblemente había añadido algunos accesorios de utilería para transmitir la extravagancia a la que aspiraba la sociedad: Winceworth, al entrar, estuvo a punto de tropezar con un paragüero que tenía forma de pata de elefante. También estaba bastante seguro de que la familia de Frasham debía de tener algún contacto en el jardín botánico que le había conseguido unos especímenes de su invernadero; diseminadas por la espaciosa sala había numerosas macetas con juncos y largas plantas herbáceas, tan espesas y exuberantes que una pantera podría ocultarse entre ellas.
Por lo que Winceworth podía recordar de anteriores conversaciones, el tío de Frasham y el dinero de su familia tenían algo que ver con el ruibarbo: mermelada de ruibarbo, conservas, confituras y jaleas vendidas en todo el mundo y producidas en la finca familiar. Winceworth nunca había llegado a entender bien la diferencia entre todas estas cosas, pero siempre se hacía hincapié en que aquellos productos coagulados podían tener una dulzura de lo más empalagosa o una acidez que daba dentera y hacía que la lengua se retorciese.
–Vaya –dijo Winceworth, sonriendo alegremente, demasiado alegremente, de modo que cierto pánico ya empezaba a cocinarse en su estómago. Pensó con preocupación que si mantenía esa sonrisa forzada, las comisuras de sus labios acabarían encontrándose en la zona de la nuca, y que entonces su cabeza se separaría del cuerpo y se alejaría rodando por el suelo–. ¡Vaya! –dijo de nuevo–. ¿Entonces usted no es sólo un miembro, y un miembro fundador, sino también, de hecho, el único miembro de la Sociedad de las 1 500 Millas?
–Por ahora somos dos, querido amigo. Somos dos. Frasham le hizo una seña a un camarero para que se acercara y Winceworth se encontró de repente sosteniendo un tibio signo de exclamación de champán–. Cuando usted logre aventurarse más allá de Battersea, podrá sumarse a nosotros y figurar ahí arriba. ¿Qué le parece?
Winceworth siguió con la mirada la dirección en que apuntaba la mano extendida de Frasham –el hombre parecía incapaz de señalar directamente con un dedo, y en cambio gesticulaba como si estuviera participando en una versión un tanto libertina y excesivamente estilizada de una danza galante renacentista– y vio una placa de madera que había en la pared. Parecía el tablón de anuncios de un colegio en el ...

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