Ni siquiera los muertos
eBook - ePub

Ni siquiera los muertos

  1. 350 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Ni siquiera los muertos

Descripción del libro

La conquista de México ha terminado, y Juan de Toñanes es uno de tantos soldados sin gloria que vagan como mendigos por la tierra que contribuyeron a someter. Cuando recibe una última misión, dar caza a un indio renegado a quien apodan el Padre y que predica una peligrosa herejía, comprende que puede ser su última oportunidad para labrarse el porvenir con el que siempre soñó. Pero a medida que se interna en las tierras inexploradas del norte siguiendo el rastro del Padre, descubrirá las huellas de un hombre que parece no sólo un hombre, sino un profeta destinado a transformar su tiempo y aun los tiempos venideros. Esta novela es la historia de dos hombres sin hogar, que avanzan porque ya no pueden retroceder, y es también una reivindicación de justicia para los perdedores de la Historia.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Ni siquiera los muertos de Juan Gómez Bárcena en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788417517779
Categoría
Literatura

VII

Obstáculos que un hombre no puede saltar – Ascuas de piedra
Beber del lecho de un pensamiento – Un sueño que no revela cosa
alguna – Otro sueño, más parecido a la muerte
Indios que no parecen indios – Siete ciudades y trece colonias
Tente en el aire – El rey ha muerto, viva el rey
Una lengua semejante a un río – Irse con Dios – Monjes díscolos
Una bodega humana – Cloaca a tres voces – Ella aún espera
Un hombre que cabalga es un hombre que piensa deprisa, piensa Juan, más bien deprisa, mientras cabalga. Alrededor siente restallar sus pensamientos como resplandores de relámpagos, luces entrecortadas en un mundo intermitente. Ve, a la luz de esos relámpagos, fragmentos de cielo azul. Un cactus solitario. La osamenta de un coyote. Una bandada de pájaros que componen una flecha o la idea de una flecha. Un montón de rocas afiladas que emergen de la nada, y con ellas la duda de si su caballo tendrá tiempo de saltarlas, y al fin el caballo que salta por encima de la duda y de las rocas. Estampas del páramo demacrado por el sol, un poco borroso a través de los ojos que le lagrimean por la carrera. Y le parece ver también, como atropellándose a su espalda, algunos destellos del mundo que abandona. Un indio que martillea un hierro al rojo vivo. Una cuadrilla de niños que corretean a su alrededor, entre risas y empellones. Una cadena de mujeres que llevan un montoncito de barro desde el útero de la tierra hasta el calor del horno. Un indio que mira aterrorizado la cabeza de su caballo, que duda muchas veces si tocarlo, que adelanta la mano, que la retrasa, que la adelanta de nuevo, y al fin, en un instante de coraje o de locura, lo toca; el indio que descubre que tras ese tacto no hay nada, ninguna hechicería ni ninguna maravilla. Y entonces, las estacas de la empalizada. Los dos centinelas. El redil. Las ovejas. Las ovejas, al fin.
Pensar demasiado deprisa cansa, marea un poco. Cada vez que se detiene a comprobar si lo siguen –no lo siguen; quién querría– siente cómo se le aflojan las piernas. Trata de pensar otra cosa: tal vez de no pensar nada en absoluto. La tierra palpita a su alrededor, vertiginosa como el paisaje de un sueño. Los pensamientos, los recuerdos se desvanecen poco a poco. Todo menos las ovejas, que de alguna forma se quedan. Las ovejas, otra vez. La enorme cerca que las rodea, impenetrable y terrible, como un obstáculo sobre el que su caballo no podrá saltar, sobre el que su memoria no podrá saltar, sobre el que su conciencia no saltará tampoco nunca. Si fue Juan quien levantó esa cerca, piensa, si fue él quien aceptó o toleró o incluso inspiró ese algo que vio suceder al otro lado, ¿entonces qué? Pero no fue Juan, decide, no pudo ser él. Cómo podría. Él, que venía preñado de tantos sueños hermosos, no habría sido capaz de hacerlo. O si lo hizo fue por los motivos correctos, persiguiendo fines que hoy ya no resultan discernibles; no para encerrar, no para castigar, no para atormentar a toda esa carne marchita. Sólo Diego pudo hacerlo. Son los hombres como Diego los que echan por tierra los propósitos más lúcidos: son los segundones, piensa, son los emuladores, los mercenarios; son los estúpidos, los satélites, los ciegos, los mediocres; los iluminados que no brillan con luz propia, sino que se limitan a rebotar, como la luna, el esplendor del sol. Abre otra vez la Biblia del Padre, desliza los ojos por sus márgenes llenos de penitencias y tormentos, y se pregunta qué fue primero, si los dibujos de los crímenes o los propios crímenes. Si es la pluma la que sigue a la espada o la espada la que imita el rasgueo de la pluma.
Mira largamente el horizonte, otra vez desde la altura de su caballo. Contempla las lomas cuarteadas que derivan hacia el norte. Más allá está el Padre. Recuerda las palabras que el Padre dijo, o las palabras que Diego dice que el Padre dijo: que su Obra tan sólo comenzaba, que apenas había puesto los cimientos de algo, y por eso debía partir inmediatamente hacia el norte. Para edificar sus muros. Para cubrir el techo de su Obra. Juan tiene que creer en algo y decide creer en eso. Cree en esas palabras que no ha oído. Cree en esos muros, en ese tejado: en ese sueño que ya se ha hecho piedra en algún lugar. Él va a encontrar ese lugar. Ese sueño. Algún día le servirá para refugiarse del sol, del frío, de la lluvia; descansará a la sombra de esos muros, bajo el techo de la promesa del Padre. Y en el momento de picar espuelas no se siente más pequeño que los hombres que ha visto cabalgar en pos de un puñado de oro o un pellizco de honra.
El tiempo es algo que se camina, había dicho Diego de Daga. Se acuerda de pronto de sus palabras. El pasado es algo que se aleja y el futuro algo que se acerca y el presente algo que se intenta aferrar con las manos. Tierra y polvo y cielo: eso es todo cuanto existe.
¿Cree Juan en esas palabras? No sabe qué pensar. Ni siquiera está seguro de lo que significan. Sólo sabe que cuando finalmente alcanza el malpaís no es capaz de discernir cuánto tiempo ha pasado. Han pasado, más bien, lugares: una cadena de cerros, un bosquecillo de árboles raquíticos, un pedregal semejante a un osario abandonado. Amaneceres y ocasos, que en su memoria parecen también paisajes inmóviles, estaciones de un itinerario. Recuerda, también, una torrentera seca que su caballo olisqueó de cabo a cabo, buscando una hilacha de agua. No la había. Ni agua, ni tampoco forma de contar el tiempo.
Todo es más sencillo de lo que creemos, había dicho Diego de Daga. El mañana llega, el ayer se va; a eso se reduce todo. Los salvajes, que tienen veinticinco palabras para nombrar sus flechas, no han necesitado una sola para nombrar esa cosa tan esencial, tan asombrosa: el tiempo.
¿Es en verdad el tiempo algo tan asombroso, tan esencial?, se pregunta Juan, desde la altura filosófica de su caballo. ¿Es más real que el vuelo de una flecha? ¿Que el milagro de que esa flecha se clave precisamente en el pájaro con que soñamos?
Frente a él se extiende el malpaís, como una respuesta inmensa o una postergación o una cancelación de su pregunta. Ni el tiempo ni las flechas parecen significar nada en esa tierra ilimitada y muerta: medir el tiempo de su desolación para qué, disparar al aire sin pájaros para qué. La misma palabra «tierra» se vuelve inútil. Hasta donde abarca la vista no hay algo semejante a tierra, sólo viejos restos de coladas de lava, escupidas las unas sobre las otras en una especie de oleaje inmóvil; sólo bulbos de roca negra, sólo fósiles de ríos, esqueletos de lagos, sólo conos de volcanes y salpicaduras eternizadas en el suelo. Esas ascuas de piedra son las leguas que le quedan por recorrer; los días que le quedan por atravesar. Y los atraviesa, a despecho de su caballo, que no quiere, que se encabrita, que se rasguña y se hace sangrar los cascos al tratar de hincarlos en la roca. Su caballo, como descalzo en un sembrado de cristales.
En algún punto, el malpaís se transforma en noche. Acampa en cualquier parte, pues todas son iguales, y tiembla ante un fuego diminuto, sostenido por un puñado de musgos y líquenes, la única vida que se aferra a las hendijas del suelo. Luego el sol despunta tras los domos de lava y el malpaís vuelve a ser todo luz y destellos de esa luz rebotando y multiplicándose en los cristales de roca, y más tarde, puede que unos minutos más tarde, el sol se pone de nuevo y las rocas alargan sus sombras hasta oscurecer el mundo y apenas hay tiempo para encender el fuego y ya es de día de nuevo, el lecho del malpaís velado por una especie de resplandor sanguíneo y Juan arrastrando del ronzal a su caballo, reacio como un alma que es conducida al infierno.
Dos semanas, piensa.
Sólo dos semanas más, suplica.
Atraviesa fragmentos de suelo, fragmentos de tiempo. Atraviesa también fragmentos de la vida del Padre. Lo ve a su lado, compartiendo la misma espera. Hace alto en el mismo lugar insignificante donde Juan se detiene. Se calienta con la misma hoguera. Se turnan para beber de la misma cantimplora, cada trago como una cruel contribución a la sed del otro. Lo ve dormir o intentar dormir, asediado por el frío. Lo ve entrecerrar los ojos, cegados por el viento. Tironea de su caballo con la misma obstinación, con la misma paciencia. Pero no, es imposible: el indio Juan no tenía, no tiene caballo. Lo ve, pues, tirar de sí mismo; la brida de la voluntad llevando a su cuerpo más lejos de lo que el cuerpo puede.
Juan piensa en su propio cuerpo. En el límite de su cuerpo. En si ese límite quedará más acá o más allá del límite del viaje.
Piensa en el viaje.
Piensa en el malpaís, que no se acaba. En la tierra sin límites y sin tierra.
Piensa en el reguero de sangre que se escurre de las patas de su caballo. La fuerza con la que hay que tirar de él para que dé otro paso.
Piensa en el peso de sus alforjas. Piensa en el peso del sol. Piensa en el peso de su cantimplora, cada vez más ligera en el cinto y más pesada en la conciencia.
El hambre es un lugar que alcanza hasta donde abarca la vista. La sed es un paisaje de contornos ásperos y rumbos concéntricos, un aguijón latiendo en sus sienes. Juan habita ese paisaje. Comprende, con los ojos llenos de sol y de piedra, que no logrará traspasarlo nunca. El horizonte parece retroceder a cada paso, como una fiebre que se dilata en todas las direcciones. La tierra que se desenrolla ante él no es tierra sino las coordenadas de un mapa: un atlas de una ambición tal que en cada uno de sus pliegues se resumen provincias, continentes enteros, mundos desconocidos. Una vida entera no bastaría para recorrerlo. Y sin embargo hay que intentarlo. Hay que tirar del ronzal de su caballo y arrastrarlo a través de las escombreras de roca y a través del vértigo de la sed y a través de los días y de las noches como quien se extravía en el interior de un calendario. El caballo no camina, está cansado, relincha con tristeza. En algún momento Juan arroja lejos de sí la cantimplora vacía, porque para qué, y el caballo se vuelve para verla volar, por un instante, en el cielo sin pájaros. Luego, el caballo muere. Sucede así de rápido: está mirando la cantimplora y al instante siguiente está muerto. Para cuando se derrumba sobre las rocas ya no queda una sola traza de carne: sólo un revoltijo de huesos lijados por la arena y por el sol. Juan mira esos huesos, iluminados por infinitos amaneceres. La brida que todavía sostiene en la mano, asiendo la nada. Recuerda de pronto que nunca le dio un nombre. Viajó en su lomo durante tantas jornadas llamándole sólo así, caballo, y ahora está muerto. ¿Debe enterrar sus huesos?
Mira el mapa que se extiende hasta el horizonte, y todavía más allá, los márgenes imposibles que nunca alcanzará. Un pergamino hecho jirones, casi un harapo, en cuyos desgarrones y remiendos uno podría detenerse y morir de soledad. Eso es lo único que le queda por hacer, morirse, y lo comprende con helada indiferencia. Frente a él la muerte, y qué importa. Lentamente se deja vencer sobre el suelo, como si él también se hubiera convertido en un puñado de piedras. Registra su morral, en busca de lo imposible, un último sorbo de agua donde no puede haberla, agua con que llenar esa boca que es todo lengua y arena. Sólo encuentra unas tiras de tasajo que enardecen su sed y el libro del Padre. Acostado sobre la osamenta del caballo sin nombre abre el libro. Se esfuerza por leer, deslumbrado por el sol. No mira los dibujos: sólo los versículos de letra apiñada y menuda. Algunos han sido subrayados o tachados o rodeados por un círculo de tinta, con tanta fiereza que el papel está desgarrado en ciertos puntos. Son, no pueden ser otra cosa, los pasajes favoritos del Padre. Lugares donde su mirada se detuvo. Ideas que tocó, al menos por un instante, con la punta de sus pensamientos. Pasa las páginas atropelladamente, dejando que sus ojos salten de subrayado en subrayado. Ha seguido los pasos del Padre hasta aquí y ahora sigue la estela de su lectura, se deja resbalar dentro del libro sujeto por su mano.
Lee: Las raposas tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el hijo del hombre no tiene donde reposar la cabeza.
Lee: He aquí que yo envío a mi mensajero delante de tu faz, que preparará tu camino.
Lee: Porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos lo que está por venir.
Mientras lee; mientras sus labios áridos y cuarteados se separan para repetir las palabras del indio Juan, las palabras del Señor, pasan nubes y estrellas y atardeceres. Se hace de noche y de día y de noche de nuevo. El cielo parpadea y a cada parpadeo, nuevas palabras señaladas, rasguñadas hasta hacer sangrar la hoja.
Lee: En el mundo tendréis aflicción, pero confiad; yo he vencido al mundo.
Lee: El que halla su vida, la perderá; y el que la perdiere por amor a mí, la hallará.
Lee: Oh, amados, no ignoréis esto, que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día.
En su sueño sabe que está soñando. En su sueño hay trigales maduros mirando al sur en lugar del llano pelado y muerto que atraviesa mirando al norte. En su sueño no hay tampoco lugar para la sed. Sólo ve al Padre frente a él y el Padre le está hablando con su boca sin límites, pero Juan se tapa los oídos con ambas manos, porque sabe que no es el Padre quien habla, sino sólo su sueño. No quiere escuchar y no escucha. Sólo mira. Mira los ojos duros e inciertos del Padre. Sus manos blancas. Su lengua. La lengua del Padre convertida en una espada de doble filo, que al mismo tiempo que acaricia el mundo también lo acuchilla y lo hiere. Al fin, esa lengua de doble filo se envaina de nuevo en su boca. El Padre calla. El Padre calla y extiende hacia Juan su mano izquierda, santa o terrible. Acaricia sus párpados cerrados.
Duerme de nuevo, dice la voz que Juan no escucha.
Y entonces Juan despierta.
Escucha el relincho de su caballo muerto. Pero un caballo muerto no relincha, y en consecuencia, Juan tampoco se levanta. Ni siquiera abre los ojos. Permanece ovillado en una hendija de las rocas, esperando, esperando, esperando qué. Espera que su caballo deje de relinchar; que de una vez se resigne a la muerte. Quizá él también debería resignarse. Pero esto último lo piensa oblicuamente, con la voz de los pensamientos asordinada por la sed o el cansancio. Tal vez esto es estar muerto, susurra esa voz. Tal vez la muerte consiste en hablar, en pensar, en relinchar infinitamente, y hacerlo sólo para que otros muertos nos escuchen. Tal vez. Y entonces, cuando ya está a punto de convencerse, escucha una voz sonando por encima de su propia voz. Palabras que no pertenecen a su caballo ni a sus pensamientos.
–¡Ramón! ¡Ramón, ven para acá! Todavía respira.
Escucha pisadas. Un campanilleo como de reses o de fantasmas. Alguien le besa los labios. Es un beso frío y líquido, que le hace toser muchas veces y escupir un buche de agua contra la tierra.
Se llaman Ramón y Miguel y son hermanos, o más exactamente hermanos de madre e ignorantes de la identidad de dos padres distintos. Trabajan de caporales en la hacienda de don Pablo Cigüenza, y es a ese trabajo al que el señor debe la fortuna de estar vivo. Porque es un hecho que nunca o casi nunca toman la cañada vieja, cuando han de llevar el rebaño lo hacen siempre por la Coyotada o por Cuencamé o por Pedrero Grande, a veces incluso por Tierra Generosa, pero nunca o casi nunca por la cañada vieja; y ya ve el señor que esa tarde, por razones que para ellos mismos no son del todo claras, acabaron tomando la cañada vieja que nunca o casi nunca toman. Fue precisamente en esa cañada que lo encontraron, o mejor dicho que lo encontraron los caballos, pues de pronto desobedecieron las riendas para venir a olfatear un bulto de harapos rebozados por el polvo. Ese bulto era el señor, acaba aclarando Miguel, como si Juan no lo hubiera imaginado ya, y dice que a su modo de ver fue también ventura o providencia o mero azar, o qué sabe uno qué fue, que lo encontraran antes que los coyotes, ¿no le parece?
Están sentados los tres en torno al fuego, comiendo tortillas de un comal de barro. A su alrededor las ovejas pastan indolentemente, iluminadas por las últimas luces de la tarde. Juan mira alternativamente los rostros de sus dos salvadores, y no es capaz de hacerlos corresponder con nada ni nadie que haya conocido hasta entonces. Ni siquiera está seguro de si son españo...

Índice

  1. PORTADA
  2. I
  3. II
  4. III
  5. IV
  6. V
  7. VI
  8. VII
  9. VIII
  10. IX
  11. X
  12. XI
  13. XII
  14. XIII
  15. AGRADECIMIENTOS