
- 368 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Las diabólicas
Descripción del libro
Mujeres adúlteras, mujeres asesinas, duquesas convertidas en vengativas prostitutas, e incluso mujeres tan perversas como para morir fulminadas en los brazos de su amante, son algunos de los personajes cuyos avatares pasionales narra Jules Barbey d'Aurevilly en estas seis historias.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
ClásicosUNA COMIDA DE ATEOS
Ceci est digne de gens sans Dieu.
(Allen)
El día estaba declinando desde hacía unos instantes por las calles de la ciudad de… Mas en la iglesia de aquella pequeña y expresiva ciudad del oeste, la noche había caído ya enteramente. La noche se adelanta casi siempre en las iglesias: desciende allí más rápidamente que doquiera, bien sea a causa de los reflejos sombríos de los vitrales, cuando existen vitrales, o bien debido al entrecruzado de los pilares, que se ha comparado a menudo con los árboles de los bosques, y a las sombras proyectadas por las bóvedas. Esta noche de las iglesias, que adelanta un poco la muerte definitiva del día fuera, no hace, sin embargo, que se cierren las puertas de aquéllas; generalmente, quedan abiertas después del toque del angelus, e incluso, algunas veces, hasta muy tarde; por ejemplo, en la víspera de las grandes fiestas en las ciudades devotas, cuando la gente se confiesa en gran número disponiéndose para comulgar al día siguiente. Jamás, a ninguna hora del día, las iglesias de provincia están más frecuentadas por la gente devota que a aquella hora vespertina en que cesa el trabajo; cuando la luz está agonizando y el alma cristiana se prepara para la noche, noche que se parece a la muerte y durante la cual la muerte puede sobrevenir. En aquella hora se siente realmente que la religión católica es hija de las catacumbas, y que en ella hay todavía algo de la melancolía de su cuna. Es en aquel momento, en efecto, cuando aquellos que creen aún en la oración van a arrodillarse, con la frente entre sus manos, en esas noches misteriosas de las naves vacías que responden a la más profunda necesidad del alma humana. Porque si para nosotros, mundanos y apasionados, la reunión a solas, a escondidas con la mujer amada, nos parece más íntima y más turbadora en las tinieblas, ¿por qué no habría de suceder lo mismo tratándose de la reunión de las almas religiosas con Dios, cuando reina la noche ante sus tabernáculos y cuando le hablan a Él, de la boca al oído en la oscuridad?
Era así, pues, como parecían hablar a Dios aquel día, en la iglesia de… las almas piadosas que habían llegado para hacer sus oraciones vespertinas, según su costumbre. Aunque en la ciudad, gris en el crepúsculo brumoso de otoño, los faroles no estaban aún encendidos —ni tampoco la pequeña lámpara, tras su alambrera, ante la imagen de la Virgen que se veía en la fachada del Hotel de las Damas de la Varengerie que ya no existe—, hacía más de dos horas que las Vísperas habían terminado, pues era domingo, aquel día. La nube de incienso, que forma durante mucho tiempo después del servicio un dosel azulado en lo alto de las bóvedas del coro, se había evaporado ya. La noche, densa ya en la iglesia, desplegaba allí su gran vestidura de sombras que parecía, cual vela caída del mástil, desplegar los arcos de la bóveda. Dos flacos cirios, colocados tras dos pilares de la nave, bastante alejados uno del otro, y la lámpara del santuario, clavando su pequeña estrella inmóvil en lo negro del coro —más profundamente negro que todo lo oscuro a su alrededor—, proyectaban sobre las tinieblas que envolvían la nave principal y las naves laterales una luz fantasmal. Con esta filtración de claridad incierta, era posible para la gente adivinarse dudosa y confusamente, pero era imposible reconocerse. Se percibía acá y allá, en las penumbras, a grupos más opacos que los fondos sobre los que se destacaban vagamente las espaldas curvadas, algunas cofias blancas de las mujeres del pueblo que estaban arrodilladas en el suelo, dos o tres manteletas… Pero esto era todo. Podían entenderse mejor de lo que se veían. Todas estas bocas que rezaban en voz baja, en aquella gran nave silenciosa y sonora, producían ese murmullo singular que es como el ruido de un hormiguero de almas, visibles tan sólo para el ojo de Dios.
Este murmullo continuo y débil, cortado a intervalos por los suspiros ¡este murmullo labial, tan impresionante en las tinieblas de una iglesia muda, no era turbado por nada, a no ser, a veces, por el ruido que hacía una de las puertas laterales que giraba sobre sus goznes y chirriaba tras alguna persona que entrara; o por el ruido vivo y claro de un zueco que pasaba a lo largo de las capillas; o bien por una silla que, de vez en cuando, caía porque alguien tropezaba con ella en la oscuridad; y, alguna vez, una tos, esa tos retenida de los devotos que, por respeto a los santos ecos de la casa del Señor, tratan de hacer músical y aflautada. Mas estos ruidos, que no eran sino el paso rápido de un sonido, no llegaban a perturbar a aquellas almas atentas y fervientes, ocupadas con el monótono rumor de sus rezos y con la eternidad de su murmullo.
Y he aquí por qué nadie entre este grupo de fieles, recogidos y reunidos cada tarde en la iglesia de…, advirtió a un hombre que seguramente hubiese asombrado a más de uno entre ellos, si hubiese sido de día o si hubiese habido bastante claridad para que fuese posible reconocerlo, pues nunca se había visto a este hombre allí. No había puesto el pie en la iglesia desde que había vuelto, después de varios años de ausencia, a su ciudad natal, para vivir allí por algún tiempo.
¿Por qué, entonces, había entrado aquella tarde? ¿Cuál sería el sentimiento, cuál la idea o el proyecto que le habían llevado a franquear el umbral de aquella puerta, ante la cual pasaba varias veces al día sin detenerse, como si no hubiese existido?
Era un hombre de estatura alta y sin duda tuvo que doblar su orgullo tanto como su figura para poder pasar por la pequeña puerta baja y arqueada, verdosa a causa de la humedad del clima lluvioso del oeste. Su cabeza fogosa no carecía, a pesar de todo, de poesía. Al entrar en este lugar, que casi no conocía ya, ¿habríale acaso impresionado profundamente el aspecto casi de tumba de aquella iglesia, la cual, por su construcción, se parece a una cripta, pues es más baja que el pavimento de la plaza sobre la que está edificada; y su pórtico, con escalera interior de algunas gradas, más elevado que su altar? Aquel hombre nunca había leído a Santa Brígida. Si lo hubiese hecho, hubiera, al entrar en esta atmósfera nocturna, llena de cuchicheos misteriosos, pensado en la visión del Purgatorio; en aquel dormitorio, lúgubre y terrible, en el que no se ve a nadie y donde se oyen voces bajas y suspiros que salen de los muros. Cualquiera que fuese, por lo demás, su impresión, el hecho es que se detuvo, poco seguro de sí mismo y de sus recuerdos —si es que tenía recuerdo alguno— en medio del crucero por el que caminaba. Quienquiera que le hubiese observado, hubiera creído que buscaba a alguien o a alguna cosa que no podía encontrar en medio de estas sombras. Sin embargo, cuando sus ojos se hubieron acostumbrado y pudieron encontrar a su alrededor los contornos de las cosas, se detuvo percibiendo a una vieja mendiga, hundida más bien que arrodillada, rezando su rosario en la extremidad del banco de los pobres, y le preguntó, tocándole en el hombro, por la capilla de la Virgen y el confesionario de un sacerdote de la parroquia cuyo nombre mencionó. Informado por aquella vieja habitual del banco de los pobres, que desde hacía tal vez cincuenta años parecía formar parte del mobiliario de la iglesia y pertenecer a ella del mismo modo que pertenecían las gárgolas, el hombre del que hablamos llegó, sin grandes tropiezos, a través de las sillas desordenadas y dispersas por el servicio del día, hasta el confesionario, en el fondo de la capilla, y se colocó de pie ante él. Allí permaneció con los brazos cruzados, como suelen permanecer casi siempre en las iglesias los hombres que no van allí para rezar, pero que quieren, sin embargo, mostrar una actitud conveniente y grave. Varias damas de la congregación del Santo Rosario, que se hallaban entonces rezando en torno a esta capilla, no hubieran podido, al advertir a aquel hombre, distinguirlo por otra cosa que por lo no pío —aunque tampoco impío— de su actitud. De ordinario, cierto es, solía haber, al lado de la Virgen, adornada con cintas, un cirio torcido de cera amarilla, que estaba encendido y que iluminaba la capilla; pero, como una masa de gente había comulgado por la mañana y no había ya nadie en el confesionario, el sacerdote había apagado el cirio amarillo, entrando en una especie de célula de madera para volver a sus meditaciones, bajo la influencia de aquella oscuridad que impide toda distracción eterna y que fecunda el recogimiento. ¿Fue este motivo, o bien el azar, capricho, la economía o cualquier otra razón parecida lo que había determinado este acto muy simple del sacerdote? Mas sin duda, esta circunstancia salvó el incógnito (¿la identidad?), si es que importara guardarlo, del hombre que había entrado en la capilla y que, además, no permaneció en ella sino algunos instantes. El sacerdote, que había apagado el cirio antes de la llegada del hombre, habiéndole percibido a través de los barrotes de su puerta, abrió ésta de par en par, sin abandonar el fondo del confesionario en el que estaba sentado; y el hombre, descruzando sus brazos, tendió al sacerdote un objeto indiscernible que había sacado de su pecho:
—¡Tome, padre! —dijo con voz baja pero clara—. Ya hace bastante tiempo que lo arrastro conmigo.
Y no se dijo ninguna palabra más. El sacerdote cogió el objeto, como si supiese perfectamente de qué se trataba, y cerró tranquilamente la puerta del confesionario. Las damas de la congregación del Santo Rosario creyeron que el hombre que hablaba con el sacerdote iba a arrodillarse y a confesarse; y se asombraron extremadamente al verlo descender las gradas de la capilla, con paso lento, y alcanzar el crucero por donde había venido.
Mas si ellas estaban asombradas, el hombre estaba más asombrado aún, cuando, en medio de una de las naves laterales que atravesaba para llegar a la salida, dos brazos vigorosos lo arrastraron bruscamente, y lo alcanzó una risa, abominablemente escandalosa en un lugar tan santo; risa que debía de proceder de una boca situada a dos pulgares de distancia de su propia cara. Por fortuna para los dientes que reían tan cerca de sus ojos, los reconoció en seguida.
—¡Diablos! —exclamó al mismo tiempo el que reía, en voz baja, pero de modo que se pudo oír, cerca de allí, la blasfemia y las otras palabras irreverentes que añadió—. ¿Qué cuernos buscas aquí, Mesnil, en una iglesia y a esta hora? Ya no estamos en España, en aquel tiempo en que arrugábamos de lo lindo las pañoletas de las monjas de Ávila.
El hombre a quien había llamado «Mesnil», tuvo un gesto de cólera.
—¡Cállate! —dijo, reprimiendo la explosión de su voz, que retumbó en la iglesia—. ¿Estás borracho? Blasfemas en una iglesia como si estuvieras en el cuerpo de guardia. ¡Vámonos! ¡Déjate de tonterías y salgamos de aquí decentemente los dos!
Y aceleró el paso, atravesando, seguido por el otro,la pequeña puerta baja. Cuando, fuera y al aire libre de la calle, pudieron recuperar la plenitud de su voz, el otro continuó rabioso:
—¡Que te quemen todos los rayos del infierno, Mesnil! ¿Acaso quieres hacerte capuchino? ¿Acaso quieres comer de la misa? Tú, Mesnilgrand, tú, capitán del Chamboran, en una iglesia, como un sotana cualquiera.
—Pues tú también estabas en la iglesia —contestó Mesnil tranquilamente.
—Yo estaba allí para seguirte. Te vi entrar, más asombrado por ello, palabra de honor, que si hubiese visto volar a mi madre. Me decía: «¿Qué diablos irá a hacer en esa granja de curas?». Después pensé que debía de haber allí alguna condenada anguila de falda bajo la roca, y quise ver por qué muchacha alegre o gran dama de la ciudad ibas allí.
—No he ido allí sino por mí mismo, querido —contestó Mesnil, con la fría insolencia del desprecio más completo, de ese desprecio del que le tiene sin cuidado lo que otro pueda pensar.
—¡Entonces me asombras más condenadamente que nunca!
—Querido —continuó Mesnil deteniendo el paso—, los hombres…como yo, no han hecho eternamente sino asombrar a los hombres… como tú.
Y, volviendo la espalda y acelerando el paso, como alguien que no espera ser seguido, subió por la calle de Gisors y alcanzó la plaza de Thurín, en uno de cuyos ángulos vivía.
Vivía en casa de su padre, el viejo señor de Mesnilgrand, como se le llamaba en la ciudad al hablar de él. Era un anciano rico y avaro (según se decía), premioso para soltar dinero, como decía la frase que se empleaba, el cual vivía desde hacía muchos años retirado de toda compañía, excepto, durante los tres meses que su hijo, residente en París, venía a pasar en la ciudad de… El viejo señor de Mesnilgrand, que no solía ver en su casa ni a un gato, se dedicaba entonces a invitar y a recibir a los antiguos amigos y camaradas de regimiento de su hijo, hinchándose con sus suntuosas cenas, pues las viandas (esas viandas del tacaño, glorificadas por los refranes) eran excelentes allí.
Para darles una idea de ello, tengo que decir que había en aquella época en la ciudad un famoso recaudador de impuestos, el cual, a su llegada, había producido el efecto de una carroza de seis caballos entrando en una iglesia. Ese hombre gordo era un financiero bastante menudo, pero la naturaleza se había divertido haciendo de él, por vocación, un gran cocinero. Se contaba que, en 1814, había dado a Luis XVIII, que escapa en dirección de Gante, con una mano la caja de su distrito y con la otra, un guisado de trufas que parecía, por lo delicioso, haber sido cocinado por los siete diablos de los Pecados Capitales. Luis XVIII, con razón, cogió la caja sin siquiera decir gracias; mas, en agradecimiento por el guisado, había adornado el estómago prepotente de aquel cocinero genial, empujado hacia las finanzas, con el gran cordón negro de San Miguel, que no se solía otorgar sino a los grandes sabios y artistas. Con este gran cordón de moaré, colocado siempre sobre su chaleco blanco, aquel señor Deltocq (se llamaba Deltocq) que, los días de San Luis, llevaba la espada y el hábito de terciopelo a la francesa, orgulloso e insolente como treinta y seis cocheros ingleses empolvados de plata, y que creía que todo el mundo debía ceder ante el imperio de sus salsas, representaba para la ciudad un personaje de vanidad y fausto casi solar. Pues bien, con este alto personaje, que se jactaba de poder hacer cuarenta y nueve potajes diferentes sin carne, y no sabía cuántos con ella —pues su número era infinito—, competía la cocinera del viejo señor de Mesnilgrand; y llegaba incluso a producirle viva inquietud al señor Deltocq, durante la estancia del hijo del viejo señor de Mesnilgrand en casa de su padre.
Estaba orgulloso de su hijo aquel gran anciano; pero también estaba triste a causa de él, y tenía motivos para estarlo. A su jovencito, como solía llamar a su hijo, aunque éste tenía ya más de cuarenta años, le había destrozado la vida el mismo golpe que deshizo el imperio y que cambió la fortuna de quien, desde entonces, ya no fue, más que el Emperador, como si hubiese perdido su nombre al mismo tiempo que su función y su gloria. Se había marchado como soldado a la edad de dieciocho años el hijo de Mesnilgrand, y era de la materia de que se tallaban los mariscales en aquella época, participó en todas las guerras del Imperio y llevó en su casco todas las plumas de la esperanza. Mas el trueno final de Waterloo quemó a ras de tierra sus últimas ambiciones. Fue uno de los que la Restauración no volvió a tomar a su servicio porque no había podido resistirse a la fascinación del regreso de Elba, que hizo olvidar sus juramentos a los hombres más fuertes, como si hubiesen perdido su libre albedrío. El jefe de escuadrón Mesnilgrand, del que los oficiales del Chamboran, aquel regimiento románticamente valiente, decían: «Se puede ser tan valiente como Mesnilgrand; pero es imposible ser más valiente que él». Mesnilgrand veía a algunos de sus camaradas de regimiento que no tenían hojas de servicio comparables a las suyas, ser convertidos ante sus bigotes, en coroneles de los más hermosos regimientos de la Guardia Real. Y aunque no les tenía envidia, fue para él una angustia cruel. Era la suya una naturaleza de la intensidad más temible. La disciplina militar, en un tiempo en que ésta era casi romana, sólo fue capaz de poner un dique a las pasiones de aquel hombre violento; pasiones inexpresablemente terribles, que habían levantado la indignación de su ciudad natal antes de que cumpliera dieciocho años y que una vez casi lo llevaron a la muerte.
Antes de los dieciocho años, en efecto, los excesos con mujeres, excesos insensatos, habían provocado en él una enfermedad nerviosa, una especie de tabes dorsal, y fue necesario quemarle la columna vertebral mediante moxas. Este remedio horrible, cuya aplicación espantaba a la ciudad del mismo modo que la habían espantado los excesos del joven, significó allí una especie de suplicio ejemplar, y los padres de familia impusieron a sus hijos la vista de este suplicio a fin de moralizarlos, como se moraliza a los pueblos mediante el terror: los llevaron a ver quemar al joven Mesnilgrand, el cual sólo escapó a las mordidas del fuego, según decían los médicos, gracias a un organismo de infierno, y esta palabra era adecuada, pues el organismo del joven había resistido a la llama. Cuando, después de haber resistido, gracias a este organismo tan prodigiosamente excepcional, a las moxas, y más tarde a las fatigas, heridas y a todas las plagas que puedan caer sobre un guerrero, Mesnilgrand, aún robusto, se vio en plena madurez sin el gran porvenir militar con que había soñado, vio su vida sin objeto desde entonces. Los brazos inútiles y la espada clavada en la vaina, sus sentimientos se exasperaban hasta llegar a la furia más aguda. Si quisiéramos, para comprenderlo mejor, buscar en la Historia a un hombre a quien pudiese compararse Mesnilgrand, nos veríamos obligados a remontarnos hasta el famoso Carlos el Temerario, duque de Borgoña. Un moralista ingenioso, preocupado por la falta de sentido de nuestros destinos, decía, para explicar el hecho, que los hombres se parecen a ciertos retratos que aparecen con la cabeza o el pecho cortados por sus marcos, que no guardan proporción con la grandeza de las figuras; mientras que otras desaparecen, empequeñecidas y reducidas al estado de enanos por la inmensidad absurda de sus marcos. Mesnilgrand, hijo de un simple terrateniente de la Baja Normandía, que habría de morir en la oscuridad de la vida privada después de haber perdido la gran gloria histórica para la que había nacido, se encontraba en posesión —¿y qué hacer con ella?— de la espantosa potencia de furia continua, de envenenamiento y ulceración rabiosa, que tenía también aquel Temerario a quien la historia llama a veces el Terrible. Waterloo, que le había arrojado sobre el pavimento, fue para él, al mismo tiempo, lo que Granson y Morat fueron, dos veces, para aquel relámpago humano que acabó por apagarse en las nieves de Nancy. Solamente que para Mesnilgrand, jefe de escuadrón barrido, como decía la gente que deshonra todo con su vocabulario vil, no había ni siquiera la nieve de Nancy. En aquella época se creía que se mataría o que se volvería loco. Mas no se mató y su cabeza r...
Índice
- PORTADA
- PREFACIO DEL AUTOR A LA PRIMERA EDICIÓN FRANCESA
- LA CORTINA CARMESÍ
- EL MÁS BELLO AMOR DE DON JUAN
- LA FELICIDAD EN EL CRIMEN
- EL REVÉS DE LAS CARTAS DE UNA PARTIDA DE WHIST
- UNA COMIDA DE ATEOS
- LA VENGANZA DE UNA MUJER
- NOTAS