
- 272 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
La letra escarlata
Descripción del libro
Condenada por adulterio, Hester Prynne es expuesta a la humillación pública en la picota del pueblo, con su hija Pearl en brazos. Todos la miran con reprobación, como si en ella pudieran descargar sus propias culpas, y miran también la letra A, de un rojo tan intenso como el pecado cometido, que deberá portar para siempre como distintivo de su deshonra. El doctor Chillingworth, un forastero que disfruta dando largos paseos por el bosque mientras recoge distintos tipos de plantas para preparar sus brebajes, y el reverendo Dimmesdale, un sacerdote ejemplar que, en virtud de sus sermones y su conducta intachable, es objeto del fervor de los pobladores, completan el triángulo.
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Información
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LiteratureCategoría
ClassicsIntroducción a La letra escarlata
LA ADUANA
Es curioso que, a pesar de mi escasa propensión a hablar en demasía de mí y mis asuntos frente a la chimenea, aun a mis amigos más íntimos, se haya apropiado de mí un impulso autobiográfico, por segunda vez en mi vida, de dirigirme al público. La primera ocurrió hace unos tres o cuatro años, cuando obsequié al lector, sin excusa ni razón alguna que pudiera imaginar un lector benévolo o un autor indiscreto, con una descripción de mi estilo de vida en la profunda quietud de la vieja casa parroquial. Y ahora –porque, más allá de lo merecido, tuve la dicha de encontrar uno o dos oyentes en aquella oportunidad– de nuevo me adueño del público y hablo de mis tres años de experiencia en una Aduana. El famoso ejemplo de P. P., Clerk of this Parish nunca encontró un seguidor más fiel. Parece ser que cuando el autor lanza sus hojas al viento, no se dirige a los muchos que harán a un lado el libro, o jamás lo abrirán, sino a los pocos que lo comprenderán, incluso mejor que muchos de sus amigos o familiares. Hay ciertos autores que, de hecho, se permiten ir todavía más lejos y se libran a confesiones de lo más íntimas, que sólo sería lícito compartir, única y exclusivamente, con alguien de un corazón y una inteligencia en perfecta sintonía con la suya; como si el libro impreso, arrojado con fuerza al vasto mundo, tuviera la convicción de que iba a encontrar el segmento disociado de la propia naturaleza del escritor, y completar el círculo de su existencia al hacerlo entrar en comunión con éste. Sin embargo, no es muy decoroso hablar sin reserva alguna, aun cuando lo hagamos de manera impersonal. Pero como los pensamientos se petrifican y las frases se entumecen si el orador no entabla una relación genuina con su audiencia, se nos disculpará que imaginemos que un amigo, benévolo y comprensivo, aunque no muy íntimo, está escuchando nuestra plática; y luego, cuando desaparezca nuestra reserva natural, merced a esta consciencia afable, podremos hablar de las cosas que nos rodean, e incluso de nosotros mismos, pero siempre manteniendo nuestro Yo más profundo tras su velo. En este sentido, y dentro de estos márgenes, puede un autor, a mi parecer, ser autobiográfico, sin violar ciertas leyes y respetando tanto las prerrogativas del lector como las propias.
Se verá, asimismo, que el bosquejo de esta Aduana tiene la deferencia, siempre muy apreciada en la literatura, de explicar cómo llegaron a mis manos muchas de las páginas que siguen a continuación, a la vez que ofrece pruebas de la autenticidad de la historia que en ellas se refiere. Ésta es, de hecho –el deseo de colocarme en mi verdadera posición de editor, o poco más, de los cuentos más prolijos que componen mi volumen–, ésta, y no otra, es la verdadera razón por la que entablo una relación directa con el público. Y en vistas al cumplimiento de mi objetivo principal, me pareció que podía permitírseme ofrecer, con sólo añadir unas cuantas pinceladas más, una imagen vaga de un modo de vida sin describir hasta ahora, junto con la de los personajes que lo integran, entre los cuales resulta que se cuenta el autor.
En mi ciudad natal de Salem, donde por aquel entonces, hará cosa de medio siglo, en los días del viejo rey Derby, se extendía un muelle bullicioso –que hoy sin embargo sucumbe bajo el peso de almacenes de madera podrida, y da pocas señales, o más bien ninguna, de vida comercial, a excepción, tal vez, de algún velero o bergantín que, atracado en mitad del melancólico muelle, descarga cueros o, más cerca, alguna goleta de Nueva Escocia que despacha su flete de leña–, allí, digo, donde acaba este muelle derruido, que a menudo queda cubierto por la marea, y a lo largo del cual se alza una hilera de edificios, que muestra el rastro de tantos lánguidos años en la abundante hierba en sus márgenes, allí se alza un espacioso edificio de ladrillos con vistas a esta escena no demasiado alentadora y al resto del puerto desde sus ventanas principales. En el punto más elevado de su tejado, cada mañana, exactamente durante tres horas y media, flota o cuelga suspendida, entre la brisa o en la calma, la bandera de la República, pero con las trece franjas en posición vertical y no horizontal, para indicar que aquí hay un puesto civil, y no militar, del gobierno del Tío Sam. Adorna la fachada un pórtico formado por media docena de columnas de madera que sostienen un balcón, desde el que desciende hacia la calle una escalera de anchos escalones de granito. Sobre la entrada se cierne un enorme ejemplar de águila americana, con las alas desplegadas, un escudo sobre el pecho y, si la memoria no me falla, un fajo de rayos y flechas con púas entre las garras. Con el habitual mal carácter que caracteriza a esta ave infeliz, parece presagiar, a juzgar por la fiereza de su pico y su mirada, y la agresividad general de su actitud, algún mal a la comunidad inofensiva; y, en especial, parece advertir a todos los ciudadanos que velan por su seguridad personal que no se inmiscuyan en las premisas a las que da sombra bajo sus alas. Sin embargo, a pesar de su aspecto colérico, hay mucha gente que, en este preciso momento, está buscando cobijo bajo las alas del águila federal, creyendo, me imagino, que su pecho es tan suave y acogedor como un almohadón de plumas. Pero su ternura no es tal, ni aun cuando está de buen humor, y tarde o temprano –a menudo más pronto que tarde– acabará por expulsar del nido a sus pichones con un arañazo de las garras, un reverso de pico o una herida dolorosa de sus flechas punzantes.
El terreno alrededor del edificio que acabo de describir –al que bien podemos denominar con propiedad la Aduana del puerto–, por la mucha hierba que crece entre sus resquicios, indica que, en los últimos tiempos, no ha sido un centro de reunión comercial. Sin embargo, en ciertos meses del año, algunas mañanas, cobra un ritmo más animado cuando los negocios marchan a buen ritmo. En tales ocasiones, puede venir a la memoria de los ciudadanos entrados en años aquella época en que, antes de la última guerra con Inglaterra, Salem era un puerto de envergadura y no objeto de desprecio, como lo es ahora, por parte de sus propios comerciantes y navieros, quienes permiten que sus muelles se desmoronen, mientras sus empresas van a engrosar, innecesaria e imperceptiblemente, el poderoso flujo comercial de Nueva York o Boston. En alguna de esas mañanas, cuando tres o cuatro navíos atracan a la vez, por lo común procedentes de África o de Sudamérica, o están a punto de zarpar hacia aquellos destinos, se oye el crepitar de los pasos repetidos que suben y bajan a toda prisa los escalones de granito de la Aduana. En este instante, aun antes de que lo salude su esposa, podemos estrechar la mano del capitán del barco, curtido por el mar, recién llegado a puerto, con los papeles de la embarcación en una caja de hojalata deslucida bajo el brazo. También en este instante se nos presenta el dueño de la embarcación, de buen humor o mal talante, afable o enojado, en función de si las expectativas acerca del viaje ya terminado se han cumplido o truncado, si las mercancías podrán convertirse fácilmente en oro o acabarán aplastándolo bajo el peso de los problemas, de los que nadie lo ayudará a librarse. En este instante, también vemos –germen del mercader de entrecejo arrugado, barba canosa y gesto preocupado– al joven empleado sagaz, que le toma el gusto al comercio como el lobezno a la sangre, y que ya se echa a las andanzas en los navíos de su capitán, cuando haría mejor en quedarse jugando con barcos de juguete en el estanque de un molino. Otro personaje de la escena es el marinero a punto de partir, que busca sus documentos; o el recién llegado, pálido y débil, que sólo quiere ingresar en el hospital. No debemos olvidarnos de los capitanes de las pequeñas goletas oxidadas que traen leña de las provincias británicas; un conjunto de marineros de aspecto rudo que, sin la viveza de los yankis, aportan un elemento no poco importante a nuestro comercio decadente.
Si llegaban a reunirse todos estos individuos, como sucedía en alguna ocasión, junto a algunos otros que daban diversidad al grupo, la Aduana se convertía en un escenario animado por un momento. Con mayor frecuencia, sin embargo, al subir los escalones, se podía distinguir –en la entrada si era verano, o en las habitaciones pertinentes si el tiempo era inclemente y hacía frío– una hilera de personajes venerables, sentados en sillas anticuadas, reclinadas sobre las patas traseras contra la pared. A menudo estaban dormidos, pero en ocasiones se los podía escuchar hablando entre ellos, con voces ajadas, una mezcla entre palabra y ronquido, y esa falta de energía que distingue a quienes viven en asilos, y a todo el resto de seres humanos que, para su subsistencia, dependen de la caridad, de un trabajo bajo monopolio, o de cualquier otra cosa que no sea su propio esfuerzo personal. Estos ancianos caballeros –sentados, como Mateo, en el banco de los tributos, pero no muy inclinados a seguir, como él, el llamado apostólico– eran los empleados de la Aduana.
Además, a mano izquierda, entrando por la puerta principal, hay un cuarto u oficina –de unos quince pies cuadrados, y una altura considerable–, con dos ventanas abovedadas que ofrecen una vista al muelle en ruinas antes descrito, y una tercera que mira a una callejuela estrecha, desde donde se ve también una parte de la calle Derby. Las tres permiten divisar las tiendas de comestibles, poleas, baratijas y provisiones navales, ante las puertas de las cuales suelen verse reunidos grupos de viejos lobos de mar que ríen y chismorrean, y otras ratas de muelle como las que merodean por el viejo barrio de Wapping. El cuarto en sí está lleno de telarañas, la pintura vieja le da un aspecto lúgubre; el suelo está cubierto de arena gris, siguiendo una moda que ya ha caído en desuso en cualquier otro lugar; y es fácil llegar a la conclusión, a juzgar por la dejadez general del lugar, de que éste es un santuario donde el sexo femenino, con sus instrumentos mágicos, la escoba y la fregona, entra muy rara vez. En cuanto al mobiliario, hay una estufa con una chimenea voluminosa; un viejo escritorio de pino con un taburete alto de tres patas a su lado; dos o tres sillas con asientos de madera, sumamente decrépitas e inseguras; y –no olvidemos la biblioteca– en algunos estantes, unos treinta o cuarenta tomos de las Actas del Congreso, junto a un voluminoso Compendio de Legislación Tributaria. Una tubería de estaño asciende atravesando el cielo raso, y conforma un medio de comunicación oral con otros puntos del edificio. Y aquí, hará unos seis meses –paseándose de un lado a otro, o descansando en el taburete alto, con el codo sobre el escritorio, recorriendo con la vista arriba y abajo las columnas del periódico de la mañana–, podría haber reconocido, respetado lector, al mismo individuo que le dio la bienvenida en su pequeño y alegre estudio, donde el sol brillaba muy agradablemente a través de las ramas de los sauces, en el lado oeste de la vieja casa parroquial. Pero ahora, si se dirigiera allí a buscarlo, preguntaría en vano por el administrador de Aduanas. La escoba de la reforma lo ha barrido de la oficina, y un sucesor de más mérito ostenta su dignidad y se embolsa su emolumento.
Esta vieja Salem –mi tierra natal, aunque he vivido mucho tiempo lejos de ella, tanto en mi infancia como en mi madurez– ejerce, o ejercía, un dominio sobre mis sentimientos de una fuerza de la que jamás me percaté durante las épocas en que viví aquí. De hecho, en lo que se refiere a su aspecto físico, con su superficie plana, monótona, cubierta casi toda por casas de madera, de las cuales pocas o ninguna aspiran a la belleza arquitectónica; con su irregularidad que no es ni pintoresca ni evocadora, sino sólo insulsa; con su carretera larga y perezosa, que se prolonga pesadamente a través de toda la extensión de la península, con Gallows Hill y Nueva Guinea en un extremo y una vista del asilo en el otro; con todas estas características, sería más sensato establecer un lazo afectivo con un tablero de damas desvencijado que con mi ciudad natal. Y sin embargo, aunque siempre he sido más feliz en cualquier otro lugar, en mi interior guardo un sentimiento por la vieja Salem que, a falta de una expresión mejor, me contentaré con llamar afecto. Quizá este sentimiento se deba a las raíces profundas y antiguas que atan a mi familia a su suelo. Hoy, hace más de dos siglos que el Briton original, el primer emigrante con mi nombre, hizo acto de presencia en el asentamiento agreste rodeado de bosques, que desde entonces se ha transformado en una ciudad. Y aquí han nacido y aquí han muerto sus descendientes, que han mezclado su substancia terrenal con la tierra, hasta tal punto que no hay parte de ésta, por pequeña que sea, que no tenga algo en común, necesariamente, con el cuerpo mortal con el cual, durante un tiempo, camino yo por las calles. En parte, pues, el vínculo del que hablo pasa por la mera simpatía sensual del polvo por el polvo. Pocos de mis compatriotas podrían entenderlo y, dado que la trasplantación quizá sea más conveniente para las raíces, tampoco es deseable que lo hagan.
Pero el sentimiento, de todos modos, tiene su calidad moral. La figura de aquel primer antepasado, investido por tradición familiar de una grandeza tenue y oscura, estuvo presente en mi imaginación infantil desde que tengo uso de memoria. Todavía me envuelve y me genera una suerte de sensación de hogar en el pasado, que apenas siento en referencia a la fase actual de la ciudad. Siento que tengo mucho más derecho a residir aquí a causa de este progenitor barbudo, serio, de abrigo de piel y sombrero de copa alta –que llegó tan temprano, con su Biblia y su espada, y pisó la calle virgen con tan soberbio porte e hizo de sí tan gran figura, como hombre de guerra y de paz–, que el que podría reclamar por mí mismo, pues mi nombre rara vez se oye y mi rostro apenas se conoce. Fue soldado, legislador, juez; fue la voz de mando en la Iglesia; tenía todos los rasgos característicos de los puritanos, tanto los buenos como los malos. Fue también un inflexible perseguidor, como atestiguan los cuáqueros, quienes lo han recordado a través de sus historias y relatan un ejemplo de su gran severidad para con una mujer, un incidente que pervivirá más tiempo, mucho me temo, que cualquier registro de sus buenas acciones, aunque éstas fueron muchas. Su hijo también heredó el talante perseguidor, y se hizo tan conspicuo en el martirio de las brujas que bien puede decirse que quedó manchado con su sangre. En efecto, una mancha tan profunda, que sus viejos huesos secos, en el cementerio de la calle Charter, deben conservarla aún, si es que no se han convertido en polvo por completo. Ignoro si estos antepasados míos pensaron alguna vez en arrepentirse y pedir el perdón de los cielos por sus crueldades; o si ahora gimen, padeciendo las pesadas consecuencias de sus actos, en otro estado del ser. De todos modos, yo, que ahora escribo estas líneas, como su representante, me hago cargo de la vergüenza de sus actos y ruego que cualquier maldición sobre sus descendientes –como he oído, y que parecería existir dada la triste y poco próspera condición de la estirpe desde hace ya muchos años– deje de pesar de hoy en adelante.
No cabe duda, sin embargo, de que cualquiera de estos severos y sombríos puritanos habría creído que ya era suficiente expiación por sus pecados el que, después de un lapso de tiempo tan prolongado, el viejo tronco del árbol familiar, con tanto venerable musgo sobre sí, haya venido a dar, como brote en lo más alto de su copa, a un ocioso como yo. Jamás considerarían digno de elogio ninguno de los objetivos que he acariciado; cualquiera de mis aciertos –si es que mi vida, más allá del ámbito familiar, ha sido alguna vez iluminada por el éxito– habrían de considerarlo, cuando menos, infructuoso, si no verdaderamente deshonroso. «¿Qué hace?», murmura una sombra gris de mis antepasados a la otra. «¡Es escritor de relatos! ¿Qué tipo de ocupación es ésa? ¿Qué manera de glorificar a Dios, o de ser útil para la humanidad de su época puede ser ésa? ¡Bien podría este degenerado haber sido violinista!». Tales son los elogios que me prodigan mis grandes antepasados, a través del océano de los tiempos. Y, sin embargo, a pesar de todo su desprecio, rasgos importantes de su naturaleza se han entrelazado con la mía.
Arraigada con hondas raíces, en la más temprana infancia y niñez de la ciudad por estos dos hombres serios y enérgicos, la estirpe ha subsistido aquí desde entonces; siempre, también, digna de respeto; nunca, por lo que yo sé, deshonrada por un solo miembro indigno; pero, por otra parte, rara vez o nunca, después de las dos primeras generaciones, tampoco ha protagonizado ninguna gesta memorable, ni siquiera ha dado motivos para la notoriedad pública. Poco a poco, se ha hundido hasta casi perderse de vista; así como las casas antiguas, aquí y allá por las calles, se van cubriendo hasta el techo a medida que se acumula nueva tierra. De padres a hijos, durante más de cien años, se lanzaron al mar; un capitán de cabellos grises, en cada generación, dejaba el alcázar de su navío para retirarse a la finca familiar, mientras que un muchacho de catorce años tomaba su lugar hereditario frente al mástil, confrontando las olas y los temporales que ya habían azotado a su padre y a su abuelo. El muchacho, a su debido tiempo, también pasó del camarote de proa a la cabaña, vivió una madurez tempestuosa, y regresó de sus andanzas por el mundo, a envejecer y morir, y mezclarse con el polvo de su tierra natal. Esta larga conexión de una familia con un solo lugar, a la vez cuna y sepultura, crea cierto parentesco entre el ser humano y la localidad, más allá de cualquier encanto del paisaje o circunstancia moral que lo rodee. No es amor, sino instinto. El nuevo habitante –procedente él mismo de tierras lejanas, o su padre o abuelo– tiene poco derecho a que se lo llame salemita; no tiene idea de la tenacidad con que un antiguo poblador, sobre quien pesan tres siglos, se aferra al lugar donde se han asentado sus sucesivas generaciones. Poco importa que éste le parezca triste, que esté cansado de las viejas casas de madera, el barro y el polvo, la homogeneidad absoluta entre sitio y sentimiento, el viento helado del Este, y un ambiente social más frío todavía; todo ello, y cuantos defectos pueda imaginar, nada tiene que ver con la cuestión. El encanto sobrevive, y tan poderoso como si el lugar natal fuera un paraíso terrenal. Así sucedió conmigo. Sentí que era casi un designio del destino el hacer de Salem mi hogar; de manera que el conjunto de rasgos y carácter que por tanto tiempo habían sido habituales aquí –siempre, cuando un representante de la estirpe acababa en la tumba, otro asumía, como correspondía, su marcha centinela a lo largo de la calle principal– todavía se puede ver y reconocer en mis modestos días. Con todo, este preciso sentimiento evidencia que esta relación ha adquirido un carácter enfermizo y que debería, cuando menos, romperse. La naturaleza humana no florecerá ni dará frutos, no más que una patata, si se planta y vuelve a plantar durante una larga sucesión de generaciones en el mismo suelo desgastado. Mis hijos han nacido en otras tierras y, en la medida en que su suerte dependa de mí, echarán raíces en otro lugar.
Al abandonar la vieja casa parroquial, fue principalmente este apego extraño, indolente y triste a mi ciudad natal lo que me llevó a ocupar un puesto en el edificio de ladrillo del Tío Sam, cuando bien podría haber ido a cualquier otra parte. Pero estaba escrito. No era la primera vez, ni la segunda, que me alejaba –al parecer, de forma permanentey sin embargo regresaba, como regresa el billete falso, o como si Salem fuera, inevitablemente, el centro de mi universo. Y así, una agradable mañana, subí la escalera de granito, con el nombramiento del presidente en el bolsillo, y fui presentado al cuerpo de caballeros que habría de ayudarme a sobrellevar la responsabilidad que implicaba mi cargo de oficial en jefe de la Aduana.
Dudo mucho –o mejor dicho, dudo absolutamente– de que algún funcionario público de los Estados Unidos, ya sea civil o militar, haya tenido jamás bajo su mando a un cuerpo de veteranos tan patriarcales como el que me cupo en suerte. Nada más verlos, me quedó claro dónde se instaló el primer poblador. Durante los veinte años anteriores, la posición independiente del inspector había permitido a la Aduana de Salem permanecer al margen del torbellino de las vicisitudes políticas, lo cual generalmente hace que la gestión resulte frágil. Como militar que era –el soldado más distinguido de Nueva Inglaterra–, se mantuvo firme sobre el pedestal de sus servicios heroicos; seguro de la sabia liberalidad de los sucesivos gobiernos, bajo los cuales había ejercido su cargo, había sido el salvador de sus subordinados en muchas horas de peligro y zozobra. El general Miller era radicalmente conservador; un hombre sobre cuyo amable carácter la costumbre ejercía no poca influencia, con un fuerte apego a las caras familiares; difícilmente se sentía inclinado al cambio, aun cuando éste pudiera significar una mejora incuestionable. Así pues, al hacerme cargo de mi departamento, encontré no pocos hombres ancianos. En su mayoría eran viejos capitanes de barco, quienes, después de haber surcado todos los mares y permanecido estoicamente en pie frente a los impetuosos avatares de la vida, habían recalado por fin en aquel rincón tranquilo, en donde poco los perturbaba, con excepción de los miedos periódicos ante una elección presidencial, y donde todos ellos habían adquirido una nueva existencia. Y si bien se hallaban tan expuestos como los demás mortales a los achaques de los años y las enfermedades, poseían sin duda una suerte de talismán que mantenía a raya a la muerte. Dos o tres de ellos, se me aseguró, padecían de gota o reumatismo, o quizá estaban postrados en sus lechos, y no se los veía en la Aduana ni por casualidad durante gran parte del año; sin embargo, tras un invierno de letargo, salían de sus guaridas al calor de los rayos de mayo o junio y desempeñaban con pereza lo que ellos llamaban su deber, para luego, a su propio ritmo y conveniencia, retornar de nuevo al lecho. Debo confesar que abrevié la existencia oficial de más de uno de estos venerables servidores de la República. Con mi consentimiento, se les permitió retirarse de sus arduas labores, y poco después –como si su único principio de vida hubiera sido servir con celo a su país, como en verdad creo que lo fue– pasaron a mejor vida. Me sirve de piadoso consuelo el saber que, gracias a mi intervención, se les concedió tiempo suficiente para que se arrepintieran de todo acto perverso y de corrupción en que, como es de esperar, tarde o temprano se supone que incurre todo empleado de la Aduana. Ninguna de las puertas de la Aduana, ni la principal ni la trasera, abren el camino que conduce al Paraíso.
La mayor parte de mis subordinados pertenecía al partido Whig. A su venerable hermandad le convenía que el nuevo inspector no fuera político, y que, si bien era en principio un fiel demócrata, no obtuviera ni mantuvo su cargo como recompensa por los servicios prestados en el campo de la política. De no haber sido así –de haber ocupado este cargo influyente un político activo, para llevar a cabo la sencilla tarea de oponerse al inspector whig, cu...
Índice
- Portada
- NOTA DEL ILUSTRADOR
- PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN
- Introducción a La letra escarlata LA ADUANA
- Capítulo I LA PUERTA DE LA PRISIÓN
- Capítulo II EL MERCADO
- Capítulo III EL RECONOCIMIENTO
- Capítulo IV EL ENCUENTRO
- Capítulo V HESTER, AGUJA EN MANO
- Capítulo VI PEARL
- Capítulo VII EL SALÓN DEL GOBERNADOR
- Capítulo VIII LA NIÑA DUENDE Y EL MINISTRO
- Capítulo IX EL MÉDICO
- Capítulo X EL MÉDICO Y SU PACIENTE
- Capítulo XI EL INTERIOR DE UN CORAZÓN
- Capítulo XII LA VIGILIA DEL MINISTRO
- Capítulo XIII HESTER CAMBIA DE OPINIÓN
- Capítulo XIV HESTER Y EL MÉDICO
- Capítulo XV HESTER Y PEARL
- Capítulo XVI UN PASEO POR EL BOSQUE
- Capítulo XVII EL PASTOR Y SU FELIGRESA
- Capítulo XVIII UN TORRENTE DE LUZ
- Capítulo XIX LA NIÑA JUNTO AL ARROYO
- Capítulo XX EL MINISTRO EN EL LABERINTO
- Capítulo XXI DÍA DE FIESTA EN NUEVA INGLATERRA
- Capítulo XXII LA PROCESIÓN
- Capítulo XXIII LA REVELACIÓN DE LA LETRA ESCARLATA
- Capítulo XXIV CONCLUSIÓN