
- 176 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Los ingrávidos
Descripción del libro
¿Cuántas vidas y cuántas muertes son posibles en la existencia de una misma persona? Los ingrávidos es una novela sobre existencias fantasmales; una evocación, a la vez melancólica y llena de humor, sobre la imposibilidad del encuentro amoroso y el carácter irrevocable de la pérdida. Dos voces componen esta novela. La narradora, una mujer del México contemporáneo, relata sus años de juventud como editora en Nueva York, en los que el fantasma del poeta Gilberto Owen la perseguía por el metro. Ambos narradores se buscan en el espacio insondable de los trenes subterráneos, donde viajaban en sus respectivos pasados.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Literatura general
El mediano me despierta:
¿Sabes de dónde vienen los mosquitos, mamá?
¿De dónde?
De la regadera. De día están en la regadera y de noche nos pican.
*
Todo empezó en otra ciudad y en otra vida, anterior a ésta de ahora pero posterior a aquélla. Por eso no puedo escribir esta historia como yo quisiera –como si todavía estuviera ahí y fuera sólo esa otra persona–. Me cuesta hablar de calles y de caras como si aún las recorriera todos los días. No encuentro los tiempos verbales precisos. Era joven, tenía las piernas fuertes y flacas.
(Hubiera querido empezar como termina A Moveable Feast de Hemingway).
*
En esa ciudad vivía sola en un departamento casi vacío. Dormía poco. Comía mal y sin variar mucho. Llevaba una vida sencilla, una rutina. Trabajaba como dictaminadora y traductora en una editorial pequeña que se dedicaba a rescatar «perlas extranjeras» que nadie compraba –porque al fin y al cabo estaban destinadas a una cultura insular donde la traducción se abomina por impura–. Pero me gustaba mi trabajo y creo que durante un tiempo lo hice bien. Además, en la editorial se podía fumar. De lunes a miércoles iba a la oficina; los jueves y viernes estaban reservados para hacer investigación en las bibliotecas. Todos los lunes llegaba temprano y de buen ánimo, con un vaso de cartón lleno de café. Saludaba a Minni, la secretaria, y luego al chief editor, que era el único editor pero era el chief. Se llamaba White. Me sentaba en mi escritorio, me hacía un cigarro de tabaco rubio y trabajaba hasta entrada la noche.
*
En esta casa vivimos dos adultos, una bebé y un niño mediano. Decimos que es el niño mediano porque aunque es el mayor de los dos, él insiste en que aún es mediano. Y tiene razón. Es el mayor pero es chico, así que es mediano.
Hace unos días mi marido pisó un esqueleto de dinosaurio mientras bajaba las escaleras y hubo un cataclismo. Llantos, gritos, temblores: el dinosaurio era irrestaurable. Ahora ya el T-Rex es irrescutable, decía el niño mediano entre sollozos. A veces tenemos la impresión de ser como dos Gullivers paranoicos, caminando eternamente de puntillas para no despertar a nadie, para no pisotear nada importante y frágil.
*
En invierno pegaban tormentas de viento. Pero usaba minifaldas porque era joven. Escribía cartas a mis conocidos, les contaba sobre mis caminatas, sobre mis piernas enfundadas en unas medias grises, sobre mi cuerpo envuelto en un abrigo rojo, con hondos bolsillos. Escribía cartas sobre el viento frío que acariciaba esas piernas y comparaba el aire helado con los picos de una barbilla mal rasurada, como si el aire y unas piernas grises que caminan por las calles fueran material literario. Cuando alguien ha vivido solo durante mucho tiempo, el único modo de constatar que sigue existiendo es articular las actividades y las cosas en una sintaxis compartible: esta cara, estos huesos que caminan, esta boca, esta mano que escribe.
Ahora escribo de noche, cuando los dos niños están dormidos y ya es lícito fumar, beber y dejar que entren las corrientes de aire. Antes escribía todo el tiempo, a cualquier hora, porque mi cuerpo me pertenecía. Mis piernas eran largas, fuertes y flacas. Era propio ofrecerlas; a quien fuera, a la escritura.
*
Una novela silenciosa, para no despertar a los niños.
*
En aquel departamento había sólo cinco muebles: cama, mesa-comedor, librero, escritorio y silla. El escritorio, la silla y el librero, en realidad, se integraron después. Cuando llegué a vivir ahí, encontré sólo una cama y un comedor plegable de aluminio. Había también una tina empotrada. Pero no sé si eso cuente como mueble. Poco a poco, el espacio se fue habitando, aunque casi siempre con objetos pasajeros. Los libros de las bibliotecas pasaban los fines de semana apilados en una torre junto a la cama y desaparecían el lunes siguiente, cuando los llevaba a la editorial para dictaminarlos.
*
En esta casa tan grande no tengo un lugar para escribir. Sobre mi mesa de trabajo hay pañales, cochecitos, transformers, biberones, sonajas, objetos que aún no termino de descifrar. Cosas minúsculas ocupan todo el espacio. Atravieso la sala y me siento en el sofá con mi computadora en el regazo. El niño mediano entra a la sala:
¿Qué estás haciendo, mamá?
Escribiendo.
¿Escribiendo nomás un libro?
Nomás escribiendo.
*
Las novelas son de largo aliento. Eso quieren los novelistas. Nadie sabe exactamente lo que significa pero todos dicen: largo aliento. Yo tengo una bebé y un niño mediano. No me dejan respirar. Todo lo que escribo es –tiene que ser– de corto aliento. Poco aire.
*
A veces compraba vino, aunque la botella no duraba ni una sentada. Rendían un poco más el pan, la lechuga, los quesos, el whisky y el café, en ese orden. Y algo más que esas cinco cosas juntas, el aceite y la salsa de soya. Pero las plumas y encendedores, por ejemplo, iban y venían como adolescentes empeñados en demostrar su exceso de voluntad y absoluta autonomía. Sabía que no era bueno depositar ninguna clase de confianza en los objetos de una casa; que en cuanto nos acostumbramos a la presencia silenciosa de una cosa, ésta se rompe o desaparece. Mis vínculos con las personas que me rodeaban estaban marcados de igual manera por esos dos modos de la impermanencia: quebrarse o desaparecer.
Lo único que perdura de aquel período son los ecos de algunas conversaciones, un puñado de ideas recurrentes, poemas que me gustaban y releía una y otra vez hasta aprenderlos de memoria. Todo lo demás es elaboración posterior. Mis recuerdos de esa vida no podrían tener mayor contenido. Son andamiajes, estructuras, casas vacías.
*
Yo también voy a escribir un libro, me dice el niño mediano mientras preparamos la cena y esperamos a que vuelva su papá de la oficina. Su papá no tiene oficina, pero tiene muchas citas de trabajo y a veces dice: Ya me voy a la oficina. El mediano dice que su papá trabaja en el trabajorio. La bebé no dice nada, pero un día va a decir Pa-pá.
Mi marido escribe películas, pero también comerciales de televisión y a veces poemas. Él cree que ya perdió la vitalidad que se necesita para escribir buenos poemas, así que los anota en una libreta café que siempre esconde en un cajón con llave.
¿Cómo se va a llamar tu libro?, le pregunto al mediano.
Se va a decir: Papá siempre regresa enojado del trabajorio.
*
En nuestra casa se va la luz. Hay que cambiar los fusibles muy a menudo. Ésa es una palabra de adquisición reciente en nuestro vocabulario cotidiano. Se va la luz y el mediano dice: Ya se fusilaron los fusibles.
No creo que hubiera fusibles en aquel departamento, en aquella otra ciudad. Nunca vi el medidor, nunca se fue la luz, nunca cambié un foco. Todos eran de neón: duraban para siempre. Un estudiante chino vivía en la ventana de enfrente. Estudiaba hasta muy tarde bajo su foco muerto; yo también leía hasta muy tarde. A las tres de la mañana, con precisión oriental, él apagaba la luz de su sala. Encendía la lámpara del baño y, cuatro minutos después, la apagaba otra vez. La de su cuarto nunca la prendía. Efectuaba sus rituales íntimos a oscuras. Me gustaba ima...
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