CHARLIE
Te sientas en la silla incómoda de la academia con cierta relajación mientras la profesora escribe la fecha en inglés en la pizarra. September 21st. Es viernes por la tarde, la semana ha terminado, vienes a esta aburridísima clase sobre los phrasal verbs a desconectar el cerebro. Aquí no existe tu familia y tampoco el instituto. Los phrasal verbs son fáciles. Te recuestas y el respaldo se te clava en la columna. Te recoges el pelo. Vas por imposición paterna. Porque siempre se puede hablar mejor inglés. Vas con resignación. Siguen entrando los últimos alumnos, tú te has sentado en una esquina al fondo buscando soledad. La silla contigua está vacía y no esperas que se llene. Entonces lo ves entrar a él. Mierda, piensas. O mejor: no piensas nada. Te yergues, porque recostada las piernas se te estampan contra la silla y tus muslos parecen gordos. Te yergues. Te sueltas el pelo. Te lo pasas por detrás de las orejas. Mierda.
Es Charlie, del grupo de los mayores. A ti Charlie te da igual. Te cae mal, incluso. Pero al entrar él por la puerta, entra también el instituto. Solo queda una silla libre y Charlie la ocupa, sus piernas abiertas, su olor potente. Seguro que viene de baloncesto. Los de segundo tienen baloncesto a última hora. Dice la Ramírez que les viene bien, que así descargan energía. Le miras apoltronado en la silla y no sabes qué energía tiene que descargar. La clase empieza.
–Oye, ¿te importa si compartimos el libro? Es que no lo tengo aún…
Joder. En serio. Por qué a ti. No, claro, no te importa. Os arrimáis un poco. Hay que rellenar unas frases a las que les faltan sus verbos. Él va a intervenir, pero tú lo haces en cinco minutos y dejas el lápiz sobre el libro. No le ves ningún problema a tu prisa, a terminar en cinco minutos y relajarte. Tu prisa, que no deja que lo demás intervengan. Inclinados sobre el libro, ves un arito que tiene Charlie en su oreja izquierda.
–¿No tendrás una hoja y un boli?
Verdaderamente, es idiota. Quién viene a clase sin nada. Sacas el estuche y buscas entre tus preciados pilots un boli bic. Se lo das. Luego sacas de la mochila una carpeta y de la carpeta una hoja.
–Joder, ya decía yo que me sonaba tu cara. Vas al Lope de Vega también, ¿no?
Charlie ha reconocido algunos de los trabajos de la carpeta, las fotocopias que reparte la Pato seguramente, o los proyectos de dibujo técnico que luego se cuelgan en los pasillos.
–¿Tú no eres la que ganó el premio de redacción el año pasado?
Esa eres tú. Sonríes incómoda. Tener que coincidir con Charlie en la academia del barrio no te entusiasma, pero al menos aquí no eras la empollona. Aquí te sentabas en última fila y pasabas de todo. Dices que sí, que eres tú, a la defensiva. Charlie lleva una camiseta de Extremoduro y sigue oliendo a baloncesto. Esperas la reacción clásica de vuelta: «Qué empollona», «Qué coñazo», «Qué listilla». Reconoces que esa eres tú y bajas la vista al libro.
–Me moló un montón tu cuento. Tenía un rollo Cortázar, ¿lo conoces?
Te sorprendes. Desde luego, no es la reacción clásica. Si no se hiciese llamar Charlie, si no tuviera un arito en la oreja ni llevase una camiseta horrible, si no oliese a baloncesto y si se hubiera traído un cuaderno y un lápiz, a lo mejor el chico te caía bien. Sabes que tienes un grano en la barbilla y no puedes dejar de pensar en él.
–¿Te moló en serio?
–Mazo. Era superdivertido.
Sonríes nerviosa. ¿Eres superdivertida?
Acaba la clase y salís a la puerta. Buscas el contacto visual y le dices: «Bueno, pues ya nos verem…». Él escupe: «Venga, adiós», sin mirarte.
Charlie mira a los lados y huye con la mochila negra colgando de un hombro y poniéndose los cascos mientras camina. No sabes qué música escucha, pero tienes la certeza de que no la conoces. Qué adiós tan breve. Aún hace calor, pero una brisa leve anuncia el final del verano, el comienzo del curso. Caminas inmersa en ti misma y no sabes aún que dentro de nueve meses, al inicio del próximo verano, estarás escribiéndote con Charlie. No sabes nada, solo quieres llegar a casa, tener el salón para ti sola y ponerte una película.
Todos te lo han puesto fácil. Un día empezaron a hablar de mí en pasado. «¿Os acordáis de cuando Marta tenía una amiga invisible?», «¿Os acordáis de cómo hablaba con Belaundia Fu por teléfono?», «¡Y en el Huerto, cómo no nos vamos a acordar!». Tú callas, y solo los que conocemos lo expresiva y habladora que eres tememos silenciosamente lo que callas. Callas y miras a tu alrededor con cara de no haber roto un plato, con cara de qué maja yo, que tenía una amiga invisible.
–¿De dónde te sacarías lo de Belaundia Fu?
–¡Y yo qué sé, dejadme en paz!
Me quieres ignorar, pero aquí sigo. Quién lo iba a decir. Los niños se suelen desembarazar de sus amigos invisibles en torno a los seis años. Ocho, como máximo. Diez, a lo sumo. A la edad en la que se deja de creer en los Reyes Magos y en el Ratoncito Pérez y, en fin, en los amigos invisibles. Yo sigo aquí. Tampoco es que me sigas interpelando como a una amiga invisible, claro. Soy una voz. Una de tantas. Fíjate, hay un montón: la Marta cínica, la Marta trágica, la Marta melancólica. Las Martas esdrújulas son terribles. No todas, es cierto. La Marta cómica, la Marta lúdica, la Marta excéntrica. Con esas te llevas mejor. La Marta dramática te agota. La Marta profética te asusta. A la Marta típica la rechazas. A la Marta simpática la reservas para las ocasiones especiales, es como una niña que se cansa enseguida.
Luego están las Martas agudas. La Marta fiel, la Marta vil, la Marta audaz, la capaz, la infantil. La Marta sutil, tan tímida, tan escondida. La Marta feliz, tan sensible.
Abundan también, por supuesto, las Martas llanas. La Marta débil, la Marta buena, la Marta terca, la Marta inútil. La irascible, la temible, la impaciente. La Marta sencilla, que quieres que exista pero que no existe. La Marta cauta. La Marta tierna. La Marta Marta.
Yo solo soy otra voz, o varias voces reunidas, pero me diste nombre y al darme nombre me diste importancia, y desde esa importancia te hablo, sensata, diurna, equilibrada, alegre, ideal, infalible. Por algún motivo has decidido que todos esos adjetivos tienen otro nombre, que no pueden tener el tuyo. Los llamaste Belaundia Fu, y yo te pido al menos que me llames Bela, a estas alturas, pero tú no quieres, he dejado de caerte siempre bien. Lo sé. Lo sé ahora, te digo que Charlie no me gusta y sé que no quieres escucharme. Y lo sabré dentro de nueve meses, cuando ya sea verano y Charlie no te guste a ti tampoco, y aun así no quieras darme la razón, en una especie de orgullosa reivindicación de tus errores.
–Nada.
Es el mejorpeor verano de tu vida y no eres capaz de ...