VIDAS MODERNAS (I)
MIAMI BEACH
El ruido de los aviones atravesaba el cielo interminable del Distrito Federal. No podía seguir en la ciudad. Me subí a uno de esos vuelos hasta la frontera. Entré por el sur y durante tres días recorrí en ómnibus Texas, Luisiana, Misisipi y parte de Alabama, antes de hundirme en el embudo de la Florida. Vi los cielos enfermos. Vi las calles y los puestos de comida rápida y las gasolineras profundas de América. Si miras el mapa, te vas desplazando de oeste a este por tierra continental y de repente caes en este hueco.
Mi amiga Elis me hospedó en su casa, un apartamento de dos cuartos en una isla al norte de Miami Beach. Me había esperado en Tampa, vinimos en su Toyota blanco. Era mi vecina de la infancia y ahí estábamos ambos encerrados en un auto, unidos por una vida anterior. Veinte años después ella había decidido serle fiel a eso.
–Puedes quedarte conmigo todo lo que haga falta –dijo.
En ese entonces aún no se había mudado con el Fanático ni trabajaba de vendedora en una galería de arte. Bebía algunos sorbos de café y luego lo ponía en el portavaso entre los asientos delanteros del auto. Vestía de negro y tenía ojeras y usaba un reloj Swatch igualmente negro.
Las ventanillas bajas.
–No quiero molestar –dije–. En cuanto me encamine busco una renta.
Elis me miró con suspicacia, como si alguien de mi estirpe no pudiera encaminarse o como si no existiera tal cosa. En verdad, ¿qué quería decir con eso?
–Desde luego –dijo–, pero por ahora puedes quedarte en casa. Mis roommates te van a encantar.
Su amabilidad la volvía aún más extraña para mí. Quiero decir, no era una persona que yo conociera. Nos habíamos visto en la primaria, en el barrio, nuestras familias debieron haberse hecho algún favor, no más.
–¿Y tu padre?
–Enfermo –dije.
–¿Y tu madre?
–No está.
Me sentía incómodo en aquel asiento, lejos de todos. El viento me daba en la cara, decidí enfocarme en eso. Elis, con una mano en el timón, la otra en el vaso de café. Manejaba con soltura. Se lo dije, y no dije nada más por un rato.
–Es lo que más hago –contestó–: manejar.
La carretera partía en dos la línea del horizonte. El carro avanzaba como una tijera, cortando la superficie. Hasta que me apagué. Elis me despertó ya en los bajos de su edificio. Subimos en ascensor hasta su apartamento en el tercer piso a mitad de un pasillo de paredes blancas. Escalera de evacuación al fondo.
La cocina en la entrada, a la derecha. Un tipo joven como nosotros cortaba verduras sobre una tabla de madera junto al fregadero. Avanzó cuchillo en mano. Pensé que iba a saludarme, pero se detuvo en el refrigerador. Llevaba el pelo recogido en un moño apretado. Un pelo negro, tupido, ya salpicado de canas y con algunas hebras sueltas. Elis nos presentó y salió corriendo al baño.
–¿Y qué? –dijo el Instrumentista.
–Ahí.
–Ponte cómodo, bróder.
Se limpió las manos en el delantal y se sopló la nariz en el fregadero.
Pasé a la sala. Puse mi mochila en el suelo y me senté al borde de un sofá cama que ocupaba el largo de la pared. Ahí iba a dormir. En el balcón había otro tipo, recortado contra la luz naranja de las tardes de Miami. Miraba algo.
Elis vino hacia mí, subiéndose el zipper del jeans. Me llevó al balcón y me presentó a Juan. Lo que Juan miraba, absorto, era un mapa de Estados Unidos que colgaba de un clavo.
Se volteó por un segundo y me abrazó. Su cuerpo rígido, como si una varilla lo atravesara y no pudiera girar con soltura. Era alto y potente. Pensé que iba a crujir entre sus brazos.
–Bienvenido –me dijo–. Un nuevo amigo, siempre es bueno un nuevo amigo.
Sonrió con cortesía y volvió a lo suyo. Algo no estaba bien en él. Podía decir eso de más gente, pero en él las cosas parecían estar mucho peor.
–Es autista –me dijo Elis un rato después, en su cuarto, tumbada en su cama.
Ahora vestía un short, camiseta holgada y medias cortas. Yo seguía de pie, llevaba ya más de una hora de pie, a pesar de que Elis me había dicho que si quería me acostara también.
Luego el Instrumentista entró de golpe. Dijo que me veía desencajado y que necesitaba un arreglo. Me arrastró a varias millas de allí. Barbero me dio la bienvenida y me cortó el pelo. Le pregunté cómo se llamaba y dijo que así, Barbero.
ÍNTIMAS CARTAS DE AMOR
Freddy Olmos toma un vaso de leche sin azúcar y se va a la cama. En el cuarto, un cuchitril pequeño y vibrante, flota el olor de todos los hombres que han pasado por ahí desde que una señora, de la que no recuerda bien el rostro, le alquiló el apartamento y con la misma se largó sin despedirse.
Afuera, un taxi verde oscuro de repente comienza a zigzaguear y se vuelca en mitad de la calle. Sobre la sábana blanca de su cama, ya adormecido, Freddy Olmos no es una persona ni fea ni linda. En su sueño un grupo de conocidos se persigna e inmediatamente se echan al mar.
Muy temprano sale para el trabajo. La mañana se le gasta vendiendo sellos postales en la taquilla de un banco ubicado en los bajos de un edificio de Telecomunicaciones, a unas calles de su apartamento.
De regreso, se lleva a casa un paquete de sellos de diez pesos. Los ojos le arden. Ve unas paredes vacías y una mesa de cristal con un cesto cargado de frutas de plástico en el centro.
Se sienta a la mesa y se pone a redactar una carta que no parece tener fin. Pasa más de dos horas en eso. De tanto en tanto va hasta el grifo de la cocina y toma un poco de agua. Llena varios folios, los guarda en un sobre y luego certifica con uno de los sellos de diez pesos. Sube hasta su cuarto y deja la carta en su mesa de noche. Después vuelve a redactar, pero la mano se le cansa y abandona esta otra carta a la mitad.
SOSPECHOSOS HABITUALES
En ese entonces tenían dieciocho o diecinueve años y no había nada alrededor de ellos que no hubiera estado por siempre ahí. Ninguno de los dos quería llevar la mochila y cada par de cuadras se la iban a turnar. Poca gente en la calle. En la esquina de Anglona y Minerva sus cuerpos enclenques no soltaban ni sombra.
–Hay que liquidar esto rápido –dijo Maikro.
–Primero tengo que desayunar –contestó Barbero, que en ese momento todavía no era Barbero ni nada que se le pareciera.
Un transformador chisporroteaba en el poste eléctrico. Ese ruido constante se metió en la cabeza de ambos y comenzó a actuar sobre ellos sin que ninguno de los dos se diera cuenta.
Un coche de caballos cruzó en contra la calle vacía. El cochero era un viejo con camisa verde olivo gastada y sombrero de guano tejido.
–Mala señal –dijo Maikro.
–¿Qué cosa?
–Ese viejo en contra a esta hora.
Algunas señalizaciones seguían ahí, caídas o borrosas, pero ya no había calles a favor o en contra, sino una sola calle que fingía convertirse en muchas y que los iba a llevar siempre al mismo sitio.
Esperaron a que el coche pasara. Lento, lentísimo. Bajaron hasta Calzada y doblaron a la izquierda. Un bus avanzaba hacia ellos, también en sentido contrario.
–¡Cómo! –gritó Maikro.
–¿Qué cosa? –volvió a preguntar Barbero.
–Esto también en contra. –Y Maikro señaló el bus.
–No te queje...