Capítulo 1
La casa común: el mundo en el que vivimos
Que nuestro mundo sufre de graves problemas no es nada nuevo. La existencia de pobrezas, injusticias, desigualdades y explotación está hoy a la orden del día. De hecho, pobreza, injusticia, desigualdad y explotación han existido en mayor o menor grado a lo largo de toda la historia de la humanidad.
Mi nombre es Martín. Soy economista y toda mi vida he ejercido la labor de cooperante. Los y las cooperantes provenimos de muchas profesiones diferentes, pero creo que compartimos el desacuerdo y la indignación con la injusticia y la pobreza que existen en el mundo e intentamos vincular nuestra carrera profesional, así como nuestros esfuerzos personales, a combatirlas.
Personalmente, en mi primera juventud, creí firmemente que la injusticia y la pobreza eran —o serían— algo provisional y pasajero, porque en aquella época todo a mi alrededor apuntaba imparable hacia el progreso y la mejora de los estándares de calidad de vida para la especie humana.
Yo cursé la educación primaria en el sistema educativo público español allá por los años ochenta. “España acusa un rezago de 20 años respecto al desarrollo de nuestros países vecinos europeos”, nos decían. “Sí, es cierto”, aceptábamos todos sin rechistar, pero no podíamos quejarnos porque en aquellos tiempos ya era un hecho que la generación de mis padres vivía mejor de lo que lo hizo la de mis abuelos, y no nos cabía duda de que mi generación iba a vivir muy encima de lo que la anterior lo había hecho. “Bueno —pensaba yo ingenuamente— siendo así, y tomando en cuenta esta tendencia inevitablemente ascendente, pues solo hace falta esperar estos 20 años para converger y encontrarnos de tú a tú con nuestros vecinos del norte”. Por tanto, el progreso era inevitable y una simple cuestión de tiempo. Total, ya habíamos dejado atrás los periodos de guerras y las democracias se iban extendiendo poco a poco por todo el mundo; el avance tecnológico auguraba más y mejor calidad de vida para todos y todas, y las nuevas generaciones perdíamos lastre conservador y nos subíamos al carro de la tolerancia y la modernidad.
En aquellas mis primeras reflexiones, también poco a poco los países del planeta, entonces llamados “subdesarrollados”, irían mejorando posiciones en años venideros y alcanzando la meta común de bienestar y desarrollo. Porque se trataba este de un movimiento global en el que todos los países partíamos de diferentes posiciones, pero avanzábamos inexorablemente, sin pausa, en la misma dirección, como una ola que nos arrastraba a todos hacia un futuro mejor. Era lógico pensar así, porque era impensable que alguien no quisiera llegar a esa meta. O más bien, yo creía que era impensable que alguien no quisiera que todos y todas llegáramos hasta allí. La inercia avasalladora del desarrollo nos envolvía y nos catapultaba sin remedio hacia el éxito colectivo. Qué esperanzadora noticia y qué alivio para nuestras aún no muy maltrechas conciencias.
Pero muy pronto me di cuenta de que esta visión tan optimista del futuro no era más que una pura ilusión.
Sin duda, la interpretación de los hechos es siempre subjetiva, y durante aquellos años en mí se entremezclaron una visión muy eurocentrista del desarrollo —fruto de mis ortodoxos estudios en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales— con el anhelo y la esperanza de que todo fuera bien y de que el éxito de la humanidad estuviera garantizado. Vamos, lo normal para un joven de 20 años… Sin embargo, la edad, la experiencia y la vida me llevaron a darme cuenta de que definitivamente no era cierta mi convicción sobre la inevitabilidad de la evolución y el desarrollo de la humanidad, y de que la historia, si no la cuidamos, también puede hacernos retroceder.
Mi despertar como persona consciente del mundo que habito me plantó ante la cruda realidad de un planeta donde lamentablemente persiste la pobreza, un mundo donde tristemente se continúan produciendo graves violaciones a los derechos humanos de las personas que lo habitamos y, más recientemente, la constatación de que vivimos en un planeta que atraviesa una grave crisis climática y ambiental sin precedentes, que puede significar un punto de no retorno y el fin de la vida tal y como la conocemos. Me caí del guindo cuando me fue revelado que resulta que no había sitio para todos y todas en esa meta de bienestar, paz y desarrollo tan ansiada durante la juventud. Y he ido descubriendo poco a poco y con desaliento que existen factores distorsionantes que afectan a esa inercia de progreso y desarrollo que nos apartan —y a veces alejan— del camino correcto. Qué gran batacazo para mis expectativas.
Un planeta con altas tasas de pobreza
y desigualdades económicas
Resulta que en nuestra casa común existen más de 1.300 millones de personas pobres viviendo en países en vías de desarrollo en pleno siglo XXI. La cifra se corresponde con casi el 17% de la población mundial. Son millones de personas que no cuentan con recursos suficientes para hacer frente a sus necesidades más básicas, o que carecen de acceso a salud, a educación, a vivienda, a un ambiente sano y saludable, así como a otros derechos y servicios que garantizan una vida digna a los seres humanos.
Este dato lo ofrece el Índice de Pobreza Multidimensional (IPM) creado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Iniciativa para el Desarrollo Humano y contra la Pobreza de la Universidad de Oxford, dos instituciones de gran prestigio en el ámbito del desarrollo hoy en día. Siendo este uno de los indicadores de pobreza multifactorial más completos que existe —en el sentido de que no incluye exclusivamente el factor de ingreso o renta como causa de pobreza (a diferencia de otros comúnmente usados)—, el IPM no analiza todos los países del mundo, sino exclusivamente 101 países en desarrollo. Esto es, quedan fuera de esta medición los llamados “países desarrollados” —o países ricos—, por lo que sin duda, si incluyéramos en la estadística también a la población pobre que vive en estos aventajados países, muy probablemente podríamos afirmar que la pobreza afecta a más del 20% de la población mundial. ¡El 20% de la humanidad! ¡Más de 1.400 millones de personas! Aunque la verdad, dados los niveles de estas cifras astronómicas, qué más dan 1.300 que 1.400 millones…
A cada uno de nosotros y nosotras solo nos importa si estamos dentro o fuera, si somos pobres o pertenecemos al club de los más afortunados. Por poner un ejemplo próximo, en España —país no incluido en este índice por ser “rico”— la pobreza severa alcanza el 5,4% de su población (2,5 millones de personas), muy por encima de la media europea del 3,5%, y hasta 12 millones de personas están en riesgo de pobreza y exclusión social. Creo que no es una buena noticia.
Me quiero detener en estos fríos datos. Porque una gran cifra como 1.300 o 1.400 millones de personas es tan anónima y anodina que no nos dice nada. Pero si es mi hermano o mi primo o una de mis mejores amigas la que ha sido desahuciada de su vivienda porque no puede pagar su hipoteca, entonces la cosa cambia. Porque el siguiente damnificado por el sistema puedo ser yo. Y eso sí que da miedo, ¿verdad? O el terror de contemplar cómo en mi barrio hay cada día más personas rebuscando comida en los contenedores de basura o esperando a que los supermercados desechen los productos perecederos. ¡Eso sí hace que se nos pongan los pelos de punta! Pues bien, imaginemos la vida en lugares del planeta donde lo que a nosotros nos parece básico o precario es simplemente inexistente.
Hasta hace bien poco, las clases medias españolas no nos hemos dado cuenta de que la pobreza está ahí, cada vez más cerca, acechándonos peligrosamente. En realidad, creo que muchos y muchas ni siquiera se han dado cuenta aún. Y, sin embargo, esa constatación, para los afortunados que sí la vemos, en lugar de fomentar nuestra empatía y solidaridad con el prójimo, nos ha afectado justo en el sentido contrario. Cuántas veces no hemos oído la frase: pero ¿cómo vamos a ayudar a los países menos desarrollados si en España aún hay tantas necesidades prioritarias por cubrir? Es increíble cómo el sistema ha conseguido convertir el miedo a la pobreza en un enfrentamiento entre las clases sociales precisamente menos privilegiadas, alejando el necesario debate sobre el reparto de la riqueza. El individualismo y el miedo a los otros ha crecido en este ambiente de lucha por una pequeña parte del pastel.
A mi llegada a Nicaragua para trabajar en un pequeño proyecto local con campesinos miembros de cooperativas agrarias conocí a Julio. Era un poco mayor que yo, éramos compañeros de trabajo en la organización en la que yo cooperaba, pasábamos muchas horas juntos y nos hicimos amigos. Julio era originario de Chinandega; su familia tenía pocos recursos, así que él, después de haber sido desmovilizado del ejército en 1989, una vez finalizó la guerra de baja intensidad contra la contra (contrarrevolución), se trasladó a Managua y con mucho esfuerzo consiguió estudiar Contabilidad. Ahora era el contable de esta asociación que se financiaba con fondos de cooperación internacional, tenía un sueldo de 600 dólares mensuales (en Nicaragua el PIB per cápita fue en 1997 de 917 dólares —832 euros actuales— y el salario mínimo 500 dólares) y la vida parecía sonreírle. Yo asumía que Julio pertenecía a la pequeñísima clase media que pudiera existir en el país: era un profesional con estudios medios y un trabajo formal —“formal” en este caso como sinónimo de contar con contrato y seguridad social, y en contraposición a “informal” o al margen de la legislación laboral vigente—, superaba en ingresos el salario mínimo, gozaba de salud y reconocimiento social entre su familia y amigos e iba siempre impecablemente limpio y con lustrosos zapatos… Yo lo admiraba porque me parecía que con pocos años más que yo había vivido intensas experiencias de compromiso y lucha, tan diferentes a mi acomodada vida.
Pues bien, Julio nos anunció un día en el trabajo que había decidido formar una familia, y que se iba a casar con Jessica, su novia de toda la vida, que llevaba tres años trabajando en una maquila de la zona franca donde cosía ropa para una empresa taiwanesa. Me propuso visitar su casa, donde ambos llevaban dos años invirtiendo sus ahorros, para que pudiéramos celebrar la noticia y pudieran mostrarnos la vivienda que pensaban estrenar en breve. Así que organizamos una fiesta con asado de carne en el patio de su casa para ese fin de semana. El sábado cogimos un bus urbano que nos dejó a la entrada de uno de los muchos asentamientos que existen en Managua. Los asentamientos son zonas habitacionales surgidas sin ningún tipo de planificación urbana, en terrenos baldíos invadidos por grupos de familias, que finalmente llegan a convertirse en suburbios de la ciudad.
Para llegar a la casa de Julio y Jessica caminamos unas cuadras por calles de tierra llenas de barro y charcos porque era época de lluvias, atravesando quebradas y rodeados por árboles y vegetación que crecía salvajemente en las márgenes y entre las precarias viviendas que encontrábamos a uno y otro lado del accidentado camino. El asentamiento tenía ya algunos años, por lo que el gobierno municipal se había visto obligado recientemente a instalar la luz y el agua para el barrio. Los cables eléctricos volaban de un poste a otro y se enredaban con las ramas de los palos de mango.
Mi amigo Julio y Jessica tenían un terreno con un patio donde crecía un bonito árbol frutal, y en el que habían construido una vivienda con bloques de cemento de un solo ambiente, con una única ventana resguardada por una verja de metal para evitar los robos, tan frecuentes en el barrio. El suelo era de tierra, pulcramente barrido para...