Utøya: la fragilidad de las sociedades libres
La masacre
Primero cayó Trond. Ni lo vio venir. El rayo verde del láser se paró en su nuca y Monica dijo enojada: “No le apuntes a nadie con el arma”. Pero la bala ya estaba siguiendo la trayectoria del rayo, la Glock disparó y Trond cayó desplomado. Monica clavó la mirada en el asesino y en su uniforme de policía: “¿Cómo? ¿Este no ha venido aquí a protegernos?”. Instantes antes los tres iban escaleras arriba —desde el muelle donde atracó el pequeño ferry hacia el edificio de recepción—, primero Trond, detrás Monica, y a su lado el policía.
Ahora Trond estaba muerto el en suelo. Monica gritó y en un intento desesperado de salvarse echó a correr. Pero el policía movió lentamente la pistola hacia ella y la disparó directamente en la cabeza. Monica cayó al instante. El asesino se volvió de nuevo hacia Trond y —como para asegurarse— descerrajó dos tiros a su cuerpo, que yacía inerte en un charco de sangre. Y otra vez a Monica. Una, dos balas más.
Trond Berntsen tenía 51 años y Monica Bøsei, 45. Los dos llevaban años trabajando en ese lugar. Él, policía que en su tiempo libre asumía el trabajo de guardia de seguridad, y ella, desde hacía veinte años, organizando el campamento. “Madre Utøya”, la llamaban todos. Ahora los dos estaban muertos.
La pareja de Monica, Jon, el capitán del ferry que acababa de traer al falso policía a la isla, se encontraba en este momento a escasos quince metros. El asesino trajo consigo una enorme caja negra y después de desembarcar le pidió a Jon que la subiera con el coche colina arriba y la dejara al lado del edificio de recepción. El camino era corto, apenas cincuenta metros, pero empinado, y la caja era muy pesada. Entre los tres la cargaron en la parte de atrás del todoterreno, y el capitán, obediente, llevó el coche mientras que los otros empezaron a subir a pie. Ahora Jon había visto, desde arriba, como el policía disparaba. Vio como caían, primero el guardia y luego Monica. Y como el asesino los remataba en el suelo. ¿Pero de verdad lo vio? ¿De verdad es lo que pasó? ¿El policía disparando a la gente? Jon no está seguro. “No me acuerdo, no lo sé, creo que lo vi, creo que sí lo vi”, repetía meses más tarde durante el proceso. Es una mala pasada que nos juega nuestra mente, dicen los psicólogos. Nos impide recordar lo traumático, para ayudarnos a sobrevivir, afirman. Pero una cosa estaba segura. Jon se encontraba a quince metros, mirando al policía ejecutar a dos personas inocentes. Algunos que estaban cerca empezaron a gritar y a correr con pánico; escapar, esconderse, huir. También Jon corrió en la dirección opuesta, para alejarse del asesino. Y solo pensaba en buscar y poner a salvo a su hija de 17 años, que estaba en algún lugar de la isla.
El homicida confesó meses más tarde que esos dos primeros asesinatos duraron un minuto escaso, pero a él le pareció una eternidad. Y añadió: “Cuando saqué la pistola, había como cien voces en mi cabeza gritando ‘no lo hagas, no lo hagas’”. Pero lo hizo. Y solo era el principio.
Eran las 17:21 del 22 de julio de 2011, viernes. Estaban en la Isla de Utøya, Noruega. Hacía un día desapacible y frío, después de otro de sol. Llovía a cántaros, la gente tenía que esquivar los charcos, pero el terreno ya estaba empapado y solo se salvaban los que llevaban botas de goma. Por lo menos, habían desaparecido los mosquitos, que en los días anteriores no dejaban vivir. Ahora la tierra devolvía el calor y entre los árboles, mesas y sillas vacías se formaban pequeños bancos de niebla. El agua goteaba de los tensores de las tiendas de campaña, algunas tiendas ya hacían agua. Pero parecía que a nadie en Utøya le importaba.
Las 564 personas, miembros de AUF, juventudes del Partido Laborista Noruego, en su mayoría de entre 14 y 20 años, estaban celebrando en Utøya su campamento anual de verano. Era una fiesta de juventud, con largas discusiones y charlas sobre política y visitas de celebridades de primer nivel —el día anterior el ministro de Asuntos Exteriores había hablado sobre Oriente Medio, esa mañana habían recibido la visita de Gro Harlem Brundtland, la primera mujer presidente del Gobierno de Noruega, una verdadera leyenda para las chicas de AUF—. Y al día siguiente se esperaba la visita estrella: el mismísimo primer ministro Jens Stoltenberg. Los tres habían pasado en su juventud por campamentos en Utøya, y ahora eran ejemplos a seguir para los jóvenes laboristas.
Esas visitas levantaban pasiones, pero no menos importantes eran las discotecas, los conciertos, los partidos de fútbol, los karaokes, los juegos de “citas exprés”, los primeros enamoramientos… El campamento de verano de AUF era, desde hacía años, un punto obligatorio para cualquiera que quisiera dedicar su vida a la política laborista, pero también para los chicos que se sentían atraídos por estos círculos. Era costumbre repetir año tras año, y, con el tiempo, traer a los hermanos pequeños, luego mandar a los hijos.
En la apertura del campamento, dos días antes, Eskil Pedersen, el presidente de AUF, había dicho: “Este va a ser un campamento inolvidable, legendario”. Una frase que muy pronto iba a cubrirse con un velo negro.
Pero ahora, la tarde del 22 de julio, el ambiente estaba muy cargado. Una hora antes en Oslo, a 39 kilómetros de Utøya, estalló una bomba frente a los edificios gubernamentales, a escasos metros de varios ministerios y del despacho del primer ministro. Las imágenes que empezaban a llegar a través de internet eran muy confusas. En las pantallas de móviles se veía sangre y cristales rotos, se oían alarmas de coches, policías intentando controlar la situación. Las noticias eran ambiguas… ¿Un ataque terrorista? ¿Una explosión fortuita de gas? Todavía no se sabía nada.
Monica y Eskil habían decidido juntar a todos los chicos para trasladarles las primeras noticias. La reunión se hizo en el único lugar capaz de congregar a mucha gente en caso de lluvia, el edificio principal, en la colina más alta de la isla—donde estaban el comedor, los salones y la cafetería—. Pero aun así, había mucha gente y no todos podían entrar. El calor y el olor a humedad, a ropa mojada, se volvían cada vez más pesados e insoportables. Las botas sudadas que todo el mundo dejaba delante de la puerta y los chubasqueros que intentaban secar donde fuera desprendían un intenso tufo.
El objetivo de la reunión era transmitir la información sobre lo que pasaba en Oslo, pero, más que nada, calmar a los chicos. Y hacía falta. Familiares y amigos de muchos de los jóvenes trabajaban en el Gobierno, en la zona afectada. Pero Monica y Eskil hicieron todo lo posible para que no cundiera pánico. Contaron lo poco que se sabía de momento, prometieron mantenerlos a todos informados, aconsejaron que cada uno que lo necesitara pidiera ayuda en el puesto de enfermería o que acudiera a los responsables de los grupos, que llamara a los padres o amigos, para tranquilizarlos, para tranquilizarse. Se suspendió la discoteca prevista para la noche, seguramente también la visita del primer ministro esperada para el día siguiente, pero nada más. Para levantar los ánimos se prometieron barbacoas por la noche, con salchichas hasta hartarse. “Podemos estar tranquilos, estamos en Utøya, en el lugar más seguro del mundo”, dijo Eskil, otra frase que pronto desearía no haber pronunciado nunca.
Apenas terminada la reunión, desde el puesto de AUF en tierra firme, donde atracaba el ferry, les informaron por el walkie-talkie que acababa de venir un policía con intención de ir a la isla para ocuparse de la seguridad. Faltaba poco para las 17:00, media hora antes de que Monica viera el rayo verde apuntando a su amigo.
Pero cuando los cuerpos de Monica y Trond ya estaban en el suelo, a unos doscientos metros, en los edificios en la colina y el campo colindante, lleno de tiendas de campaña montadas de cualquier manera, decenas de chavales estaban todavía comentando en círculos la recién acabada reunión. Los responsables de los grupos regionales intentaban calmar a los suyos, organizar actividades para la tarde. Muchos chicos se quedaron en la cafetería y los salones. Era el único sitio donde cargar los móviles, así que siempre estaba lleno de bullicio. Otros volvieron a sus tiendas de campaña, se dispersaron por la isla a sus tareas, a llamar a sus familias. La lluvia parecía dar una pequeña tregua.
Anders Behring Breivik, que es como se llamaba el falso policía, después de matar a Monica y Trond, no persiguió a Jon, ni tampoco entró en el edificio blanco de recepción. Lo rodeó y se dirigió directamente a la colina, hacia la cafetería. Sabía que no tenía mucho tiempo y que si quería matarlos a todos, más de quinientas personas, tenía que buscar grupos grandes y darse prisa. Pero, aunque se movía con paso firme, no corría ni se apresuraba. Mientras iba colina arriba, sacó el rifle y empezó a disparar a los que se cruzaban en su camino. Alto, con cara inmóvil, pelo rubio y corto, fijado hacia atrás, vestía uniforme de policía, pantalones negros con cintas reflectantes de cuadros a la altura de los tobillos, perneras metidas en las botas. Con todas las placas y pertrechos que pensamos que un agente de la ley debe llevar. Así que sus víctimas al verlo no sospechaban nada, incluso se acercaban buscando amparo. Hasta que veían, incrédulos, cómo el policía les disparaba a ellos y a ...