Kurdos
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Manuel Martorell

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Kurdos

Manuel Martorell

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Kurdistán, el mayor pueblo sin Estado del mundo, con cerca de cuarenta millones de habitantes, disgregados entre Turquía, Siria, Irán e Irak, forma un impresionante laberinto de valles y montañas en el corazón de Oriente Medio. En las portadas de los periódicos y en los informativos televisivos, los kurdos suelen aparecer vinculados a desastres y trágicos acontecimientos: ejecuciones en Irán, bombardeos químicos bajo Sadam Husein, campañas de limpieza étnica del ejército turco, las bombas y decapitaciones de los yihadistas, el genocidio de los kurdos de religión yezidi, el secuestro de los cristianos, el angustioso asedio a Kobani, donde las milicias kurdas demostraron que el Estado Islámico no era invencible o los atentados en Turquía. Pero los kurdos llevan casi un siglo de luchas contra los regímenes que buscan su desaparición, desde las revueltas iniciales del cheik Said y conflictos posteriores hasta sus combates actuales contra el Estado Islámico o la ofensiva del Ejército turco en octubre de 2019 para destruir la autonomía de Rojava, la región siria del Kurdistán. A través del repaso de su historia, cultura, religión, sociedad y costumbres, este libro aporta numerosas claves para comprender la realidad del pueblo kurdo y su papel central en la lucha contra el yihadismo y en la crisis de Oriente Medio.

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Información

Año
2020
ISBN
9788490979020
Categoría
Historia

Capítulo 1

Los herederos de Saladino

El castillo de Dwin es uno de los lugares con mayor carga simbólica para el pueblo kurdo de todo Oriente Medio. De lo que fue la capital del principado medieval de Során apenas quedan algunos lienzos de la muralla, la base de dos torreones y un cementerio de lápidas con enigmáticos grabados todavía sin descifrar. Está, una vez rebasadas las alturas de Primán, a media hora de la antigua ruta Hamilton, construida por este ingeniero neozelandés tras la Primera Guerra Mundial sobre un camino ya utilizado por el rey Darío III durante el Imperio persa para cruzar los montes Zagros.
Cuando lo visité en junio de 2014, durante la ofensiva del Estado Islámico en Siria e Irak, se encontraba en completo abandono, aunque el Gobierno Regional del Kurdistán, con sede en Arbil, al noreste de Irak, ya había puesto en marcha un proyecto arqueológico para su recuperación. No le faltan razones; se trata de uno de los pocos legados patrimoniales aún en pie directamente relacionado con el origen kurdo de Saladino, la figura histórica de este pueblo más conocida en todo el mundo. “Príncipe de los Creyentes”, Salah ad Din ibn Yusuf Ayub tuvo la oportunidad a finales del siglo XII y comienzos del XIII de convertir al Kurdistán en un poderoso reino que, seguramente, habría cambiado el fatal destino de esta etnia indoeuropea. Bajo su liderazgo los kurdos alcanzaron una presencia y protagonismo internacional que no volverían a tener hasta nuestros días, cuando sus hombres y mujeres despertaban la admiración general por combatir con eficacia a los yihadistas pese a ser, como ellos, musulmanes suníes.
Aunque la actual fortificación procede del siglo XV, se considera que el primer castillo fue levantado en el XI por Shadhi ibn Marwan, abuelo de Saladino, quien, a su vez, procedía de una próspera ciudad al pie del monte Ararat igualmente llamada Dwin, en la ribera oriental del río Araxes, que dibuja la frontera entre la Armenia exsoviética y Turquía. Allí convivían armenios cristianos y kurdos mahometanos, entre ellos los Ayub, la familia de Saladino, que se trasladaría más tarde a Irak para ponerse al servicio de Zangi, gobernador turcomano de Mosul. Dwin habría sido su primera base de operaciones y el extenso cementerio que se aprecia extramuros correspondería al núcleo urbano, hoy desaparecido, que se formó junto a la fortaleza. Una de las esposas de Saladino estaría enterrada en este lugar, igual que numerosos nobles a tenor de las espadas y janyares, la daga tradicional de los guerreros kurdos, con empuñadura en forma de te y nervio central en hoja curvada, que aparecen esculpidos en las tumbas. Otros dibujos geométricos también responderían a un grado de distinción, mientras que los motivos solares indicarían que en la sociedad kurda de la Edad Media, pese a estar ya islamizada, la cultura zoroastriana todavía conservaba una gran presencia.
Ayub Najim, hijo de Shadhi, padre de Saladino y fundador de la dinastía ayubida, extendería hacia 1130 su control hasta la zona de Tikrit, sobre el río Tigris, donde nació Salah al Din ocho años después, razón por la cual esta provincia de Irak lleva el nombre de Salahattin, igual que la ciudad turística encaramada sobre los montes Primán. Según relata el prestigioso escritor libanés Amin Maalouf en Las cruzadas vistas por los árabes, Ayub Najim salvó la vida de Zangi tras su derrota a manos del sultán selyúcida de Bagdad y, por esta razón, le premió poniéndole al frente del ejército formado por kurdos y turcomanos en auxilio de los árabes de Damasco, amenazados por una invasión de franzi cristianos.
La gran victoria sobre los cruzados en Hattin el año 1187 y la conquista de Egipto dio paso al Imperio ayubida, que se ex­­tendía desde Anatolia hasta el océano Índico y desde Persia al Magreb, en el norte de África. De hecho, la caballería ligera kurda, los agzaz, dotada con sus temibles arcos reforzados, traspasaría estos límites y llegaría a combatir al servicio de los almohades en al-Ándalus, jugando un papel clave en la victoria de Alarcos que no pudieron repetir en las Navas de Tolosa el año 1212. En esta trascendental batalla, que supuso el fin de la hegemonía musulmana en Hispania, tuvieron como contendientes a los caballeros navarros de Sancho VII el Fuerte. No era la primera vez que las casas de Ayub y Navarra coincidían en el campo de batalla. Solo unos años antes, en 1192, la princesa Berenguela de Navarra, hermana de Sancho VII, acompañaba a su esposo, Ricardo Corazón de León, durante la Tercera Cruza­­da. El famoso rey de Inglaterra no pudo reconquistar Jerusalén e inició unas negociaciones de paz en las que incluso se propuso el matrimonio entre Malek, hermano menor de Saladino, con Juana, hermana de Ricardo. La boda no se celebró, pero se alcanzó un ventajoso acuerdo que declaraba Jerusalén “ciudad abierta” y respetaba los santos lugares de la cristiandad. Está dentro de lo razonable pensar que en el espíritu tolerante de Saladino influyera la convivencia de los ayubidas con los cristianos, tanto en Armenia como en el norte de Irak, o la corriente musulmana shafi, considerada la escuela teológica suní más transigente, mayoritaria entre los kurdos y de la que Saladino era uno de sus principales seguidores.
Entre la fe y la nación
En esta época, es decir, hace 800 años, los ayubidas ya se en­­frentaron al dilema religioso-nacional que el pueblo kurdo ha arrastrado a lo largo de toda su historia. Por un lado, la posición del propio Saladino, ardiente defensor del islam, centrado en expandir la religión de Mahoma; por el otro, la tendencia, representada por su hermano Malek, preocupado más por mejorar el sistema administrativo y consolidar el control de sus originarias tierras del Kurdistán. En el fondo, la preeminencia de la fe frente al proyecto nacional. Saladino optó por la religión, restaurando el prestigio del islam en todo Oriente Medio y el norte de África, mientras que bajo el gobierno de Malek las ciudades kurdas de Diyarbakir, Mardin, Hasankeyf y Arbil alcanzaron su máximo esplendor en convivencia con cristianos armenios, asirio-caldeos o mazdeístas zoroastrianos.
Aún en la actualidad, muchos kurdos siguen responsabilizando a Saladino de que, pese a contar con casi 40 millones de almas y ocupar un territorio tan grande como toda la península ibérica, carezcan de país, teniéndose que conformar con ser “el mayor pueblo sin Estado del planeta” dividido por las fronteras de Turquía, Irán, Irak y Siria. El año 1995, visitando las regiones kurdas de Siria, me contaron una ilustrativa anécdota en este sentido. Un hombre ya de edad avanzada le pidió a su hijo, como última voluntad, que le llevara a Damasco; no quería morir sin ver la tumba del gran Saladino en la mezquita de los Omeyas. Ante el mausoleo, escupió con desprecio al suelo y dijo: “Ya nos podemos ir”. No pocos kurdos le consideran un traidor a su pueblo y para otros tantos, sin embargo, fue, sobre todo, el salvador del islam. Se podrían poner otros ejemplos de esta dualidad presente en el cuarto pueblo en importancia, demográficamente hablando, de todo Oriente Medio, tras los turcos, los persas y los árabes.
Algo parecido ocurre en torno al llamado Valle de los Caídos, otro sorprendente cementerio, en este caso sobre un meandro del río Qandil. Aparece nada más entrar en los montes negros, que se alzan como una muralla infranqueable sobre las llanuras de Rania, también en el norte de Irak. Se trata de un centenar de tumbas, señaladas con piedras de diverso tamaño y un par de monolitos seguramente para ubicar el enterramiento de alguien más significado. De acuerdo con la tradición local, el nombre se debe a que en este lugar se entabló la primera batalla entre musulmanes árabes y kurdos mazdeístas. Tras el combate, fueron enterrados los que muchos consideran los primeros mártires del islam en territorio kurdo. Cuando lo visité en julio de 2009 también estaba abandonado, hasta el punto de que la progresiva desviación del cauce había descubierto ya algunas tumbas y se podían ver los huesos de personas enterradas allí en el siglo VII. Según me explicaron, la razón de tal abandono estribaba en que para algunos kurdos realmente eran los primeros mártires del islam, pero, para otros, solo eran unos invasores, por lo que ni se merecían ese honor ni que nadie cuidara su eterno descanso.
Montañas ingobernables
Después de 1.300 años el enfrentamiento dentro de la sociedad kurda sigue siendo muy similar. Para la mayor parte y pese a ser también suníes, el Estado Islámico, con sus decapitaciones, matanzas de yezidis y la destrucción de su ancestral patrimonio, representa un islam en el que muy pocos se reconocen, aunque también hubiera en las filas yihadistas un significativo número de kurdos, junto a chechenos, tunecinos, egipcios, saudíes y europeos. Cuando el califa Abubaker al Bagdadi ordenó de­­capitar al comandante peshmerga Hujam Surchi en enero de 2015, su padre dijo públicamente que el dolor habría sido mu­­­­cho más llevadero si no hubiera sido kurdo quien degolló a su hijo. Las redes sociales se llenaron de imágenes de Surchi superponiendo el rostro sereno con el que afrontaba la muerte con la imagen de un león, símbolo de fuerza, resistencia y nobleza en el combate.
Lo cierto es que el islam tuvo serias dificultades para penetrar en este laberinto de valles y montañas que forman el Kurdistán, envolviendo, como si fuera un gigantesco búmeran, las planicies de la histórica Mesopotamia. Hacia el este, la cordillera Zagros, que baja desde el Cáucaso en dirección al golfo Pérsico; y, por el norte, los macizos asociados a los montes Tau­­rus que, desde el sureste de la Anatolia, se extienden hacia el golfo de Iskenderum, en el extremo nororiental del Medite­­rrá­­neo. En este complejo montañoso, uno de los más importantes del planeta, se pueden contar más de 50 tresmiles, varios cuatromiles y el monte Ararat, que se eleva, con 5.137 metros, a la altura de Dwin, la ciudad de Armenia que dio origen a los ayubidas. No resulta difícil encontrar, en pleno mes de agosto, neveros que descargan arroyos sobre lagos alpinos y robledales donde todavía se esconden osos e, incluso, algunos ejemplares de leopardo.
En muchos de estos recónditos valles, las huestes de Mahoma nunca lograron un control efectivo del territorio, como tampoco lo conseguirían después los otomanos, los sucesivos shas de Persia y ni siquiera los modernos ejércitos actuales, como el poderoso de Turquía, el segundo con más efectivos de la OTAN. No pocas veces, al comienzo de la islamización, eran misioneros solitarios quienes se aventuraban buscando fortuna espiritual, en ocasiones a costa de perder la vida, como hicieran los españoles en el Amazonas, las tierras andinas o las selvas de América Central. Algo parecido ocurrió en el Kurdis­­tán durante la Edad Media. Dice la tradición que uno de estos misioneros localizó el angosto valle de Ahmad Awa (Agua de Ahmad), al noreste de Suleimaniya, lindando con la frontera iraní a la altura de Jormal. Surcado por un impetuoso torrente que brota en medio de la montaña, el valle forma un gran vergel que aquel misionero confundió con el paraíso terrenal. Envió un mensajero a Bagdad para anunciar el descubrimiento y pedir refuerzos, pero el correo fue interceptado por los lugareños, seguidores de Zoroastro, que no dudaron en dar muerte al clérigo porque querían preservar su Ahmad Awa de la contaminación exterior.
Más suerte tuvo Adi Musafir, otro misionero, seguidor de la escuela sufí de Al Gazali, que entró en el valle de Lalesh hacia el año 1100, cuando este escondido lugar estaba habitado por mazdeístas parcialmente cristianizados. Al contrario de lo que había ocurrido en Ahmad Awa, Adi Mu...

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