
- 142 páginas
- Spanish
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- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La izquierda: fin de (un) ciclo
Descripción del libro
La izquierda ha supuesto, durante más de dos siglos, que la sociedad podía ser transformada mediante el ejercicio de la política a escala estatal. Hoy ya no está claro. La política parece subordinada al orden económico del capitalismo global y el concepto de soberanía se encuentra cuestionado. ¿Se ha acabado el ciclo histórico de la izquierda?
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Información
ISBN del libro electrónico
9788490978542Categoría
Ideologías políticasCAPÍTULO 1
LA IZQUIERDA EN LA FASE POLÍTICA DE LA HISTORIA
1
La izquierda, como anhelo de justicia, como conjunto de valores morales sobre el orden social, basados en el principio de que todas las personas deberían tener los recursos y oportunidades necesarios para poder llevar a cabo una vida libre y autónoma, se puede rastrear en diversos momentos históricos (ejemplos clásicos son la rebelión de Espartaco o las revueltas encabezadas por Thomas Müntzer). En cambio, la izquierda, como movimiento político emancipatorio, autoconsciente, organizado y en lucha, con una visión propia del orden social, tiene un origen temporal bien definido que cabe situar a finales del siglo XVIII y un desarrollo pleno que recorre los siglos XIX y XX, y que culmina con el ejercicio del poder del Estado en contextos muy diferentes (de China a Suecia). En este segundo sentido, que es el que voy a analizar en estas páginas, la izquierda pertenece a un ciclo histórico determinado. Y de la misma manera en que nos podemos interesar por el inicio de dicho ciclo, podemos hacerlo también sobre su final; sería aventurado suponer que la izquierda, como movimiento político, existirá siempre, hasta el final de los tiempos.
El rasgo más característico de la izquierda es su creencia, quizá habría que decir su fe, en la capacidad colectiva de los seres humanos para moldear su destino en común. En las propuestas de la izquierda, ya sea en sus formas más revolucionarias, ya sea en las más reformistas, late la convicción de que la gente, a través de la acción colectiva, tiene el poder de organizar la sociedad de acuerdo con ciertos esquemas de justicia. La realización práctica de dichos esquemas puede requerir un cambio social a gran escala, un cambio que destruya o transforme las relaciones de poder existentes y con ello el reparto de los recursos económicos, sociales, políticos y culturales.
El fin último de cualquier programa de izquierda consiste en impulsar un cambio que nos acerque al ideal de una sociedad sin jerarquías ni privaciones, en la que todos sus miembros gocen de un nivel de autosuficiencia que les permita vivir libremente, de acuerdo con sus proyectos de vida. Las personas deberían tener un grado suficiente de autonomía que las libere de toda forma de dependencia. Eso significa ser libre, alcanzar la autorrealización. La autorrealización de cada uno solo se puede lograr si la sociedad está organizada de manera tal que se garanticen unas condiciones mínimas de desarrollo a todos sus miembros. Una vida digna es, desde este punto de vista, aquella en la que el sujeto es el dueño de su propia existencia. Y la izquierda aspira a que todos los seres humanos puedan tener una vida digna de ser vivida: libre de toda forma de opresión política y coacción económica.
Incluso en las versiones más mecanicistas y escatológicas del marxismo, aquellas que suponen que las leyes de la historia conducen inevitablemente a un estadio posthistórico en el que el socialismo se haga real, hay una confianza absoluta en el poder de las sociedades para autodirigirse conscientemente en pos de unos ciertos fines. Aunque en el milenarismo de la izquierda el socialismo llegue con el viento de cola de la historia, son los seres humanos de carne y hueso quienes tienen la tarea y la responsabilidad de construir la sociedad socialista mediante el ejercicio de la política. Por mucho que empuje la historia, el socialismo no cae del árbol como fruta madura.
De ahí que la izquierda, por lo que toca a sus creencias ideológicas, sea un movimiento ante todo político y defienda un proyecto político (frente a proyectos económicos, religiosos o de cualquier otro orden): la política se presenta como instancia desde la que dirigir el cambio social, como palanca con la que mover el mundo, en una dirección determinada, la de una sociedad sin clases, sin explotados ni explotadores, sin deudores ni acreedores, sin gobernantes ni gobernados, etcétera.
Frente a las teorías en las que la sociedad aparece como una entidad naturalizada, sometida a sus propias reglas de funcionamiento, descentralizadas, en buena medida espontáneas, sin un rumbo fijo, donde la dirección de cambio viene en todo caso determinada por la miríada de interacciones sociales, la concepción política del mundo social se distingue por abrazar el supuesto fuerte de que se puede encauzar el cambio mediante decisiones colectivas orientadas a un cierto ideal. El ser humano, por así decirlo, es capaz de adueñarse de su futuro. Aunque el progreso no pueda ser lineal, aunque haya retrocesos, aunque surjan obstáculos inesperados, el destino final, no obstante, está claro y guía los esfuerzos de cambio.
Para el izquierdista, el orden social nunca es un hecho consumado. No es una fatalidad como la geografía, el clima o las necesidades biológicas. La sociedad es el producto de la actividad humana. Y dicha actividad puede coordinarse y volverse autoconsciente, sometida a un plan rector.
2
En el mundo político hay visiones enfrentadas sobre cómo debería ser la sociedad. Se concitan proyectos ideológicos en liza, cada uno de los cuales encierra una promesa social, y los ciudadanos se organizan en distintas asociaciones o redes para hacer valer sus ideas. La izquierda nace en un mundo ideológico en el que se miden concepciones diversas sobre lo social.
En el mundo prepolítico, por descontado, se pueden identificar conflictos de intereses y luchas por el poder, pero no hay una conciencia de que la política pueda realizar órdenes sociales alternativos. La fase auténticamente política se inaugura cuando la acción colectiva está animada por ideales en conflicto, es decir, cuando la política se manifiesta ideológicamente. Como he señalado en trabajos anteriores, la democracia moderna es representativa no porque las comunidades tengan un tamaño inmanejable, de modo que las asambleas directas no resulten viables, sino porque la representación política permite reflejar en las instituciones la variedad de posiciones ideológicas que se dan en la sociedad (y el grado de apoyo del que gozan). En un mundo político como el que se abre paso a partir del siglo XVIII, el sorteo deja de ser un mecanismo adecuado de selección de líderes. El sorteo resultaba aceptable cuando el potencial elegido no poseía valores ideológicos, tal y como sucedía en las ciudades-Estado de la Grecia clásica o en las repúblicas del norte de Italia en el Renacimiento. Si el elegido se distinguiera de los demás por tener unos determinados valores, concluiríamos que el ejercicio del poder en beneficio de los mismos no tendría legitimidad, pues la única razón por la que habrían prevalecido sus valores frente a otros sería el azar. En un mundo político, atravesado por ideologías heterogéneas, la representación es la forma en la que las diversas posiciones ideológicas quedan reflejadas en el proceso de toma de decisiones colectivas. Brevemente: nuestra democracia es representativa, ante todo, porque la política es ideológica, es decir, porque está políticamente organizada en torno a la confrontación entre proyectos alternativos de sociedad; las elecciones sirven para dirimir cuáles de esos proyectos gozan de mayor apoyo popular.
El choque entre ideologías cobra sentido cuando se afianza la certidumbre de que las sociedades pueden gobernarse a sí mismas, de que podemos decidir por nosotros mismos cómo debería configurarse el mundo social, de manera que la imagen de la sociedad ideal pueda ser una guía de acción en la práctica. La capacidad de imaginar sociedades ficticias, utópicas, está presente a lo largo de los siglos, pero solo se toma seriamente la posibilidad de llevarlas a cabo en el mundo terrenal a partir del siglo XVIII. Un siglo antes podemos encontrar experimentos fascinantes, como las reducciones jesuitas en Paraguay, pero, a mi juicio, no alcanzan todavía una dimensión plenamente política, pues se trataba de comunidades aisladas del mundo exterior, en las que los miembros de la Compañía de Jesús buscaban una forma de organización social y económica que fuera reflejo de la ciudad celeste. La inspiración, así, era religiosa y se proponía ante todo preservar una forma de vida frente a la empresa colonial, sin llegar a propugnar un orden social alternativo a gran escala. Además, el proyecto tenía una profunda impronta paternalista, ya que eran los jesuitas quienes diseñaban, organizaban y ponían en práctica sus planes de vida para los indígenas, sin que quepa hablar en sentido alguno de una autodeterminación de los sujetos afectados. Era, pues, una utopía delegada, impuesta desde arriba.
Tampoco las sectas protestantes que se organizaron en comunidades nuevas en Estados Unidos ni los experimentos utopistas de los primeros socialistas pueden contar como utopías políticas, por su reducida escala, por insertarse dentro del orden existente. En la fase rigurosamente política, la ambición utópica nace siempre de un ejercicio de autodeterminación colectiva. El marxismo se distingue de los utopismos anteriores porque entiende que la nueva sociedad solo podrá surgir de la ocupación del Estado; será el control del Estado lo que permita poner en marcha una transformación profunda y a gran escala del modo de producción.
La concepción política del mundo corresponde a una fase avanzada de desarrollo del Estado. La razón es simple: la ambición de autogobierno o autodeterminación presupone la existencia del Estado moderno. Esto es así en al menos dos sentidos. En primer lugar, la consolidación del Estado moderno, como mostró con gran perspicacia Norbert Elias, altera la estructura psíquica de los individuos1. Nuestra psique está socialmente determinada. En concreto, el éxito del Estado moderno faculta el desarrollo de cálculos instrumentales a largo plazo. La prudencia y el interés van sustituyendo paulatinamente al honor y a las pasiones respectivamente. El capitalismo surge cuando la presencia del Estado permite a las personas valorar la acumulación de riqueza como un proyecto de vida prolongado en el tiempo.
Mientras el Estado no logra monopolizar efectivamente la violencia, la existencia de los individuos está sometida a múltiples riesgos. La integridad física no está garantizada; el uso de la fuerza en la resolución de conflictos puede surgir en cualquier momento. En ese contexto de profunda incertidumbre acerca de lo que puede deparar el futuro resulta harto difícil conformar proyectos de largo alcance. La inseguridad produce consideraciones muy de corto plazo, casi de supervivencia. Esta no es solamente una constatación histórica: en las sociedades contemporáneas con “Estados fallidos”, atravesadas por guerras civiles, o en los estratos más pobres de los países en vías de desarrollo, se advierte la imposibilidad de que las personas que viven en condiciones tan extremas puedan pensar en el largo plazo2. En cambio, a medida que el Estado se asienta y se hace con el monopolio de la violencia, el individuo se encuentra con un futuro despejado. Esa apertura temporal le permite planificar actividades económicas (y es por tanto crucial para el fortalec...
Índice
- INTRODUCCIÓN
- CAPÍTULO 1. LA IZQUIERDA EN LA FASE POLÍTICA DE LA HISTORIA
- CAPÍTULO 2. LA DESAPARICIÓN DEL COMUNISMO Y LA CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA
- CAPÍTULO 3. NEOLIBERALISMO, DEMOCRACIA Y AUTOGOBIERNO
- CAPÍTULO 4. LA IZQUIERDA ANTE LA CUESTIÓN DE LA SOBERANÍA
- EPÍLOGO
- NOTAS