El espacio público como ideología
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El espacio público como ideología

Manuel Delgado

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El espacio público como ideología

Manuel Delgado

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Si urbanistas, arquitectos y diseñadores pueden concebir el espacio público como un vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, es decir, como un complemento para operaciones urbanísticas, existe otro discurso en el que este concepto se entiende como la realización de un valor ideológico. El espacio público es entonces el lugar en el que se materializan diversas categorías abstractas como democracia, ciudadanía, convivencia, civismo, consenso, etc., y por el que se desearía ver transitar a una ordenada masa de seres libres e iguales que emplean ese espacio para ir y venir de trabajar o de consumir y que, en sus ratos libres, pasean despreocupados por un paraíso de cortesía. Sin embargo, como afirma Manuel Delgado al analizar ese sueño de un espacio público hecho de diálogo y concordia, éste se derrumba en cuanto aparecen los signos externos de una sociedad cuya materia prima es la desigualdad y el fracaso.

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Información

Año
2019
ISBN
9788490977620
CAPÍTULO 1

ESPACIO PÚBLICO, DISCURSO Y LUGAR

EL ESPACIO PÚBLICO COMO DISCURSO

Cada día se contempla crecer el papel de la noción de espacio público en la administración de las ciudades. Aumenta su consideración en tanto que elemento inmanente de toda morfología urbana y como destino de todo tipo de intervenciones urbanizadoras, en el doble sentido de objeto de urbanismo y de urbanidad. Ese concepto de espacio público se ha generalizado en las últimas décadas como ingrediente fundamental, tanto de los discursos políticos relativos al concepto de ciudadanía y a la realización de los principios igualitaristas atribuidos a los sistemas nominalmente democráticos como de un urbanismo y una arquitectura que, sin desconexión posible con esos presupuestos políticos, trabajan de una forma no menos ideologizada —aunque nunca se explicite tal dimensión— la cualificación y la posterior codificación de los vacíos urbanos que preceden o acompañan todo entorno construido, sobre todo si éste aparece como resultado de actuaciones de reforma o revitalización de centros urbanos o de zonas industriales consideradas obsoletas y en proceso de reconversión.
Sería importante preguntarse a partir de cuándo ese concepto de espacio público se ha implementado de forma central en las retóricas político-urbanísticas y en sus correspondientes agendas. Lo cierto es que si se toman algunas de las obras clásicas del pensamiento urbano procuradas en las décadas de los sesenta, setenta e incluso ochenta, el valor espacio público apenas aparece o, si lo hace, es ampliando simplemente el de calle y con un sentido al que también le habrían convenido otros conceptos como “espacio social”, “espacio común”, “espacio compartido, “espacio colectivo”, etc. Así, tomemos, por ejemplo, el fundamental Muerte y vida de las grandes ciudades, de Jane Jacobs, y se verá que la noción espacio público aparece en una sola oportunidad (Jacobs, 2010 [1961]: 43) y como sinónimo de calle o incluso de acera. En una obra fundamental para el estudio de las prácticas peatonales, Pas à pas, de Jean-François Augoyard (2010 [1979]), tampoco se da con la acepción espacio público, a pesar de que se podría pensar que ése es su tema. En los índices analíticos de La buena forma de la ciudad, de Kevin Lynch (1985), o de Aspectos humanos de la forma urbana, de Amos Rapoport (1978), aparece “espacio público”. Uno de los teóricos actuales del espacio público, Jordi Borja, no em­pleaba ese concepto en su Estado y ciudad, que reúne textos propios de la década de los setenta y ochenta (Borja, 1981). Ni Henri Lefebvre (por ejemplo, en 1988 y 1987) ni Raymond Ledrut (1973) hablan para nada de espacio público. En el también básico City, de William H. Whyte, espacio público aparece en cuatro páginas (Whyte, 1988: 151, 163, 211 y 251), nada comparado con las decenas en que se utilizan las voces calle o plaza. En otros textos destacables de la teoría de la ciudad antes de los años no­venta, cuando se utiliza espacio público es siempre para designar de forma genérica, y sin ningún énfasis especial, a los espacios abiertos y accesibles de una ciudad, un término de conjunto para el que algunos hemos preferido usar la categoría espacio urbano (Whyte, 2001 [1980]; Joseph, 1988; Delgado, 1999 y 2007), y no como espacio “de la ciudad”, sino como espacio-tiempo diferenciado para un tipo especial de reunión humana, la urbana, en que se re­gistra un intercambio generalizado y constante de información y se ve vertebrada por la mo­­vilidad.
Desde otra perspectiva, espacio público también podría ser definido como espacio de y para las relaciones en público, es decir, para aquellas que se producen entre individuos que coinciden físicamente y de paso en lugares de tránsito y que han de llevar a cabo una serie de aco­modos y ajustes mutuos para adaptarse a la asociación efímera que establecen. El libro de referencia en este campo es el de Erving Goffman: Behavior in Public Places: Notes on the Social Organization of Gatherings, aquí retitulado como Relaciones en público. Microestudios de orden público (Goffman, 1979 [1963]). A esa línea cabe adscribir los trabajos de Lyn H. y John Lofland, para los que la definición de espacio público no puede ser más clara: “Por espacio público me refiero a aquellas áreas de una ciudad a las que, en general, todas las personas tienen acceso legal. Me refiero a las calles de la ciudad, sus parques, sus lugares de acomodo públicos. Me refiero también a los edificios públicos o a las ‘zonas públicas’ de edificios privados. El espacio público debe ser distinguido del espacio privado, en el que este acceso puede ser objeto de restricción legal” (Lofland, 1985: 19; véase también Lofland y Lofland, 1984).
En paralelo, tenemos otra línea de definiciones acerca del espacio público propia de la filosofía política y que remite a un determinado proceso de constitución y organización del vínculo social. En este caso, espacio público se asocia a esfera pública o reunión de personas particulares que fiscalizan el ejercicio del poder y se pronuncian sobre asuntos concernientes a la vida en común. Aquí, el concepto de espacio público, en cuanto categoría política, recibe dos interpretaciones, que remiten a su vez a sendas raíces filosóficas. Por un lado la que, de la mano de la oposición entre polis y oikos, implicaba una reconstrucción contemporánea del pensamiento político de Aristóteles, debida sobre todo a Hannah Arendt (1998 [1958]). Por otro, una reflexión sobre el proceso que lleva, a partir del siglo XVIII, a un creciente recorte racionalizado de la dominación política y que implica la institucionalización de la censura moral de la actividad gobernante sobre la base de una estructura sociopolítica fundada en las libertades formales —o públicas— y en la igualdad ante la ley. Si al primer referente podríamos presentarlo como el modelo griego de espacio público, al segundo lo reconoceríamos como el modelo burgués, cuya génesis ha sido establecida sobre todo por Koselleck (1978) y Habermas (1981 [1962]), y cuyas implicaciones sociológicas han sido atendidas, entre otros, por Richard Sennett (2009 [1974).
Ninguna de las mencionadas acepciones de espacio público es, por sí misma, la que encontramos vigente en la actualidad. La utilización generalizada de este concepto por parte de diseñadores, arquitectos, urbanistas y gestores desde hace no mucho más de dos o a lo sumo tres décadas responde a una sobreposición de interpretaciones que hasta entonces habían existido independientemente: la del espacio público como conjunto de lugares de libre acceso y la del espacio público como ámbito en el que se desarrolla una determinada forma de vínculo social y de relación con el poder. Es decir, es lo topográfico cargado o investido de moralidad a lo que se alude no sólo cuando se habla de espacio público en los discursos institucionales y técnicos sobre la ciudad, sino también en todo tipo de campañas pedagógicas para las “buenas prácticas ciudadanas” y en la totalidad de normativas municipales que procuran regular las conductas de los usuarios de la calle.
Lo que se está intentando poner de manifiesto es que la idea de espacio público había permanecido en el campo de las discusiones teóricas en filosofía política y, con la relativa excepción de la identificación del modelo griego con el ágora, no había sido asociado a una comarca o extensión física concreta, a no ser como ampliación del concepto de calle o escenario en el que, a diferencia del íntimo o del privado, las personas quedaban a merced de las miradas e iniciativas ajenas. Es tardíamente cuando se incorpora como ingrediente retórico básico a la presentación de los planes urbanísticos y a las proclamaciones gubernamentales de temática ciudadana. Cuando lo ha hecho ha sido trascendiendo de largo la distinción básica entre público y privado, que se limitaría a identificar el espacio público como espacio de visibilidad generalizada, en la que los copresentes forman una sociedad, por así decirlo, óptica, en la medida en que cada una de sus acciones está sometida a la consideración de los demás, territorio por tanto de exposición, en el doble sentido de exhibición y de riesgo. El concepto vigente de espacio público quiere decir algo más que espacio en que todos y todo es perceptible y percibido.
Es decir, el concepto de espacio público no se limita a expresar hoy una mera voluntad descriptiva, sino que vehicu­la una fuerte connotación política. Como concepto político, espacio público se supone que quiere decir esfera de coexistencia pacífica y armoniosa de lo heterogéneo de la sociedad, evidencia de que lo que nos permite hacer sociedad es que nos ponemos de acuerdo en un conjunto de postulados programáticos en el seno de los cuales las diferencias se ven superadas, sin quedar olvidadas ni negadas del todo, sino definidas aparte, en ese otro escenario al que llamamos privado. Ese espacio público se identifica, por tanto y teóricamente, como ámbito de y para el libre acuerdo entre seres autónomos y emancipados que viven, en tanto se encuadran en él, una experiencia masiva de desafiliación.
La esfera pública es, entonces, en el lenguaje político, un constructo en el que cada ser humano se ve reconocido como tal en la relación y como la relación con otros, con los que se vincula a partir de pactos reflexivos permanentemente reactualizados. Esto es, un “espacio de encuentro entre personas libres e iguales que razonan y argumentan en un proceso discursivo abierto dirigido al mutuo entendimiento y a su autocomprensión normativa” (Sahui, 2000: 20). Ese espacio es la base institucional misma sobre la que se asienta la posibilidad de una racionalización democrática de la política. Ese fuerte sentido eidético, que remite a fuertes significaciones y compromisos morales que deben verse cumplidos, es el que hace que la noción de espacio público se haya constituido en uno de los ingredientes conceptuales básicos de la ideología ciudadanista, ese último refugio doctrinal al que han venido a resguardarse los restos del izquierdismo de clase media, pero también de buena parte de lo que ha sobrevivido del movimiento obrero (...

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