Capítulo 1
Populismo y sistema interamericano. Los comienzos de la Guerra Fría (1945-1959)
El periodo comprendido entre la Gran Depresión de 1929 y el fin de la Segunda Guerra Mundial se define como una coyuntura de grandes transformaciones en América Latina, cambios que alcanzaron los ámbitos económico y político, así como el contexto internacional. En primer término, la desarticulación del modelo de economía primario-exportadora, adoptado por sus países a mediados del siglo XIX, supuso una importante transformación productiva que dio inicio a una lenta, gradual y desigual modernización de su estructura económica, que —dependiendo del país— continuó hasta bien avanzado el siglo. En segundo lugar, se distingue la aparición de Gobiernos y movimientos políticos denominados populistas o nacional-populares, que encauzaron gran parte de las adhesiones ciudadanas. Todo ello en un marco internacional caracterizado, entre otros factores, por las experiencias fascistas y el auge de las opciones antiliberales en Europa y en gran parte del mundo.
En la región, los Gobiernos de Juan Domingo Perón en Argentina (1946-1955), Getulio Vargas en Brasil (1930-1954) y Lázaro Cárdenas en México (1934-1940), podrían catalogarse de populistas, de igual forma que movimientos tales como la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) en Perú o el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en Bolivia. Si bien es cierto que muchos de estos proyectos populistas crecieron al margen de la democracia tradicional, desde el punto de vista social lograron grandes avances para los trabajadores urbanos y sus derechos, dentro de políticas económicas altamente desarrollistas y estatistas. Su análisis resulta, por ello, complejo y contradictorio.
Así pues, América Latina atravesaba en los comienzos de la segunda mitad del siglo XX procesos sociales, políticos e internacionales sumamente complejos. Estos se intensificaron en el escenario internacional posterior a 1945, donde la conformación de dos bloques definidos e inmersos en una lucha de poder mundial —el comunista y el capitalista—, el orden bipolar de la Guerra Fría, condicionó significativamente el devenir histórico del continente americano. Asimismo, desde el punto de vista económico, esos mismos años vienen marcados por la búsqueda de alternativas al modelo de libre mercado decimonónico, al cual habían criticado transversalmente el fascismo, el comunismo y el New Deal de Roosevelt. Como resultado de todo ello se consolidarían en la región distintos intentos de planes de industrialización dirigidos por el Estado y apoyados por la inversión extranjera, lo que tuvo resultados importantes en países como México, Brasil y Argentina, que desarrollaron una tecnología de cierto nivel permitiendo modernizar la antigua estructura industrial. También se destacó la ejecución de la propuesta industrializadora en Chile, emprendida por los Gobiernos reformistas entre 1938 y 1952, los cuales intentaron transformar la estructura económica y social del país a través de la acción estatal.
No obstante, en la mayoría de las naciones latinoamericanas el sistema productivo estuvo caracterizado por una economía inestable y con rasgos tradicionales (Centroamérica y los países andinos), lo que unido a las deficiencias estructurales del modelo industrializador dio como resultado un crecimiento desigual. A veces, ese crecimiento económico, particularmente en los años cincuenta y sesenta, logró un relativo progreso en algunas regiones del continente, en especial después del inicio de la Guerra Fría.
Al analizar la sociedad, lo que sí puede distinguirse con claridad es la aceleración del crecimiento demográfico, cuyas importantes repercusiones se hicieron sentir en el largo plazo. De acuerdo con algunas cifras, la población comenzó un acelerado crecimiento ya desde comienzos del siglo XX: si en 1900 América Latina tenía 61,9 millones de habitantes, cincuenta años más tarde alcanzaba la cifra de 159 millones (Malamud, 2010a). Como consecuencia de esto, y con fuerza desde la tercera década del siglo XX, se fueron acelerando los procesos de migraciones internas —desde el campo a la ciudad— que dieron pie a la aparición de nuevos actores sociales y de nuevos problemas antes inexistentes. Junto a ello, se manifestó un lento pero ascendente proceso de urbanización, que si bien no fue homogéneo, transformó las estructuras sociales de América Latina que habían permanecido siglos sin mayores cambios.
El populismo como fenómeno y sus principales casos
En el marco latinoamericano, el concepto de populismo, o de movimientos nacional-populares, es uno de los más importantes para analizar el desarrollo histórico de la región. Más allá de su significado político-coyuntural, siempre presente más bien en su faceta negativa, hay que afirmar que el populismo es un fenómeno permanente en las sociedades de muchos países, en las que ha cubierto una gran trayectoria histórica, desde la crisis de 1929 hasta la década de los setenta. Sin embargo, es desde los años treinta y hasta la década de los cincuenta, cuando el populismo adquiere su variante “clásica”, transformándose en un fenómeno político típicamente latinoamericano.
Definir a los movimientos nacional-populares y al populismo ha sido una tarea compleja (Malamud, 2010b). Se trata de conceptos polisémicos y controvertidos, que han sido objeto de interpretaciones contradictorias y que, por lo demás, no han estado exentos de valoraciones negativas, llegando a usarse como epítetos denigratorios antes que como categorías de análisis.
No existe pleno consenso a la hora de definir qué significa “ser populista”. Con toda razón, Guy Hermet, en el momento de realizar una síntesis conceptual del término original, se refiere a “un balance indigente”, que se caracteriza por: “1) la carencia de significación intrínseca del término populismo; 2) la contingencia o el oportunismo declarado de su uso, y 3) su deficiencia teórica extrema como concepto” (Hermet, 2003). Con todo, es posible hacer una pequeña síntesis de sus principales corrientes.
Las teorías clásicas del populismo, surgidas a mediados del siglo XX y que apuntaron a explicar la emergencia y a caracterizar a los movimientos nacional-populares latinoamericanos, se fundaron en la teoría de la modernización. De este modo, recibieron una fuerte influencia del estructural-funcionalismo norteamericano, especialmente de autores como Talcott Parsons y Robert Merton. La teoría de la modernización consideraba dicho proceso como un tránsito de carácter lineal hacia la secularización y la diferenciación funcional. Esto implicaría pasar de una economía agrícola a una industrial, de regímenes políticos de participación restringida a otros de participación más amplia y de la autoridad tradicional a la autoridad racional (Fernández, 2016).
Fue bajo este esquema que Gino Germani explicó los movimientos nacional-populares. En su opinión, estos se constituirían por “masas” que no habrían desarrollado una ideología ni una organización autónoma de clase, y por ende terminarían quedando “disponibles” para ser subordinadas por un liderazgo carismático que dirigiera y controlara su movilización. Las causas de este fenómeno radicarían en que, en América Latina, los sectores populares habrían sido “movilizados”, pero no “integrados”, es decir, no habrían podido manifestar sus demandas de manera autónoma a través de los canales institucionales —a diferencia de Europa, donde el patrón predominante habría sido el de la integración—. La movilización sin integración sería el efecto de una situación de “asincronía”, en la cual las masas populares de los países más atrasados observarían y demandarían las conquistas sociales y políticas alcanzadas por los sectores populares de los países avanzados, fenómeno llamado efecto demostración.
Sin embargo, estas demandas se darían en el marco de sociedades que no son modernas, con sectores populares que aún tendrían evidentes rasgos tradicionales, y cuyas mismas elites, también tradicionales, serían cerradas y no generarían instancias de integración. Esta mixtura de demandas modernas y características tradicionales es denominada por Germani como efecto fusión (Germani, 1977).
Muchos elementos de análisis de dicha matriz conceptual se han perpetuado en estudios posteriores. Basta pensar, al respecto, en uno de los esquemas más influyentes para analizar los movimientos nacional-populares, como ha sido el de Alain Touraine, quien lo ha conceptualizado como un fenómeno propio de sociedades con estructuras de clase que aún no han sido bien definidas, y que apuntarían a “generar una reacción de carácter nacional contra las modernizaciones dirigidas desde el exterior”. De este modo, evitaría la conflictividad social generada por la modernización capitalista, articulando alianzas interclasistas (Touraine, 1989).
Si bien estas conceptualizaciones son muy necesarias para comprender el fenómeno del populismo, lo cierto es que dichos esquemas adolecen de un excesivo universalismo y una visión teleológica de la historia, ya que analizan los movimientos nacional-populares como una suerte de fenómeno pasajero en el camino a la modernización.
Así, es interesante tener en cuenta referentes teóricos más recientes, que han abordado el tema, especialmente el caso de Ernesto Laclau (2005). De acuerdo a su propuesta, las conceptualizaciones clásicas del populismo estarían teñidas de una visión peyorativa que se fundamentaría en una tendencia hacia la “denigración de las masas”, ante lo cual defiende la necesidad de poner atención a las demandas de los sectores sociales involucrados en una movilización populista. Según el autor, nos encontraríamos ante la emergencia del populismo cuando, al producirse una superación de la heterogeneidad social, un conjunto de demandas insatisfechas, distintas entre sí, pasan a oponerse al sector dominante, generando una “lógica de la equivalencia” entre sí y una “lógica de la diferencia” respecto a aquel. Al apelar emotivamente a ese conjunto de demandas equivalentes, mediante un principio de unidad afectivo o mítico, se generaría una “identidad popular”. De este modo, el populismo sería una forma de articular demandas sociales heterogéneas y un modo de trasladarlas al campo político (Fernández, 2016).
Bajo estas precisiones conceptuales, los populismos comprenden movimientos o Gobiernos que dominaron la escena latinoamericana en países tan diferentes como Argentina, Brasil, México, Ecuador, Bolivia o Perú, y que se han extendido a lo largo de varias décadas, incluso hasta el siglo XXI, si bien bajo otras formas y manifestaciones (De la Torre y Arnson, 2013).
Desde la década de los treinta, el contexto histórico de crisis entreguerras y del orden oligárquico es importante en el surgimiento del populismo, porque ocurre en el marco del cuestionamiento del sistema económico y también de las democracias parlamentarias, cuando los movimientos liderados por Benito Mussolini y Adolf Hitler son las principales manifestaciones, pero no las únicas. En América Latina, la crisis del orden oligárquico, expresada en la disminución de las exportaciones de productos primarios y la crisis de las sociedades (y la aparición de nuevos actores sociales), va generando frustración ...