CAPÍTULO 1
RAÍCES: ¿POR QUÉ LA HISTORIA ES UN CONOCIMIENTO VITAL EN EL ÁFRICA DEL SIGLO XXI?
ALBERT ROCA Y FERRÁN INIESTA
“¿Los africanos? ¡Civilizados hasta el tuétano!”
Leo Frobenius,La civilización africana
Raymond Mauny habló de “siglos oscuros del África negra”, pero aclarando pronto que la oscuridad no era africana, sino fruto de nuestra simple ignorancia y de nuestros escasos documentos para ciertas épocas. Nuestros datos hoy son más abundantes y nuestra actitud algo más abierta a modelos de sociedad menos clónicos que los aceptados entonces. Y, pese a todo, África sigue llevando a cuestas una pesada carga de tópicos coloniales, forjados previamente en las certezas hegemónicas de la Ilustración europea.
Las páginas que siguen, sin la menor pretensión de zanjar polémicas, buscan ser una herramienta para la reflexión. ¿La historia africana es el más alto ejemplo de incapacidad humana, o tal vez sus soluciones apuntaban en dirección distinta a la que marcó Occidente hasta imponerla en casi todo el planeta? ¿Hubo un pasado africano esplendoroso que sirve de mero consuelo a pueblos derrotados, o hay aspectos fundamentales que siguen haciendo distinta al África subsahariana en plena globalización moderna? ¿El África independiente “ha empezado mal”, como escribió Réné Dumont, o lo que manifiestamente sigue muy mal es la vorágine moderna globalizada, y por eso sus propuestas rechinan en las sabanas y bosques africanos? ¿La vida es pura econometría, como piensan el FMI y el BM, o tiene otras dimensiones y, con ellas, los modelos sociales de los humanos han sido y pueden aún ser diversos?
En nuestra reflexión, apoyada en años de estudio y observación, el África de los últimos siglos está mal, muy mal: pero salvo en preponderancias tecnoeconómicas, nosotros estamos peor, y lo más grave es que ni siquiera nos percatamos de ello. Sea en sistemas políticos, sea en formas de distribución y explotación de recursos, sea en el concepto funcional del arte, sea en la concepción del mundo y en el sentido de la existencia (llámese a eso filosofía o pensamiento africano), África negra da soluciones distintas a las de la democracia progresista que hoy impera en el planeta. Estas breves páginas no serán una demostración de nada, ya que precisaríamos varios libros para eso, pero sí un guión de temas, de preguntas y de sugerencias, al tiempo que un ataque a las posturas oficiales del llamado pensamiento (?) políticamente correcto, ese que denuncia el velo de ciertas musulmanas pero aprueba bombardeos masivos contra población civil, ese que exige derechos humanos al mundo pero los incumple en sus propias sociedades. Nuestro trabajo será, pues, conscientemente incorrecto, por razones de equidad.
1. MEMORIA Y VIDA: DE LA IDENTIDAD Y DE OTRAS UTILIDADES
Al sur del Sáhara, la memoria colectiva es un referente cotidiano en ámbitos muy distintos, desde la familia hasta la utopía panafricana. Muchas gentes recordando trayectorias, acontecimientos, más o menos distintos y más o menos intercalados. Las alianzas matrimoniales, las delimitaciones de los territorios comunales, las asociaciones comerciales o las reivindicaciones políticas se suelen justificar en mayor o menor medida a partir de la apelación ponderada a hitos y encrucijadas del pasado, que conllevan obligaciones, privilegios o reconocimientos. Los escenarios posibles son casi infinitos: la disputa larvada entre bantúfonos y afrikáner sobre quién tiene derecho a establecerse como primer ocupante de la tierra de la actual República de Sudáfrica obedece a una argumentación socio-histórica más propia de los otrora colonizados que de sus colonizadores; y sigue una lógica coherente, por ejemplo, con el incansable recordatorio del estatus tradicional que, un poco por toda África, bloquea la legitimación del poder fáctico de numerosos “nuevos ricos”, descendientes de libertos o de antiguos parias. Las ramificaciones de esta conexión temporal de las decisiones sociales son de lo más diverso y afectan al corazón mismo de las sociedades continentales.
Uno no sabe si resulta irónico o siniestro que Hegel, al absolutizar la razón occidental, desechase las memorias africanas por no estar escritas, tachando a sus pueblos de “dormidos”. La apreciación de Hegel no hacía sino justificar la entonces inminente tutela colonial, pues, desde el nacionalismo europeo contemporáneo, un grupo que no fuera consciente de su pasado no podía construir su futuro. La historiografía colonial —que se consideró a sí misma como una empresa pionera en suelo africano— asumió esta visión y la ha traspasado, a menudo de forma casi imperceptible, a una buena parte de los historiadores actuales, con independencia de su aprecio o su rechazo del legado de la colonia. Al valorizar a los “maestros de la palabra” —los guardianes de la memoria tradicional— e impulsar la investigación filológica y arqueológica, los historiadores venidos de la metrópoli fueron “descubriendo” los resortes identitarios del recuerdo africano, la autoconsciencia de sus pueblos, con el que cuestionaban la misión civilizadora que explicaba el hecho mismo que ellos estuvieran estudiando el África. Solucionaron la contradicción recurriendo a un evolucionismo unilineal más o menos velado: por distintas razones, los trayectos africanos habrían mostrado un ritmo más lento que los de sus vecinos septentrionales u orientales, hasta el punto que cualquier cambio que haya podido suponer una homologación con la historia universal se hizo —y se continúa haciendo— provenir de fuera del continente, desde la manipulación del hierro hasta los efectos múltiples de la cooperación internacional.
En estas páginas rechazamos este esquema de dependencia externa y planteamos la posibilidad de futuros distintos en África, al menos a medio plazo. La realidad es que los africanos han construido y están construyendo sus devenires más a partir de su propio patrimonio que de los siempre bien recibidos “préstamos”. Ni el ideal ético de los derechos humanos, ni el potencial tecnológico derivado de la ciencia moderna están cumpliendo sus promesas, como tampoco lo hicieron antes que ellos las interpretaciones foráneas de las pretendidas verdades universales del islam o de la cristiandad. Así pues, las sabidurías africanas continúan cocinando las soluciones al día a día, con ingredientes de solera y otros recién adquiridos. Nadie que estudie el África puede ignorar este hecho. Como otros, los pueblos africanos deberían aprender de su propia historia para no repetir algunos de sus pasajes. Para ello, no sólo han de reentender la historiografía moderna, sino que también tienen que escuchar la multitud de memorias “populares” que, además de describir las mencionadas soluciones, las imbrican con formas de hacer —encarnadas inevitablemente en personas— que han probado año tras año o siglo tras siglo su utilidad.
2. CLAVES PARA LA INTERPRETACIÓN DEL DEVENIR AFRICANO
2.1. SUBSAHARIANOS. ECOLOGÍA Y CIVILIZACIÓN: EL PRINCIPIO DE AUTONOMÍA Y LOS FALSOS PRIMITIVOS
La Historia no empieza en Sumer, ni la Prehistoria lo hace en las costas del Cantábrico. La civilización no es una invención genial que se extiende como una mancha de aceite desde un foco original. Las gentes llevan larguísimos milenios abriendo por doquier “senderos en el bosque”, moldeando culturas que las distinguen, pero que también les permiten comunicarse los unos con los otros. Los caminos se entrecruzan de continuo y la imagen del pueblo civilizador en marcha —tantas veces confundida con el conquistador—, sin ser falsa, no describe los procesos más recurridos y eficientes de intercambio y propagación de ideas, técnicas o mercaderías. Internet apenas descubre nada sobre el género humano: hombres y mujeres llevan funcionando en red desde que pueden ser denominados como tales. Ahora bien, la circulación en todos los sentidos posibles y el carácter proteico y siempre cambiante de las conexiones no puede esconder la existencia de rutas y secuencias direccionadas con claridad en periodos más o menos bien definidos. Es aleccionador comprobar que algunas de esas “flechas históricas” parten de África: los primeros homínidos; los genes originales de nuestra propia especie —Homo sapiens—, con su potencial para una diversidad cultural, detectable también en el continente en sus cristalizaciones más antiguas; los signos más remotos del forrajeo intensivo que prefigura la agricultura, condición “clásica” de la civilización; uno de los núcleos prístinos de comunicación escrita; la matriz ignorada del falso “milagro griego”...
Pero quizás se revele todavía más esclarecedor observar qué ocurre con la curva descrita por aquellas “flechas” que, disparadas desde otros lares, han acabado por aterrizar durante siglos al sur del Sáhara. Al analizar sin prejuicios los procesos de intercambio de los grupos del África con los del resto del mundo, una pauta se hace visible: la insistencia de los primeros en africanizar cualquier precipitación histórica de factores propios y ajenos. Considerar este fenómeno como un subproducto de un atavismo obscurantista —si no de un déficit racial— es insostenible: todos los grupos son etnocéntricos; lo que sorprende es el éxito africano en mantener su etnocentrismo sin necesidad de diluir al otro. Hasta tal punto que, aunque parezca paradójico, autonomía es el concepto que mejor define la evolución socioeconómica del subcontinente que hoy tantos consideran —de manera equivocada a nuestro parecer— el epítome de la dependencia externa. Vaya por delante que autonomía no es aislamiento, sino margen de decisión. Para entender esta distinción conviene acudir a la historia ecológica del continente.
La frontera ha supuesto una oportunidad para los bípedos africanos desde que en un lejano pasado, las fuerzas tectónicas rompieron la monotonía de la pluviselva: la aparición en sus márgenes de las arideces y ecosistemas de mosaico del Rift —y, tal vez, de la región protosaheliana— posibilitaron un insólito e increíblemente exitoso retorno al suelo de algunos hominoides braquiadores. Mucho más tarde, durante el IV milenio a.C., la desecación del clima global constituyó el Sáhara tal como lo conocemos: combinado con los océanos pasó a delimitar un verdadero subcontinente, el África subsahariana. Ni las aguas ni la arena han levantado barreras infranqueables (al contrario de lo que en conjunto ocurrió con el Atlántico o con el Estrecho de Torres), pero sí han sido filtros muy activos. El viento no borró todas las viejas trazas que habían cuadriculado el espacio agostado, y tampoco dejó de soplar para que navegantes austronesios primero y sudarábigos después pusieran el Índico occidental en los mapas anteriores a nuestra era. Ahora bien, no se podía cruzar improvisadamente ni el mar ni el desierto y la logística de las travesías exigía la colaboración de las poblaciones del “lado” africano, máxime cuando éstas no se colapsaron como ocurriría en América u Oceanía.
La singularidad ecológica iba a catalizar una singularidad cultural irrepetible en el Viejo Mundo, con una acumulación de consecuencias y un encadenamiento de estilos de vida que se ha proyectado hasta la actualidad. Durante siglos, numerosas comunidades africanas han podido modular la intensidad de la aplicación de las innovaciones propias, así como seleccionar aquello que les llegaba de fuera, en lugar de verse obligados a aceptarlo. Ni el desarrollo endógeno de la agricultura o del hierro, ni la llegada del islam, ni siquiera la breve colonización, han sido los rodillos aculturadores que casi han hecho tabula rasa de las sociedades locales en tantos lugares del mundo, empezando por la Creciente Fértil y el celebérrimo corredor de Medio Oriente. Esta autonomía ha permitido a los africanos templar y mandar sobre los ritmos de cambio en un grado no visto en ninguna otra gran región planetaria. Comunidades agropecuarias se instalaron en la vieja región del Sáhara mucho antes que en las llanuras europeas (al menos desde el VI milenio a.C.) y nadie llevó allí las ideas neolíticas, aunque muchos de los productos sí fueron llegando de fuera. Sin embargo, esta cronología temprana no se repetiría con el uso de los metales ni, menos aún, la producción industrial en serie. Con la diáspora sahariana algo muy profundo había cambiado en los grupos africanos. Tildarlos de primitivos sólo trasluce la ignorancia de quien aplica tal epíteto.
2.2. NEGROS. REDES: MICROBIOS, EL PRINCIPIO ANTRÓPICO Y LA FALACIA DEL MESTIZAJE ORIGINAL
Los africanos no eran los tasmanos ni los americanos precolombinos: los africanos formaban parte del Viejo Mundo, pero lo hacían a su manera. En el Nuevo y en el Novísimo Mundo el contacto con los europeos conllevó una patente y vertiginosa desintegración de todas las facetas sociales, desencadenada en gran medida por la aniquilación física de las poblaciones. La mayor biodiversidad global del Viejo Mundo había equipado a los conquistadores del siglo XVI o a los exploradores de la Ilustración de un equipo inmunitario que se mostró trágicamente superior al de las poblaciones americanas u oceánicas. En África, al igual que en la América precolombina, se conocía el concepto de la rueda, pero no su uso comercial, en parte por la rareza de animales de tiro fácilmente domesticables. No es la rueda —es decir, un déficit tecnoeconómico— la que explica por qué los ibéricos dominaron a aztecas o incas, y no al revés: el derrumbe sin segundas oportunidades de los segundos fue obra de algunos microorganismos portados inconscientemente por los poco escrupulosos aventureros hispanos.
Por el contrario, las sociedades africanas —pese a las aparentes carencias civilizadoras que comentaremos más adelante— no serían colonizadas hasta finales del siglo XIX, siglos después que los “nuevos mundos”. Hoy, la inmensa mayoría de la población del continente se puede definir como indígena, sin que criollos o mestizos tengan apenas papel alguno, con la excepción relativa de Sudáfrica. Los africanos ganaron, pues, la guerra biológica a los europeos porque poseían los mismos anticuerpos que éstos junto con algún plus resultante de su larga vivencia en el trópico: el freno, que no colapso, demográfico de las sociedades africanas se explica con la trata, que no dejó de ser en buena medida una estrategia de los propios subsaharianos. Ahora bien, detectar esta victoria biológica —África como la “tumba del hombre blanco”— no significa que fuera la única causa, ni siquiera la principal de ellas, de la limitación radical de las veleidades coloniales europeas durante siglos. La elasticidad biológica africana no era más que el soporte del obstáculo decisivo para la rapiña europea: la consistencia del tejido social de las sociedades africanas, su relación elástica, pero consistente con el territorio. Esa solidez se derivaba de lo que podríamos llamar la prevalencia del “principio antrópico” al sur del Sáhara.
Los evolucionistas del siglo XIX buscaron la clave política que describiera el abandono del estadio primitivo de la sociedad, su entrada irreversible en la senda civilizadora. Y creyeron hallarlo en el paso de la “sangre al territorio”, es decir, la substitución de los lazos de sangre, en principio predefinidos, biológicos e inmutables, por la vinculación a un espacio, asociación forzosamente arbitraria, cambiante, histórica. La transición se habría actualizado y profundizado en secuencias impulsadas por una creciente abstracción de las relaciones de poder y del bien común. Se habrían ido abandonando, pues, las obligaciones personalizadas del vasallaje, del orden estamental o de la casta, en beneficio de distintos modelos de ciudadanía, cada vez más universales. Pues bien, África habría mostrado una resistencia fundamental a esta despersonalización —paradójicamente individualizadora— de las relaciones de poder: clanes, tribus, rangos, parentescos ficticios, grupos de edad y mil otras adscripciones contribuyen a poner nombre y apellido a cualquier relación social, incluso en el contexto de los espacios públicos poscoloniales. A eso es a lo que llamamos el “principio antrópico”. Sólo en los últimos años —y bajo la influencia, más o menos confesa y consciente del afrocentrismo—, algunos autores han dejado de considerar el principio antrópico como una rémora para contemplarlo como una de las bases de la adaptabilidad de largo recorrido de los africanos a un mundo contemporáneo francamente hostil.
Uno de los indicios de la actividad del principio antrópico es sin duda la negritud. Si el concepto b...