CAPÍTULO 1
La utopía del estado racional
A primera vista, los textos de Marx de 1842 y de comienzos de 1843 (el artículo sobre los viñateros del Mosela) pueden distinguirse como una expresión acabada y coherente de la teoría del Estado racional y democrático, como una suerte de compendio de la lucha práctica de las corrientes democráticas durante la Revolución francesa y de la lucha teórica de los filósofos alemanes, en la estela de aquellos a los que Walter Benjamin describe como los “alemanes de 1789”. Marx, convertido en periodista radical en 1842, sitúa entonces por su parte un tema que vuelve como un leitmotiv en el movimiento de la izquierda hegeliana: el tiempo presente es —o más bien, debe ser— el de la política. En 1841, A. Ruge saluda la nueva corriente, principalmente a Bauer y a Feuerbach, como la aparición de la bandera de la “Montaña” sobre el suelo alemán. Y en los Deutsche Jahrbücher [Anales alemanes], en 1842, el mismo Ruge inaugura su crítica de la filosofía del derecho de Hegel con una declaración sobre el carácter de la época: “Nuestro tiempo es político y nuestra política se da por objetivo la libertad de este mundo. En adelante no se tratará ya de establecer los cimientos del Estado eclesiástico, sino los del Estado secular; a cada respiración de los hombres crece el interés por la cuestión pública de la libertad en el Estado”.
A los ojos de Ruge, este descubrimiento de la política o, mejor, del elemento político, es la manifestación de una revolución espiritual que se realiza, bajo el signo de la virtud política, en el acceso a una vida nueva. Y es en nombre de esta vida nueva que Ruge critica a los filósofos alemanes (a Kant y a Hegel, en este caso) y su tendencia al compromiso diplomático: “Sus sistemas son sistemas de la razón y de la libertad en medio de la sinrazón y de la falta de libertad”. Ruge se ocupa también de subrayar las contradicciones de Hegel: este, que supo pensar la esencia del Estado como la realización de la idea ética que, favorable a la praxis política, fustigó a los alemanes por su ausencia política, no se blindó menos en un punto de vista unilateralmente teórico, incapaz de ver la relación de la teoría con la existencia e incapaz de concebir la reconciliación más que en el campo del espíritu, bajo la forma de una mediación especulativa. Renovador, Ruge se plantea superar estas contradicciones trabajando en la realización de la razón en la existencia, abandonando un punto de vista puramente teórico para volverse hacia la voluntad de los hombres. La nueva tendencia crítica —que en esto pertenece profundamente al elemento político— se presenta como la unidad de la voluntad y del pensamiento y se propone sustituir una filosofía del espíritu por una filosofía de la voluntad y de la acción.
Es contra esta verdadera fe joven-hegeliana, y en un tono polémico, que Stirner lanza sus dardos críticos en El único y su propiedad, de 1845: “¡El Estado! ¡El Estado! Tal fue el grito general, y desde entonces se inquirió la mejor constitución, la mejor Forma de Estado. El pensamiento del Estado penetró en todos los corazones y excitó en ellos el entusiasmo; servir a ese dios terrestre se hizo un culto nuevo. La era de la política se abría”.
Es pues legítimamente que Arthur Rosenberg, en Historia del bolcheviquismo, descubre en Marx una inspiración jacobina, en el sentido general del término: para Marx, redactor de la Gaceta Renana, se trataba de importar a Alemania el modelo francés del Estado revolucionario, de construir el Estado de la razón, de hacer acceder a sus compatriotas, entonces sumidos en el reino animal del espíritu, a la modernidad política, es decir, transformarlos en un pueblo de ciudadanos. Anunciando a Ruge, en marzo de 1842, su intención de elaborar una crítica del derecho natural de Hegel, especialmente en cuanto al régimen interior, Marx escribe: “El fondo es la refutación de la monarquía constitucional como una cosa espuria, contradictoria y que se condena a sí misma. Res publica no tiene equivalente en alemán”. Y poco antes de emprender, por su parte, la ruta de “París, capital del siglo XIX” —donde publicará en colaboración con el mismo Ruge un número único de los Anales francoalemanes—, Marx, a prueba del fracaso reconoce así la vanidad de ese proyecto en la Alemania de Federico-Guillermo IV: “... Alemania está y seguirá estando cada vez más hundida en el bochorno. Le aseguro a usted que, si disto mucho de sentir ningún orgullo nacional, siento, sin embargo, la vergüenza nacional, incluso en Holanda. Hasta el más pequeño holandés, comparado con el más grande de los alemanes, es un ciudadano de su Estado”.
Referencia a Holanda que debe ponernos en sobre aviso, ya que no carece de significación en el recorrido de Marx: Holanda es, en primer lugar, el país de Spinoza, autor del Tractatus theologico-politicus al que Marx dedicó un importante cuaderno de extractos en 1841; por otro lado, en el seno de la Europa absolutista, era una de las raras encarnaciones del modelo republicano, la excepción holandesa que permitía considerar la república no ya como una hermosa figura del pasado, sino como un destino posible del mundo moderno.
Las contribuciones de Marx, periodista político, pueden entonces analizarse en un primer nivel, como una conjunción armoniosa del jacobinismo y del hegelianismo de izquierda, que manifiesta, a la vez, una voluntad de emancipar el Estado de la religión por la creación de una comunidad política secular y una voluntad de destruir las formas políticas del Antiguo Régimen —estructuras jerárquicas, reino de los privilegios— para sustituirlos por una república democrática sostenida sobre la igualdad política.
Pero una lectura de estos textos en términos exclusivamente políticos, por muy exacta que sea, es notoriamente insuficiente, ya que las posiciones políticas que allí se sostienen son en cierto modo derivadas. En efecto (y es esto lo que permite ver en esta nueva corriente la emergencia de un momento maquiaveliano): se percibe en esta temática política, más allá de la oposición al Estado cristiano y a las formas políticas del Antiguo Régimen, la reactivación, incluso la repetición, de un fenómeno de amplitud absolutamente diferente —ya que pone en cuestión el ser mismo de lo social, las relaciones del pensamiento y de la acción, de lo filosófico y de lo político—, que Claude Lefort supo descubrir, estudiando el caso del humanismo florentino, en la base del surgimiento de la concepción racionalista y universalista de la política. Fenómeno originario, ya que se trataba “de un cambio radical que afecta no solo al pensamiento político, sino a las categorías que ordenan la determinación de lo real”. De la ruptura con la representación teológica del mundo se desprendería “para el pensamiento un lugar de la política, y en consecuencia una búsqueda de lo real en el lugar propio de la política. Lo que advendría, así, es la relación a ese lugar, no un discurso político nuevo, sino el discurso sobre la política como tal”.
Para establecer la legitimidad de esta lectura “mayúscula” y aprehender la constitución del momento maquiaveliano retendremos dos textos, uno de Feuerbach y otro de Marx, que muestran insuperablemente cómo el discurso político en “francés moderno”, seguido en la escena alemana de 1841 a 1843, es el efecto derivado de un discurso fundador sobre la política, sobre el lugar de la política, enteramente dirigido hacia una reconquista de la dimensión política, dimensión constitutiva de la humanidad.
En 1842, en Necesidad de una reforma de la filosofía, Feuerbach llama a una transformación de la filosofía y, para enfatizar la radicalidad y la novedad de su proyecto, distingue dos tipos de reforma: una reforma interna a la filosofía, “necesidad filosófica”, y una reforma externa, es decir, que remite a la exterioridad histórica, fuera del campo de la filosofía y, por lo tanto, dirigida a satisfacer una necesidad de la humanidad. Es una reforma de este segundo tipo la que instiga Feuerbach, quien reconoce su necesidad en dos signos convergentes que marcan el tiempo presente: por un lado, una transformación religiosa bajo la forma de una negación del cristianismo; por otro, el surgimiento de una nueva necesidad de la humanidad, la necesidad de libertad política o, incluso, la necesidad política. Parece existir una hostilidad de principio, que Feuerbach describe en términos maquiavelianos, entre el cristianismo y la nueva necesidad fundamental de la humanidad: “Los hombres...