LETRAS LOCAS, LETRAS CAUTIVAS
La locura escrita
Los “locos” y las “locas”, cualquiera que sea la etiqueta diagnóstica con la que se los pretenda definir o cosificar, aparecen en nuestro imaginario colectivo como individuos “desprovistos de la palabra”; personas que no merecen ser escuchadas porque dicen incoherencias, porque su “verdad” choca con la de los sujetos “cuerdos”, generando incomodidad, cuando no rechazo y desconfianza. Incluso en ámbitos profesionales, aunque existe una “clínica de la escucha” que otorga mucha importancia al discurso o que se afana en estudiar el “lenguaje delirante” de los pacientes, lo cierto es que el pensamiento psiquiátrico hoy hegemónico tiende a priorizar lo biológico frente a lo biográfico, el neurotransmisor frente al significante.
Aun así, el “diálogo con el insensato”, según una vieja expresión (Swain, 1994), ha sido y es reivindicado con frecuencia tanto desde las perspectivas psicopatológicas interesadas en explorar su subjetividad como desde iniciativas y colectivos profesionales (y no profesionales) empeñados en superar el estigma del trastorno mental y en propiciar el empoderamiento de las personas con un diagnóstico psiquiátrico. Después de todo, los locos tienen algo que decir. En realidad tienen mucho que decir y merece la pena escucharlo, sea en clave psicopatológica o sociocultural.
La palabra de los locos puede ser hablada o escrita. De hecho, los escritos de estos han desempeñado históricamente un papel muy relevante para aquellos que han querido fijarse en la preciosa información que sus narrativas pueden aportar (Beveridge, 1997, 1998). Desde los años centrales del siglo XIX, los médicos fomentaron el uso clínico de la escritura con fines diagnósticos y terapéuticos en pacientes mentales (Artières, 1998) y en sujetos con conductas criminales o desviadas (Artières, 2000; Campos, 2010, 2012). Se trataba de acercamientos clínicos, sin duda, pero en ellos se tenía muy en cuenta la experiencia interna, subjetiva y emocional del paciente. Afirmaciones como “sus escritos [los de los locos] revelan todas las angustias de su alma” (Brierre de Boismont, 1864) o “la escritura es la viva imagen del espíritu” (Marcé, 1864: 379) son frecuentes entre los alienistas de la época y revelan la importancia de esta práctica en los albores de la medicina mental (Rigolí, 2001; Huertas, 2014).
Sin embargo, la escritura en el marco de un escenario psicopatológico no solo se puede considerar una manifestación sintomática o la propia esencia de la psicosis (Colina, 2007), sino también una muestra de las propias vivencias del sujeto, de su estado anímico y, sobre todo, de la experiencia del internamiento: de su reacción ante los tratamientos, ante la violencia explícita o solapada ejercida sobre su persona, etc. En este sentido, como señaló el historiador británico Roy Porter a mediados de los años ochenta del siglo XX, “los escritos de los locos pueden leerse no solo como síntomas de enfermedades o síndromes, sino como comunicaciones coherentes por derecho propio” (Porter, 1987: 12). Se inicia, así, toda una corriente historiográfica y epistemológica centrada en el punto de vista del paciente (Huertas, 2013).
Entender el trastorno mental desde la perspectiva del paciente implica descentrar el lugar de la enunciación; es decir, bordear el discurso del experto (del médico, del psicólogo, etc.) y tener en cuenta el formulado, el enunciado, desde una ubicación, un lugar, subalterno: el del loco y la loca, poseedores de un saber y una verdad diferente, los de su propia experiencia.
Existen, sin duda, diversos modos de analizar y valorar los escritos de las personas con un diagnóstico psiquiátrico (Huertas, 2012: 167 y ss.). Por un lado, existe una larga tradición de estudios que han abordado la obra literaria de determinados autores: Sade, Rousseau, Höderling, Joyce o Woolf, etc. Por otro lado, ciertos pacientes ilustres e ilustrados fueron capaces de escribir y publicar sus experiencias tanto en relación con su propio trastorno como con el dispositivo asistencial al que estuvieron sometidos. Se trata de memorias que, en algunos casos, tuvieron una innegable influencia en determinadas iniciativas de reforma de las instituciones. Así, por ejemplo, John Thomas Perceval, hijo del que fuera primer ministro británico a comienzos del siglo XIX, narró la experiencia de sus ingresos psiquiátricos en A narrative of the treatment experience by a gentleman during a mental state of derangement (1840) [Relato del trato sufrido por un caballero durante un estado de enajenación mental] (Perceval, 1840; Bateson, 1961), propiciando la fundación de la Sociedad de amigos de los presuntos lunáticos.
Algo similar, salvando la distancias, ocurrió con la publicación de A Mind That Found Itself [Una mente que se encuentra a sí misma], del estadounidense Clifford Beers (1908), inspirador del movimiento pro-higiene mental (Winters, 1969; Dain, 1980; Huertas, 2008a). Finalmente, no podemos dejar de citar aquí la obra Denkwürdigkeiten eines Nervenkranken [Memorias de un enfermo de los nervios], del jurista alemán Paul Schreber (1903), que tanta fascinación ejerció en Freud o en Lacan y cuyo autor es considerado, en círculos psicoanalíticos, el “gran maestro de psicosis” (Álvarez y Colina, 2012). El que un psicótico se convierta en “maestro de psicosis” implica, no cabe duda, una dimensión epistemológica nada desdeñable que podría extenderse hacia una reflexión mucho más amplia.
No obstante, sin restar importancia a toda esta literatura, lo que más nos interesa a continuación es prestar atención a los escritos de locos anónimos que nunca tuvieron como destino prioritario ser publicados. En los archivos históricos de no pocos establecimientos psiquiátricos pueden encontrarse textos (diarios, cartas, notas diversas) escritos por los internos. Unas narrativas que contrastan con otras, las de los psiquiatras que etiquetan y diagnostican con pretendida obje...