Capítulo 1: Intifada
La primera ráfaga sonó como el trallazo de un relámpago. Volaron sobre nosotros, en añicos, la madera y los cristales de los dos ventanucos. Nidal se cubre la cabeza con las manos y finge seguir con su mirada la trayectoria de los proyectiles que perforan la pared. Estamos acurrucados en una esquina de la caseta. Me indica que agache más la cabeza y yo opto por echarme al suelo de bruces. Me pesa tanto el chaleco antibalas que apenas puedo moverme. Él vive desde pequeño en un campo de refugiados y tiene mucha experiencia en cómo salir indemne de estas balaceras. “Lo que no se oye ni se ve sí existe, y es lo más peligroso”, me recuerda siempre.
Nidal es un camarógrafo fuera de lo común. Es capaz de meterse junto a las cadenas de un blindado sin ser visto, aprovechar cualquier base sólida para colocar la cámara, hacer foco y tomar la imagen que a él le interesa. Lo mejor de su oficio es cómo elige los puntos de mira. Una vez trepó a un árbol para filmar el entierro de un líder islamista. Entre las buganvillas, el rostro barbado de aquel hombre fiero y tosco resultaba sumamente humano. Esta vez le dio por esconder la cámara encendida tras unos matojos, apuntando al tanque israelí que se nos acercaba bramando sobre el camino de tierra recién abierto por las excavadoras para entrar en Bet Lahya. El soldado de la torreta se percató de nuestra presencia, giró el cañón y apuntó hacia la caseta rodeada de invernaderos. Apenas nos dio tiempo a escondernos tras sus endebles paredes.
Segunda ráfaga. Ahora los proyectiles han arrancado varios ladrillos de la ventana más alta. La cámara de Nidal debe de seguir rodando la escena, camuflada entre los yerbajos.
Habíamos atravesado poco antes a la carrera el llamado camino de los beduinos, junto a varios colegas que corrían también hacia Bet Lahya cargados de mochilas, cámaras de fotos, maletines con ordenadores y bolsas con ropa, comida y botellas. Los americanos son los mejor vestidos y más adecuadamente pertrechados en estas maniobras. Sus jefes les obligan a llevar además chalecos blindados de calibre de protección nivel 3. Sólo así podrán cobrar su viuda y sus hijos huérfanos la pensión y el seguro correspondientes, en caso de tragedia. Andan renqueantes, y algunos medio ciegos a causa de las enormes gafas de sol que llevan ancladas con gomas a la nuca. No hay versión más trágica del reportero de guerra que la carrera a trompicones de uno de estos forzados en busca de la noticia y escapando del fuego amigo. Pero incluso en ese trance bélico, los hay que mantienen con mucha dignidad en su mano el bolígrafo y la libreta de notas.
En situaciones como ésta, los adeptos de la tribu de los reporteros usan diferentes atuendos que ponen de manifiesto su estilo periodístico y revelan su origen nacional. Seguíamos nosotros desde la frontera de Eretz a un reportero francés del diario Liberation, alegre y descamisado. Llevaba sólo una exigua mochila en bandolera y un fulard verde con lazada al cuello que denotaba su ralea parisién. No había llegado aún el día de su desgracia: un proyectil le destrozaría la pierna derecha un año y medio después, en el otoño de 2005, cuando presenciaba el primer fuego cruzado entre las Brigadas Ezzedin al Qasam, brazo armado de Hamás, y las milicias de Al Fatah.
Pasó raudo el francés ante nosotros sobre las roderas de arena marcadas unos minutos antes por los blindados israelíes. Y en ese punto, el carro de combate nos enseñó sus cadenas por encima de la duna. Nidal se arrojó a tierra y me ordenó hacer lo mismo, mientras camuflaba la cámara en marcha entre la maleza, al borde del camino. Luego entramos a rastras en aquel caseto endeble, nuestra única trinchera durante más de una hora. Me viene a la mente el aviso de Nidal: nunca habría de filmar su propia muerte, porque así se lo había anunciado un imán cuando le reveló, siendo niño, el oficio que ejercería. Esa visión prematura de su futuro ocurrió en un campo de refugiados cerca de Damasco, donde pasó una infancia de penurias y hambre. A tenor de la voz divina, hoy estamos de suerte.
Tercera ráfaga. El soldado de la ametralladora eleva su punto de mira mientras ruge el motor del carro de combate. Caen sobre nuestras cabezas cascotes de las vigas y trozos de tejas del cobertizo que ya se está desmoronando. El final de los disparos deja en el ambiente un silencio total: el motor del vehículo israelí se ha parado. Lanzo a Nidal una mirada de interrogación asustada. El palestino sonríe y me conmina con un gesto lento a permanecer callado e inmóvil. Pasa un minuto eterno y el motor del carro retumba otra vez. “Se retiran”, susurra Nidal con un gesto largo y elocuente y una sonrisa con la que ya saluda a nuestro visitante.
Un niño flaco y ágil acaba de entrar en la caseta y nos invita, gesticulando y mascullando en inglés, a que salgamos de allí a la carrera y nos escondamos en la casa que está detrás de los plásticos desgarrados del invernadero. Nidal tiene el tiempo y el espacio medidos para recoger la cámara, apoyarla sobre uno de los ventanales rotos y tirar a contraluz el último plano del tanque en retirada en menos de veinte segundos. “¡El drone!”, grito para avisarle del inminente peligro.
Las cámaras de alta resolución del globo aerostático, que utiliza el Ejército israelí para dar caza a los comandos de Hamás, ya nos están viendo. Si el soldado de vigilancia confunde en su pantalla la cámara de Nidal con un lanzagranadas, pronto nos visitará un helicóptero dispuesto para el ejercicio de tiro al blanco.
Ese temor no forma parte de los que afligen a la mujer que nos sirve té con menta en unos vasos de vidrio grueso. En el interior de la vivienda, las sillas, los colchones y las alfombras se esparcen por el suelo de tierra en desorden. Un viejo y dos niñas nos vigilan contentos desde la esquina más oscura de la habitación, cocina, dormitorio, sala de televisión y retrete. Hoy no se puede salir de aquí ni para ir a la escuela, pero han cortado la luz y no se puede seguir en directo la maniobra militar que tiene lugar a menos de un kilómetro. “No van a venir —me previene Nidal—. Ésta es tierra quemada para ellos. Saben que los comandos de Al Aksa andan hoy más al sur.”
Me sorprende siempre la veracidad de sus informes acerca de la estrategia de los resistentes palestinos. Aquí, ya se sabe, la radio árabe (la noticia de boca en boca) funciona con mucha eficacia, mejorada ahora por los teléfonos móviles. Corren los minutos, el té ya no está hirviendo y todo sigue en calma aparente. Celebramos con la familia Said otra jornada de suerte: hoy tampoco salieron de la pista de tierra los blindados israelíes para derribar su casucha.
Asalto a los campos de refugiados
Por el descampado que llega hasta las primeras casas del campo de refugiados de Bet Lahya atraviesan a la carrera en todas direcciones niños y mujeres con cubos gigantescos sobre sus cabezas. Arrastran en su huida sobre la arena colchones, mantas y cacharros de cocina. Los blindados israelíes atravesaron la frontera al amanecer desde su base de Mefalsim, apenas a tres kilómetros, e irrumpieron en el poblado cuando la gente se despertaba. Desde este territorio fronterizo las milicias de Al Aksa siguen disparando cada día sus cohetes kassam. Los patios de las casas, los plásticos de los invernaderos o los edificios en ruinas son las mejores posiciones para camuflarse y establecer sus bases de lanzamiento.
La réplica israelí fue hoy fulminante. Hacía apenas media hora que los milicianos palestinos habían disparado tres cohetes kassam; uno de ellos hirió a un niño y a otras dos personas en la colonia judía de Netzarim. Desde la torre de vigilancia del Ejército, instalada en la colina del kibutz de Mefalsim, los observadores determinan en menos de un minuto el lugar preciso del emplazamiento de los cohetes palestinos. La represalia es instantánea: tres obuses disparados desde carros de combate contra los invernaderos en el poblado de Bet Lahya mataron a ocho personas, cinco de ellos menores de edad. Los otros eran trabajadores agrícolas.
Los jornaleros de Sayiye, Al Kuba, Jan Yunes y Dar al Balah tampoco podrán atravesar esta mañana la frontera para ir a trabajar en las tomateras del kibutz cercano y a las plantaciones de flores de las colonias judías. Perderán su exiguo salario de cinco shekel a la hora (menos de un euro). Los blindados israelíes patrullan la zona desde hace días y la frontera se cierra a cal y canto por razones de seguridad.
Cuando la tropa de periodistas llega al fin a los suburbios de Bet Lahya, atravesando los últimos olivares arrasados por los tanques israelíes, el grupo se dispersa porque ya ha comenzado el festival de las piedras y humo. Huele a goma quemada. Las humaredas negras que salen de las hogueras de neumáticos marcan en cada cruce de calles los límites probables de la batalla. La escena de Intifada (rebelión popular) se repite por doquier: un grupo de blindados en línea al fondo de la calle, un centenar de muchachos apedreando los vehículos, algunos milicianos palestinos con la cara tapada con pañuelos negros, en busca de un blanco para descargar el cargador de su fusil de asalto kaláshnikov. Y como banda sonora, las explosiones de los obuses, las ráfagas de armas automáticas y un griterío confuso que enardece a los atacantes y avisa de peligros inminentes. A veces la refriega cuenta con invitados especiales: francotiradores ocultos en ambos bandos, en busca de la pieza fácil, y encapuchados de las milicias de Hamás blandiendo lanzaderas de cohetes anticarro, recién llegados quizá de Egipto a través de los túneles de abastecimiento.
¿Quién dirige la estrategia de los asaltantes? ¿Quién da la orden de ataque o de retirada? Nidal ampara su cámara en el bordillo de la acera, protegido tras un bloque de hormigón y afina el tiro para ver el centro de la acción. Cuando la euforia de los adolescentes aumenta porque sus piedras rebotan ya en las cabinas de los blindados, se oye el estruendo del primer obús. La explosión hiere a una veintena de jóvenes. Uno de ellos llega a nuestro refugio arrastrando una pierna. Grita desesperado, con el tono de quien maldice al enemigo invisible. Varias carcasas de bombas lacrimógenas rebotan sobre el asfalto. El combate desigual culmina entre una nube de humo a través de la cual dos ambulancias entran al campo de batalla en busca de los heridos y de los muertos.
No tiene horario la muerte en esta tierra. Los enemigos se enfrentan día y noche con muy desiguales armas en los campos de refugiados de Gaza y en las ciudades de Cisjordania. A golpe de hierro y fuego penetraron los blindados israelíes hasta el corazón de Jabalia: su mercado. La invasión comienza con el disparo de obuses contra los edificios en los que están apostados los comandos de Hamás. Tres proyectiles lanzados desde un tanque mataron a dos niños que iban a la escuela.
Los milicianos de Hamás se despliegan en guerrilla urbana, tras exiguos parapetos, escondidos entre los callejones. Uno de ellos tropieza en su carrera loca con la cámara de Nidal, asomada en una esquina hacia el desbarajuste del mercado. Viste uniforme de camuflaje y cubre su rostro con el pañuelo verde de la milicia islamista. “Go! Go out! Ala Akbar [Alá es el más grande].”
Los blindados israelíes siguen avanzando y no hay muchas puertas para salir de este maldito laberinto. Nidal trepa ya por la escalera del edificio en construcción, que será dinamitado pocas horas después por los soldados israelíes. Salen huyendo mujeres y niños de entre montones de cemento y arena. En este campo de refugiados, bastión de la resistencia de Hamás, se amontonan unos 100.000 palestinos que sobreviven en condiciones miserables, con la única ayuda de la asistencia internacional. Aprieta el empuje de los carros de combate. “Hay que salir de esta ratonera”, proclama Nidal en tono solemne.
Los helicópteros, los tanques y los francotiradores israelíes se emplearon con tal eficacia en aquella invasión del otoño de 2004 que los habitantes de ese campo de batalla de apenas diez kilómetros cuadrados clamaban al cielo para vivir mañana. Aquella operación militar israelí llamada “Días de penitencia” duró trece días. Murieron 131 palestinos. En Gaza, la morgue acoge cadáveres de toda la escala de edades, y por reflejo estadístico, casi la mitad de los muertos de esta barbarie desatada durante dos semanas tampoco llegaron a cumplir los veinte años.
Aquella brutal agresión a los campos de refugiados del norte de Gaza tenía como objetivo, una vez más, acallar las baterías de los cohetes kassam, siempre activas desde las campas de Bet Hanun y Jabalia. Hacía dos semanas que uno de esos artefactos había matado a dos niños israelíes que iban a la escuela, en la cercana ciudad de Sderot. En su cólera incontenible, Sharon dijo estar dispuesto a llamar a unidades de la reserva para apoyar a los 10.000 soldados que el Ejército mantenía en torno a ese territorio palestino.
Cohetes kassam: un regalo de Alá
Cinco meses hace que no cae una gota de lluvia sobre los arenales de Gaza. Al final de la tarde los carros de combate israelíes regresan a su base de Mefalsim. Sus cadenas levantan a lo largo de la frontera tormentas de polvo que la brisa arrastra hasta los cercanos campos de refugiados, contra los que llevan a cabo incursiones diarias. El espíritu de Intifada sobrepasa en Gaza el de la guerra de las piedras contra los tanques.
El paisaje tras el paso de los blindados y de las excavadoras es desolador: miles de árboles frutales han sucumbido bajo el hierro porque, sostienen los servicios de información militar israelíes, desde esos terrenos agrícolas se disparan los cohetes kassam. La arboleda se ha convertido en un erial, donde un rebaño de cabras exiguo rebusca las últimas briznas de hierba del estiaje.
Mientras coloca la cámara sobre el trípode, Nidal me traduce lentamente los sentimientos atropellados de Nahed Shebat: “Esperaba ese trágico momento con preocupación”, afirma él mientras se acaricia la barba.
No puede negar que de entre los naranjos en flor, junto a su casa, salieron algunos de esos cohetes disparados por los milicianos de Hamás contra las poblaciones israelíes vecinas. Pero nunca pensó que la eficacia militar y la potencia de las máquinas excavadoras podrían convertir en páramo este campo antes frondoso en apenas una hora.
Pasea Nahed como un sonámbulo por el secarral mientras relata el parte de guerra: “Los israelíes llegaron aquí con 30 ó 40 tanques y unas quince excavadoras y lo arrasaron todo, incluso algunas casas. Dispararon contra nosotros día y noche. Los niños estaban muertos de miedo... A veces los soldados toman una casa y se atrincheran en ella durante algunos días. Las tropas israelíes vinieron aquí para destrozar todo lo que estuviera verde... En estos campos, bajo esta tierra, hay mucha agua. Por eso vinieron, no por los kassam...”.
Un millar de cohetes artesanales dispararon los resistentes palestinos contra las ciudades israelíes cercanas y contra los asentamientos judíos en Gaza durante los cuatro años de la segunda Intifada. Ese cohete, una bomba de 30 kilos de explosivos que alcanza una distanci...