Los jardines son el lugar de encuentro entre el hombre, la naturaleza y el arte. El poeta inglés Alexander Pope dijo que crear un jardín era pintar un paisaje. Y aunque parece probado que los primeros jardines eran huertos, ha habido jardines espirituales para la contemplación, decorativos para la expresión o la ostentación, de placer para el arte y por supuesto funcionales, como los propios huertos o los jardines medicinales. Así, los jardines hablan de las civilizaciones que los plantaron y, naturalmente, reflejan las modas que los condicionaron. Pero más que ninguna otra parte de la casa, el jardín depende de un lugar –aunque sea un lugar artificial, transformado– y de un clima. Por eso, las imitaciones en este campo se desvanecen tras el filtro del clima, el terreno, la cultura, los gustos de los paisajistas y el genius loci, el espíritu del lugar. Para muchos, el cultivo de un jardín equivale al cultivo del espíritu. No es de extrañar que tantas religiones monoteístas (del cristianismo al judaísmo pasando por el islamismo) sostengan que el paraíso se encuentra en un jardín.
Los arquitectos no están solos en el jardín. La mayoría de los vergeles fueron ideados por jardineros e ingenieros hidráulicos, por pintores, por escultores y también por los reyes. Para construirlos, la ambición creativa demostró ser tan poderosa como el conocimiento y la técnica. Frágiles por naturaleza, los jardines representan el cambio. Y el cambio evidencia el transcurrir de la vida. Así, no le falta razón a Pope cuando relaciona pintura y paisaje. No en vano, muchos paisajistas del siglo XIX fueron también grandes pintores. La relación entre los artistas y el cultivo de un jardín es también notoria. Goethe cuidaba del de su casa en Frankfurt, y Monet no se cansó de pintar los nenúfares de su estanque, en Giverny.
Los primeros jardines
Se supone que fue en Oriente Medio, donde el Génesis sitúa el jardín del Edén (un jardín puro) o el paraíso (uno bello), el lugar en el que Dios plantó todo tipo de árboles, incluidos el de la vida y el del bien y el mal. Pero, como el arte y la arquitectura, las flores han viajado por el mundo de la mano de los conquistadores y los exploradores. Adriano quiso reproducir en su villa de Tívoli lo más hermoso que había visto durante los ocho años que viajó por su imperio para conocerlo. Tardó mucho más en construir ese recuerdo. De hecho, disfrutó más del recuerdo que de su jardín: apenas pudo gozarlo antes de morir. A pesar de las sucesivas reconstrucciones (Diocleciano) o expolios (Constantino), la Villa Adriana sigue siendo un micromundo para la historia de los jardines.
Pero no fue el empeño de un poderoso, sino la política religiosa que había tras las Cruzadas, lo que tuvo como consecuencia colateral la aparición en Europa de los claveles, jazmines, limoneros, cedros del Líbano o naranjas amargas con los que regresaban los caballeros. El viaje de frutales, flores y arquitecturas acompaña las transformaciones del jardín. Y en esa transformación constante, los jardines hablan a capas. Pero a diferencia de la arquitectura no delatan esas capas. Los jardines renacen. Parten de cero. Y borran su historia. Sólo la conocemos a partir de escritos, tratados y lienzos.
Jardines egipcios
Sabemos más de los jardines de Egipto que de los de cualquier otro lugar de la Antigüedad gracias a los relieves y a los frescos hallados en tumbas de la época. Esta civilización creía en la vida después de la muerte y los egipcios planeaban meticulosamente las pertenencias con las que querían rodear el viaje a la vida eterna. Así, con frecuencia colocaban imágenes de jardines entre los enseres para la otra vida. La flor de loto, que crece en el agua tranquila del Nilo, aparece decorando las tumbas más que ninguna otra. Es la más esculpida en relieves y, junto con las hojas de palmera y los papiros, adorna buena parte de los capiteles. Los jardines egipcios que rodeaban los templos estaban decorados por arbustos y hierbas medicinales. Entre las plantas, las más utilizadas eran la acacia, el anís, el aloe, la menta, las granadas y el azafrán. Anotadas en papiro se conservan informaciones del tipo de árboles y flores que se cultivaban en los jardines. También, el trato honorífico que dispensaban los dueños de las casas a sus jardineros. Así como la moneda de los pagos en oro, trigo o bronce, que recibían por sus servicios.
Los jardines egipcios rodeaban las viviendas de las afueras de las ciudades. Estaban protegidos de los animales y del polvo del desierto por muros altos y robustos
Los grandes jardines egipcios rodeaban las viviendas de las afueras de las ciudades. Estaban protegidos de los animales salvajes y del polvo del desierto por altos muros. Y la entrada era monumental. Buena parte de los árboles tenía una doble función: dar sombra y producir frutos o aromas. La palmera datilera, la vid, el ficus o los sicomoros eran los que más se plantaban. Entre las flores, preferían las de color intenso, como atestigua la intensa coloración de los frescos hallados en algunas tumbas. Para regar los planteles, surcaban canales procedentes del Nilo, algunos tan amplios que podían ser navegables. El agua se almacenaba en albercas que podían tener, como decoración, nenúfares y peces. Una de las aficiones preferidas del dueño de la casa era la cría y la pesca de esos peces, que se consumían. La piscina podía ser también un elemento decorativo en los jardines, con forma de T, y favorecedor de un microclima capaz de mitigar algunos grados el calor. Para protegerse del sol, además de la sombra de los árboles, los egipcios empleaban toldos sobre la cubierta plana de su vivienda.
Los grandes jardines egipcios eran geométricos y constituyeron un pro-totipo para los jardines cultivados en Asia menor y en Europa años después. El egiptólogo italiano Ippolito Rose-llini descubrió el plano más completo sobre los jardines de una villa egipcia en una tumba de Tebas durante el siglo XIX. Databa de alrededor del año 1400 a. C. y debía haber pertenecido a un oficial del reino de Amenhotep III. El jardín tenía un canal de casi dos kilómetros y una espectacular entrada. La cubierta de la casa estaba protegida por toldos y tenía una alberca. La producción de sombra y fruta eran las principales funciones de los jardines también en las ciudades, donde los comerciantes podían tener un pequeño huerto, para uso familiar, con un pozo, y podía haber también vid sobre las pérgolas.
Jardines persas
Si existieron, los famosos jardines colgantes de Babilonia, una de las siete maravillas de la Antigüedad, fueron una excepción en todos los sentidos. Aunque en Mesopotamia los árboles –productores de madera, frutos y sombra– eran un bien muy preciado, las crecidas de los ríos Tigris y Éufrates no permitían el cultivo de aquella tierra entre dos ríos. Seguramente por eso, los árboles eran venerados. De las pal-meras se aprovechaba todo: con las ramas se tejían cestos, abanicos o tejados y el tronco se aprovechaba para construir muebles. Se les daba tanta importancia, que un acto de venganza entre los asirios consistía en cortar los árboles del enemigo....