Estructura social y desigualdad en España
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Estructura social y desigualdad en España

José Saturnino Martínez

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Estructura social y desigualdad en España

José Saturnino Martínez

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El fracaso escolar, los "mileuristas", la inmigración, la desigualdad entre hombres y mujeres, entre jóvenes y adultos, el aumento del paro (especialmente el juvenil), el retroceso de treinta años en desigualdad económica, la jubilación… Estos son algunos de los problemas a los que se enfrenta nuestro país. Todos están muy presentes en los debates públicos, pero, cuando se habla de ellos, en pocas ocasiones se tiene en cuenta un factor fundamental para su adecuado diagnóstico: la clase social. La probabilidad de fracasar en la escuela, de ser "nini" o titulado universitario de bajos ingresos se entiende mucho mejor como un problema de trayectoria de clase que como un problema meramente juvenil. La relación entre mercado de trabajo y familia, si bien es similar para todos los hombres, varía considerablemente entre las mujeres según su clase social. España se está haciendo más pobre y más desigual debido a que no todas las clases se empobrecen en la misma medida. En este libro se abordan estas cuestiones a la luz de las teorías recientes sobre la justicia y el análisis de clases, teniendo en cuenta los cambios en la estructura social española, especialmente a partir de la crisis.

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CAPÍTULO 1

Diferencia y desigualdad





Los caminos de la desigualdad
Las personas, con su esfuerzo y con los recursos con los que cuentan, buscan su bienestar, que podemos simplificar como un equilibrio entre el tiempo que quieren dedicar al ocio y al trabajo. Tendemos a pensar que una sociedad es justa si las posibilidades de lograr ese bienestar están en función de acciones que dependan de sus decisiones libres, y no de situaciones que escapan a su control; o, dicho de forma orteguiana, valoramos una situación como justa si a ella se llega por el yo, y no por las circunstancias. Abreviando, podemos considerar como decisión personal el esfuerzo realizado, y agrupar las circunstancias en cuatro vías que generan un desigual acceso a los recursos (Roemer, 1999):

1. A través de las conexiones sociales, como puedan ser los recursos a los que se tiene acceso por pertenecer a cierta red social, tales como la riqueza de la familia o las buenas relaciones sociales.
2. Mediante la formación de creencias y la generación de ciertas habilidades y capacidades. Por ejemplo, dos familias con el mismo nivel de recursos, pero que se esfuerzan en que las preferencias de sus hijos ante la educación sean distintas. Una familia puede insistir mucho en el valor de la cultura, pero la otra puede considerarla una futilidad.
3. Por la dotación genética que transmiten a sus hijos. Hay características individuales relativas a ciertas capacidades innatas que facilitan o dificultan el acceso a diversos tipos de recursos.
4. Mediante la formación de preferencias y aspiraciones. Más allá de las creencias y las habilidades, hay un espacio para la formación de gustos y deseos, que pueden hacer más o menos gratificante dedicarse a ciertas actividades que llevan aparejadas ciertas recompensas.

Podemos jerarquizar la legitimidad de estas vías, pues se considera más injusta la vía 1 (las conexiones sociales) que la vía 4 (preferencias y aspiraciones individuales); pero no siempre ha sido así, pues en el Feudalismo, por ejemplo, la primera vía se consideraba la más legítima. Las políticas públicas a favor de la igualdad se diferenciarían según qué vías entendamos como parte de las circunstancias de las personas y cuáles deben entenderse como parte de su esfuerzo. Por ejemplo, en la educación obligatoria se considera que el Estado debe contribuir a la formación de preferencias (promoviendo el gusto por la educación) y compensar las diferencias de capacidad individual (vías 3 y 4) y de origen socioeconómico (vía 1). Pero no hay tanto consenso en si el Estado debe intervenir para promover la igualdad ante las preferencias sexuales (vía 2 o 3, según consideremos que son socialmente construidas o naturales). En la educación superior suele considerarse que el Estado solo debe intervenir para remover la vía 1 de la desigualdad, y la vía 3 en tanto que relacionada con discapa­­cidades físicas, pero no se espera que lo haga con las inte­­lectuales.
El orden político liberal separa claramente entre la esfera de lo público y de lo privado, por lo que una de las líneas calientes del conflicto ideológico y político es la definición de qué es público y qué es privado. En tanto que las preferencias se entienden como parte de lo privado, se cuestiona la legitimidad para que el Estado intervenga sobre ellas. Esto no sucedía en la España del nacional-catolicismo, donde con la censura y la legislación se buscaba influir en las preferencias de la población. O en los estados de so­­cialismo real, como el chino, donde existían campos de “reeducación”, cuyo objetivo era cambiar las preferencias burguesas de la población por preferencias populares. Di­­cho de otra manera, en el orden ideológico en el que vi­­vimos estamos dispuestos a aceptar desigualdades que se deban a gustos distintos, hasta el punto de que la libertad de elección se considera inviolable, mientras no atente contra los derechos de otras personas; es la idea de la libertad como no interferencia en la vida de las otras personas, que se denomina libertad negativa o libertad de los modernos. Si una persona no puede ejercer la profesión que desea por carecer de recursos para formarse, hay gran consenso en que se trata de una situación injusta en la que debe intervenir el Estado. Sin embargo, si una persona se ha formado conforme a sus gustos como educador social y otra como agente de finanzas, y la primera gana menos dinero que la segunda, debido a que el promedio salarial de los educadores sociales es más bajo, no nos parece que sea una desigualdad tan ilegítima. En tanto que los sa­­larios medios de las profesiones dependan del mercado de trabajo, nos parecen desigualdades legítimas. Es decir, estamos dispuestos a igualar en oportunidades para que la gente realice su vocación profesional, pero no en que to­­das las profesiones obtengan los mismos salarios en promedio. De esta forma, aceptamos la desigualdad basada en las preferencias. La legitimidad para ello es suponer que el mayor salario medio de ciertas profesiones es un incentivo debido a que su desempeño es más difícil o a que la responsabilidad de su ejercicio es mayor. En caso contrario, se interpreta que esa ganancia salarial no es justa.
Por ello, parte del debate ideológico se centra en definir qué es preferencia individual y qué no lo es. Por ejemplo, el debate sobre si chicos y chicas deben estudiar juntos o separados se intenta presentar por los defensores de la segregación como un debate sobre las preferencias educativas de la familia. Lo mismo sucede con el debate en torno a la prostitución, pues en la medida en que se considere que es una cuestión de elección de prostituta y cliente, no cabe la prohibición. Sin embargo, si consideramos que no es una cuestión de preferencias individuales (vía 4), sino de formación de la creencia de que la sexualidad es una mercancía más (vía 2), sí se considera legítima la intervención del Estado para modificar esa creencia.
Diferencias, desigualdades, atributos y preferencias
Para entender la relación entre desigualdad y preferencias, conviene que distingamos entre desigualdad y diferencias. La diferencia es el hecho obvio y natural de que cada persona es diferente al resto. Sin embargo, la desigualdad denota que el acceso a los recursos, derechos y oportunidades no se distribuye equitativamente. Simplificando mucho, podríamos decir que dos personas criadas en la misma familia son diferentes, pero se desarrollan en condiciones de igualdad. Pero si una de esas personas crece en una familia pobre y la otra en una familia rica, además de diferentes, serán desiguales. Muchos debates ideológicos y políticos giran en torno a qué es diferencia y qué es desigualdad, y en qué medida las diferencias generan desigualdades legítimas. Las movilizaciones para el reconocimiento del derecho a la diferencia suelen ser movilizaciones para evitar que las diferencias generen desigualdades. Podemos ilustrar este debate con los movimientos en torno a las opciones sexuales por su reconocimiento. El debate al que hemos asistido sobre el matrimonio igualitario (llamado en un primer momento homosexual) es un claro ejemplo de cómo cuestionar que una diferencia (la opción sexual) genere una desigualdad, pues impide el acceso a un derecho. Para los heterosexistas, las personas no tienen el mismo derecho a fundar un proyecto familiar reconocido por el Estado, pues por su preferencia sexual, su vida familiar debe ser devaluada, aunque solo sea simbólicamente (cuando se argumenta que podría establecerse una unión con los mismos derechos, pero que se llamase de forma distinta). Vemos así cómo una ley puede hacer que una diferencia se transforme o no en desigualdad.
Parte de las diferencias entre las personas pueden entenderse como atributos (por ejemplo, edad, sexo o etnia), mientras que otra parte se puede deber a preferencias. La desigualdad basada en atributos es la más visible, y contra la que más éxitos se han conseguido a lo largo del siglo XX. El Apartheid de Sudáfrica ha caído, después de que cayese el que existía en el sur de Estados Unidos. La igualdad de derechos de las mujeres ha avanzado considerablemente en muchos países, en los que ya no necesitan estar tuteladas por un varón para abrir una cuenta bancaria o firmar un contrato de trabajo, como pasaba hasta los años setenta en prácticamente todo el mundo. Sin embargo, se mantienen desigualdades legales que consideramos legítimas, como las basadas en la edad. Un claro ejemplo es la participación laboral, prohibida para los menores de 16 años y limitada para los mayores de 65. El límite de la minoría de edad suele ser conflictivo, pues es variable según prácticas sociales como el trabajo, la sexualidad, la salud, la participación política o la aplicación del Derecho penal. En el caso de los mayores, esta restricción se está aplicando en un contexto de pérdida de poder adquisitivo de sus pensiones, sobre la que no pueden influir, al tiempo que no les permitimos trabajar. A pesar de todo, consideramos que estas restricciones salvan a menores y mayores de una explotación laboral abusiva.
Los gustos y preferencias de cada cual también establecen diferencias que pueden llevar aparejadas desigualdades. Cuando analizamos la clase social y el género este problema está muy presente. Por ejemplo, en sociología de la educación se observa que ante un rendimiento educativo y unos recursos económicos familiares similares, las personas, dependiendo de su origen social y de su género, toman decisiones diferentes sobre si seguir estudiando o no y sobre qué estudiar. Quienes provienen de orígenes populares tienden a elegir en mayor medida titulaciones de Humanidades. Las mujeres eligen titulaciones de ingenierías en menor medida. Las personas optan libremente por lo que desean estudiar, dadas sus notas, pero su elección está relacionada con sus atributos y el contexto social en el que toman sus decisiones. Las titulaciones que elijan les llevarán a profesiones con mejores o peores trayectorias laborales, y por tanto, a disponer de oportunidades vitales diferentes. ¿Por qué ciertos atributos se relacionan con ciertas preferencias que conducen a empleos peor pagados y/o con más paro?
La cuestión está en cómo debemos interpretar las diferencias en preferencias que llevan a oportunidades vitales distintas y que están relacionadas estadísticamente con atributos. Si un hijo de obrero prefiere ser tornero antes que ingeniero industrial, ¿es desigualdad o es diferencia? Esta cuestión se puede descomponer en dos partes desde el punto de vista de la desigualdad: la formación de las preferencias y las opciones vitales que implican las distintas preferencias.
En cuanto a la formación de las preferencias, son posibles dos grandes familias de interpretaciones: los gustos no son importantes, pues lo que cuentan son los recursos, o son resultado de procesos sociales, por lo que la autonomía de las personas es escasa en la formación de sus propios gustos. La línea de análisis económico liderada por Gary S. Becker, premio Nobel de Economía, asegura que lo importante no son las preferencias, sino que las personas disponen de diversos tipos de recursos no solo económicos, y que por eso eligen de forma diferente (Becker, 1995). Es decir, eliminan el problema subjetivo de la formación de gustos, reduciéndolo a un problema objetivo de diferencias en recursos (por ello se habla de homo economicus para referirse a este planteamiento). Por otro lado, los sociólogos suelen hacer hincapié en la socialización, es decir, en cómo influye la familia, la escuela, los medios de comunicación, etc., en la determinación de los gustos. Uno de los sociólogos más influyentes del siglo XX, Pierre Bourdieu, elaboró más en profundidad esta argumentación mediante su concepto de habitus (Bourdieu, 1991), con el que hace referencia a las formas de obrar, pensar y sentir relacionadas con la posición social (más adelante volveremos sobre este autor). Esta línea de argumentación nos lleva a interpretar con escepticismo que la explicación de muchas prácticas sociales sea la interpretación que las propias personas hacen de sí mismas, pues “lo hago porque quie­­ro” no sería más que una prueba del desconocimiento de las determinaciones sociales que influyen en sus prácticas. Visto así, hablar de libertad de elección simplemente significa no ser consciente de las influencias sociales que hay en nuestras decisiones. Como evidencia sencilla a...

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