Pensar en tiempos de crisis
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Pensar en tiempos de crisis

Descubre la sabiduría y el arte de la felicidad de estoicos, epicúreos, cínicos y escépticos

J.A. Cardona

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Pensar en tiempos de crisis

Descubre la sabiduría y el arte de la felicidad de estoicos, epicúreos, cínicos y escépticos

J.A. Cardona

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Hacia el año 300 a. C. emergieron en Atenas, con pocos años de diferencia, distintas líneas de pensamiento: epicureísmo, estoicismo, cinismo y escepticismo. Nacieron como una valiente reacción a la profunda crisis social, económica y política del momento, así como a las necesidades intelectuales y espirituales que traían consigo.El cosmopolitismo y el universalismo de aquel momento dejaron al hombre en una situación de mayor libertad, pero también de mayor vulnerabilidad, en una encrucijada que a día de hoy aún nos apela. ¿Cómo encontrar nuestro propio camino? Las propuestas de la filosofía helenística siguen vigentes: una filosofía práctica que valga no en tanto que conocimiento mismo, sino como fundamento para asentar en él un tipo de vida libre y feliz; la construcción de un sistema de filosofía de partes interrelacionadas, coherente, sintético y orgánico; la atención a la persona singular y subjetiva, más allá del enfoque de la pertenencia a la comunidad.Con la filosofía helenística nació el individuo que se preocupa sabiamente por su dicha personal y que desea llegar a sus propias conclusiones en los asuntos que le conciernen a él y a nadie más. Lo que buscaban y anhelaban era saber lo preciso para satisfacer lo que experimentaban como una necesidad acuciante: llevar una vida feliz conforme a la naturaleza humana. Este hecho revolucionario, que solo pudo darse en el espíritu griego, ahora se descubre como un inquebrantable apoyo para pensar y vivir en (nuestros) tiempos de crisis.

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Información

Año
2021
ISBN
9788413610207

El Jardín de Epicuro

Así pues, cuando afirmamos que el gozo es el fin primordial, no nos referimos al gozo de los viciosos y al que se basa en el placer, como creen algunos que desconocen o que no comparten nuestros mismos puntos de vista o que nos interpretan mal, sino al no sufrir en el cuerpo ni estar perturbados en el alma. Pues ni las bebidas ni las juergas continuas ni tampoco los placeres de adolescentes y mujeres ni los del pescado y restantes manjares que presenta una mesa suntuosa es lo que origina una vida gozosa, sino un sobrio razonamiento que, por un lado, investiga los motivos de toda elección y rechazo y, por otro, descarta las suposiciones, por culpa de las cuales se apodera de las almas una confusión de muy vastas proporciones.
Carta a Meneceo, Epicuro

Una filosofía mal entendida y peor interpretada

Pocas escuelas filosóficas han congregado a su alrededor una cantidad de difamadores tan grande como el epicureísmo. El encono con que se ha calumniado a Epicuro y a sus ideas ha sido tal que ni siquiera puede afirmarse que la imagen de su pensamiento fijada en el imaginario popular sea una burda simplificación del original; la distorsión ha ido más allá, hasta el punto de que es difícil reconocer algo de la auténtica doctrina epicúrea en esa hedonista galería de placeres sensuales que suele asociarse a su nombre.
El proceso de deformación empezó pronto, prácticamente desde el mismo momento en que, por allá 307 o 306 a. C., Epicuro fundó su escuela en el jardín de su casa, situada en la periferia de Atenas (véase la ilustración del capítulo introductorio). Se diría que bastó la aparición reiterada de la palabra placer en sus enseñanzas para despertar recelos y para valerle la inmediata comparación con un cerdo. El primero en asociarlo a la imagen porcina fue Timón de Fliunte, filósofo escéptico y poeta satírico coetáneo de Epicuro. Tres siglos más tarde la imagen se popularizaría definitivamente cuando Horacio, en su cuarta Epístola, se describió a sí mismo con ironía como un «Epicuri de grege porcum», es decir, como un «puerco de la piara de Epicuro». Ya no hubo marcha atrás, y la imagen de tan respetable animal se convirtió prácticamente en emblema del movimiento, utilizado por quienes deseaban atacarlo, pero también asumido como motivo iconográfico por los propios epicúreos, sin complejos.
El historiador de la filosofía Diógenes Laercio (siglo III d. C.) da cuenta de los «locos» calumniadores de Epicuro.12 El mismo Timón de Fliunte que acuñó la metáfora porcina lo calificó también como «el más ineducado de los vivientes». Timócrates, un discípulo renegado del Jardín, escribió sobre su antiguo maestro que vomitaba dos veces al día debido a sus excesos, que gastaba fortunas en comida, que trasnochaba, que era un ignorante, que apenas se levantaba de la cama, que escribía mal y que vivía rodeado de cortesanas. Diótimo el estoico lo odiaba tanto que publicó cincuenta cartas licenciosas y las atribuyó a Epicuro para desacreditarlo. Epicteto lo calificó de pornógrafo. También se dijo de él que plagió a Demócrito y a Aristipo, que era ciudadano ilegítimo de Atenas, que adulaba a los poderosos (es de suponer que en busca de sus favores) e incluso que prostituyó a su propio hermano. No está nada mal para alguien que aconsejaba en una de sus máximas: «Pasa desapercibido en tu vida».
Semejante animadversión se extendió a lo largo de los siglos. Las sucesivas generaciones de estoicos, primero, y el cristianismo después, se encargarían de mantener abierto el frente de desprestigio y deformación. Dante, por ejemplo, condena a Epicuro al sexto círculo de su Infierno, donde se abrasa en un sepulcro abierto:
Suo cimitero da questa parte hanno
con Epicuro tutti suoi seguaci
che l’anima col corpo morta fanno.

Su cementerio en esta parte tienen
con Epicuro todos sus secuaces
que el alma, dicen, con el cuerpo muere.
No sería hasta el Renacimiento y comienzos de la Edad Moderna cuando empezaría a recuperarse tímidamente el pensamiento epicúreo, que a finales del siglo XVIII influiría de manera ya abierta a algunos filósofos franceses e ingleses. Y, aun así, todavía habrá que escuchar al idealista Hegel exclamar: «Las obras de Epicuro no han llegado hasta nosotros, y en verdad que no hay por qué lamentarse.
Lejos de lamentarnos, debemos dar gracias a Dios de que no se hayan conservado».13
Este descrédito histórico propiciado por severos moralistas ha terminado por establecer la imagen popular del epicúreo como alguien entregado desenfrenadamente al placer carnal, al goce indiscriminado y despreocupado, casi a la depravación. Se trata, desde luego, de una grosera tergiversación. La escuela epicúrea aboga por la moderación y la prudencia, insiste precisamente en combatir los excesos que pueden turbar la serenidad del ser humano: la irracionalidad y las falsas creencias, el temor al futuro, la servidumbre a las pasiones… Lejos de precipitarse al goce irreflexivo, los epicúreos conciben su pensamiento como una medicina del alma (aunque se trate de un alma corpórea, como veremos) y al filósofo como al médico que prescribe los cuidados que necesitan los pacientes para alcanzar la sanación (la felicidad). Se trata, pues, de una filosofía práctica, instrumental, que, en una época de incertidumbre como la de la Grecia helenística, ha rebajado sus pretensiones y ya no se propone explicar el mundo, sino que se conforma con explicar cómo sobrevivir en él y se preocupa por encontrar los remedios para ello, lo que puede eliminar la angustia, el desasosiego, sin reparar demasiado en las causas, los motivos de la enfermedad. Siguiendo esa metáfora del filósofo como terapeuta puede interpretarse el Tetrafármakon epicúreo, el Cuádruple Remedio. Originalmente, el Tetrafármakon era una especie de poción que se confeccionaba a partir de cuatro ingredientes (cera, sebo, pez y resina), es decir, lo que podría considerarse en esos tiempos una medicina, y fue ese el nombre que esta escuela dio a un resumen de los principios de su pensamiento en cuatro puntos:
  • no hay que temer a los dioses;
  • la muerte no es motivo de preocupación;
  • lo bueno se consigue con facilidad;
  • el dolor se puede soportar.
Si bien el término Tetrafármakon no consta explícitamente en lo que se conserva de las obras de Epicuro y parece haber sido desarrollado por alguno de sus discípulos, y si bien es asimismo cierto que el pensamiento epicúreo no encaja íntegramente en esta especie de eslóganes, sí puede servir para hacerse una primera idea de las prioridades de esta escuela y de cuán alejada está de la simplificación hedonista a que se la ha reducido a menudo.

Epicuro: una filosofía alegre para un cuerpo enfermo

Epicuro nació en la isla de Samos, en el mar Egeo, en el año 341 a. C., en el seno de una humilde familia de colonos atenienses. Quienes intentaron desacreditarlo se burlan de que en su niñez acompañara a su madre de casa en casa, recitando plegarias rituales, y de que, en compañía de su padre, que era maestro, enseñara a leer y a escribir «por una paga mísera».14 Lo primero probablemente explique su determinación de combatir el efecto pernicioso de la religión sobre los hombres, después de haberlo observado personalmente. El segundo reproche dice más de los burladores que del burlado.
Se cree que empezó a estudiar filosofía a los catorce años, empujado tal vez por la ignorancia de uno de sus maestros (la anécdota la cuenta el escéptico Sexto Empírico en Contra los profesores): cuando su profesor leyó la frase de la cosmogonía épica Teogonía, de Hesíodo, «al principio de todo hubo el Caos», Epicuro le preguntó de qué nació el caos, ante lo que el profesor no encontró más salida que remitirle a los filósofos, que eran los que se encargaban de esas cosas.
A los dieciocho años viajó a Atenas para cumplir allí con el servicio militar, en una época de gran agitación por la muerte de Alejandro. Al terminar, dedicó unos años al estudio en las ciudades jónicas de Colofón y Teos (Asia Menor). Aunque parece que durante su juventud en Samos pudo haber sido discípulo del platónico Pánfilo, fue en Teos, escuchando las lecciones de Nausífanes, donde entró en contacto con el pensamiento de Demócrito, que, como veremos más adelante, influyó de manera decisiva en su concepción atomista del mundo.
Antes de regresar a Atenas, enseñó en Mitilene y en Lámpsaco. La primera era la capital de la isla de Lesbos, cuna de la famosa poetisa Safo, y la segunda, el supuesto lugar de nacimiento de Príapo, dios de la fertilidad. De Lesbos derivan las palabras modernas «lesbianismo» y «lesbiana», por la comunidad de mujeres sin hombres que se creó en la isla, y de Safo, «safismo» (sinónimo de «lesbianismo»), por una oda conservada de Safo en que se enaltece la belleza y el amor femeninos (de un lirismo tan excelso que Platón incluyó a Safo entre las musas). Ni que decir tiene que en la recepción moralista, Safo y su comunidad no fueron muy apreciadas o respetadas, y que si Dante no las condenó al fuego eterno es porque no se acordó. En cuanto a Príapo, personaje puramente fálico, huelgan comentarios… Todo parece conjurarse contra Epicuro para precipitarle a una interpretación sensual.
Busto de Epicuro.
Busto de Epicuro.
En 307-306 a. C. compró una casa con jardín (más bien un pequeño huerto, según se cree) en las afueras de Atenas. Fue allí donde fundó su propia escuela, que se conocería desde entonces como el Jardín. La suya era una comunidad humilde, muy acorde con el tipo de vida sencilla y poco dada a los lujos que predicaba su doctrina. Epicuro presumía de una dieta basada en pan y agua, con un poco de vino a lo sumo; es famosa la petición que le hizo a un discípulo de que le mandase un poco de queso, para cuando le apeteciera darse un festín. La austeridad de la escuela no se debía a estrecheces económicas. El Jardín se mantenía con las contribuciones o donaciones de los alumnos y de sus familiares.
Se admitía a esclavos y a heteras (cortesanas o concubinas), lo que resultaba bastante revolucionario para la época, y es muy probable que la habitual presencia de estas avivara los rumores y las calumnias a las que se refiere Diógenes Laercio; a fin de cuentas, a menudo no hay mentes más calenturientas que las de quienes presumen de virtuosos.15
Todo indica que Epicuro fue un hombre alegre, generoso y muy querido por sus conocidos y discípulos. Puede llegar a parecer, incluso, que la adoración de estos tenía algo de religioso: erigieron estatuas en su honor, conmemoraron su recuerdo con festivales y celebraciones, y conservaron sus enseñanzas con respeto reverencial, casi como textos sagrados que no admitían discusión; las sucesivas generaciones de epicúreos no modificaron lo más mínimo su doctrina, que, a diferencia de lo que sucedió con la otra gran escuela del período, la estoica, permaneció casi inalterada a lo largo del tiempo. Una de las máximas que se repetía entre los epicúreos (y que recogería más tarde el célebre filósofo estoico romano Séneca, en el siglo I d. C.) era: «Obra siempre como si Epicuro te estuviera observando».
Sabemos que sufrió de muy mala salud; su discípulo Metrodoro incluso escribió un libro acerca de ello, Sobre la débil constitución de Epicuro, y entre las obras del propio maestro se cita una titulada Sobre la enfermedad y la muerte (tanto este volumen como el de Metrodoro se han perdido). Es muy probable que algunas de las calumnias que se han referido anteriormente tuvieran su origen en la delicada salud del filósofo; si guardaba cama durante largos períodos no era por holgazanería, sino por debilidad (muchas veces necesitaba un triklystos, una silla de tres ruedas, para desplazarse), y si vomitaba no era debido a sus excesos, sino a problemas intestinales. Padeció hidropesía y también tuvo cólicos nefríticos, que lo acabarían llevando a la muerte, después de estar dos semanas postrado con grandes dolores. Poco antes de morir, escribió en una carta a su amigo y discípulo Idomeneo las siguientes líneas, que reflejan a la perfección la actitud ante el dolor del pensamiento epicúreo: «Al tiempo que pasa este feliz y a la vez último día de mi vida te escribo estas líneas. Me siguen acompañando los dolores de la vejiga y del vientre, que no disminuyen el rigor extremo de sus embates. Pero contra todos ellos se despliega el gozo del alma, fundado en el recuerdo de las conversaciones que hemos tenido».16 Epicuro fue el primero en sostener que un hombre puede sentirse dichoso incluso en el tormento («aun si fuera torturado, el sabio será feliz»),17 idea en apariencia más propia de un estoico o de un cristiano que de un hedonista. Cabe interpretar su filosofía a la luz de sus enfermedades crónicas: su visión del placer como ausencia de dolor, la valoración del consuelo que los recuerdos, la amistad y otros placeres mentales nos pueden ofrecer ante el sufrimiento físico, su insistencia en despojar a la muerte del terror que infunde a los hombres. Epicuro fue un optimista atrapado en un cuerpo que se empeñaba en desmentir su optimismo; acaso un pensamiento lúcidamente positivo como el suyo solo podía surgir de una combinación tan contradictoria. Nietzsche, que aprobó la alegría ascética de Epicuro, afirmó que «solo quien sufre constantemente ha podido inventar semejante felicidad […]: nunca hubo antes una voluptuosidad tan modesta».18
Epicuro murió en 270 a. C., a los setenta y dos años. Unos versos le atribuyen esta última frase en su lecho de muerte, rodeado de amigos y discípulos: «Vivid alegres y recordad mis doctrinas».19
Epicuro tal como lo imaginó Rafael en su obra La Escuela de Atenas (1509-1510).
Epicuro tal como lo imaginó Rafael en su obra La Escuela de Atenas (1509-1510).
Sus doctrinas quedaron consignadas en más de trescientos volúmenes. Dividió la filosofía en Física (teoría de la naturaleza, que incluye también su cosmogonía), Canónica (teoría del conocimiento, lo que hoy se llama epistemología o gnoseología) y Ética (que engloba también su visión política), partición que se respetará en la exposición de sus ideas en las siguientes páginas. A pesar de lo prolífico de su producción, por desgracia (o por fortuna, según Hegel) la mayor parte de sus escritos se ha perdido, hasta el punto de que no es extraño que en las ediciones de sus obras completas que podemos encontrar hoy en día las presentaciones, comentarios y estudios introductorios del editor o traductor ocupen más que los textos del propio Epicuro. A través de Diógenes Laercio se conservan tres cartas, de las cuales las dirigidas a Heródoto y Meneceo se consideran auténticas, mientras que la dirigida a Pítocles, aunque de contenido indudablemente epicúreo, es posiblemente apócrifa. También a través de Diógenes Laercio nos han llegado las Máximas Capitales, breves aforismos sobre ética. Todos estos textos los incluyó este historiador de la filosofía en la última sección de sus Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, dedicada por completo a Epicuro, y que es una de las más valiosas fuentes sobre su pensamiento. Las Sentencias Vaticanas son una colección de dichos breves que se descubrieron en un códice vaticano en 1888.
Completan las fuentes directas de Epicuro que han perdurado hasta la actualidad los fragmentos reconstruidos a partir de la biblioteca de Filodemo de Gadara, hallada en Herculano, y las inscripciones de otro Diógenes, Diógenes de Enoanda, que fue un filósofo griego que nació en el siglo I d. C.; hacia el año 120, poco antes de morir, mandó construir en la ciudad de Enoanda (provincia de Licia, en el sur de Turquía) un pórtico de ochenta metros de largo y cuatro metros de altura con inscripciones que desarrollaban la doctrina de Epicuro, a veces citando directamente al maestro y a veces exponiendo el propio Diógenes sus enseñanzas. El pórtico fue destruido posiblemente por un terremoto unos años más tarde, y en cualquier caso es seguro que sus piedras se reutilizaron para la construcción de la muralla exterior de la ciudad y otras obras. En 1884 se descubrieron por casualidad algunas de las inscripciones, y a día de hoy se esti...

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