CAPÍTULO 1
1599
El 24 de septiembre de 1599, mientras William Shakespeare trabajaba en el borrador de Hamlet en su casa situada río abajo del Globe, a apenas veinte minutos a pie del teatro en Southwark, se reunió un variopinto grupo de londinenses en una casona de entramado de madera, iluminada por numerosas ventanas ajimezadas de estilo Tudor.1
Ya en su época, esta reunión fue considerada histórica, pues se presentaron notarios, que, armados de pluma y tintero, dejaron constancia de la representación del Londres isabelino, muy diversa, que aquel día se congregó en Founders’ Hall, frente a Moorgate Fields.2 En la cúspide de la escala social, con la cadena de oro símbolo de su cargo, estaba la robusta figura del lord alcalde en persona, sir Stephen Soame, vestido de fustán escarlata. Le acompañaban dos de sus predecesores en el cargo y varios altos ediles de la ciudad –mantecosos burgueses isabelinos, de barbas blancas encajadas en la maraña escarolada de sus lechuguillas de batista–.3 El más poderoso de todos era sir Thomas Smythe, de grave figura, con perilla, armiño y sombrero de copa. Sir Thomas era el auditor de la ciudad de Londres y había hecho fortuna importando pasas de Corinto de las islas griegas y especias de Alepo. Algunos años antes, el «auditor Smythe» había contribuido a la formación de la Compañía de Levante para sus expediciones comerciales; la presente reunión había sido iniciativa suya.4
Además de estos rechonchos pilares de la ciudad de Londres, figuraban otros muchos mercaderes de menor importancia que esperaban aumentar sus fortunas. También había hombres ambiciosos, de origen mucho más humilde, que buscaban ascender en la escala social. Sus profesiones fueron anotadas con meticulosidad por los notarios: tenderos, vendedores de telas, sastres, un «tundidor», un «vinatero», un «vendedor de cuero» y un «curtidor».5 Había también un puñado de soldados cubiertos de cicatrices. Se trataba de marinos y aventureros barbudos de los muelles de Woolwich y Deptford, lobos de mar azotados por las olas del océano, con sus zarcillos de oro, jubones y dagas ocultas en el cinto. Algunos de ellos habían combatido a la Gran Armada española una década atrás y otros habían entrado en acción junto con Drake y Raleigh contra los galeones del tesoro españoles en las aguas del Caribe, más cálidas. Pero ahora se describían a sí mismos ante los notarios con el educado eufemismo isabelino, privateers, «corsarios». Había también exploradores y viajeros que se habían aventurado aún más lejos: el explorador ártico William Baffin, por ejemplo, que dio nombre a la bahía homónima. Por último, también estaba presente un personaje que se describía a sí mismo como «historiógrafo de los viajes a las Indias orientales», el joven Richard Hakluyt, al que los aventureros le habían pagado la suma de 11 libras y 10 chelines para que recopilase todo cuanto se supiera en Inglaterra acerca de la ruta de las especias.6
Un grupo tan diverso rara vez se había reunido bajo un mismo techo. Todos habían acudido con un único propósito: presentar una petición a la reina Isabel I, en ese momento una maquillada y empelucada anciana de 66 años de edad, para fundar una compañía cuyo objeto era «aventurarse en un viaje a las Indias Orientales y otras islas y países cercanos, para mercar […] comprar o trocar tales bienes, mercancías, joyas o mercadear según tales islas o países puedan permitir […] (lo cual pluga al Señor que prospere)».7 Dos días antes, Smythe había reunido a 101 de los mercaderes más ricos y les presionó para que se comprometieran a adquirir bonos individuales que iban desde las 100 a las 3000 libras… cifras considerables para la época. En total, Smythe reunió 30 133 libras, 6 chelines y 8 peniques. Los inversores redactaron un contrato y añadieron su contribución al libro de cuentas: «Escrito de su puño y letra […] por el honor de nuestro país nativo y por el avance del comercio y del mercado en este el reino de Inglaterra».
Siempre es un error leer la historia a posteriori. Hoy sabemos que la Compañía de las Indias Orientales (CIO) llegó en un futuro a controlar casi la mitad del comercio mundial y se convirtió en la corporación más poderosa de la historia. Como expresó Edmund Burke en una célebre frase, la compañía era «un Estado disfrazado de mercader». Visto de forma retrospectiva, el ascenso de la Compañía parece casi inevitable. Pero no era esto lo que parecía en 1599, pues, en el momento de su fundación, pocas empresas parecían tener menos perspectivas de éxito. En aquella época, Inglaterra era un país relativamente empobrecido y en su mayor parte agrícola, que había pasado casi un siglo en guerra consigo mismo por el asunto más controvertido de la época: la religión.8 Durante estas luchas, los ingleses se habían separado de forma unilateral de la institución más poderosa de Europa, un acto que a muchas de sus mentes más preclaras les pareció una automutilación deliberada. A ojos de un gran número de europeos, Inglaterra era poco más que una nación paria. Los ingleses, aislados de sus sorprendidos vecinos, se vieron obligados a recorrer el globo en busca de nuevos mercados y oportunidades comerciales lejanas. Y a eso se entregaron con entusiasmo pirático.
Sir Francis Drake marcó la pauta. Drake se había labrado un nombre como bucanero durante la década de 1560 con asaltos a recuas de mulas que transportaban plata española desde las minas a los puertos del istmo de Panamá. Gracias a los beneficios de estas incursiones, Drake se embarcó en 1577 en la circunnavegación del planeta en el Golden Hinde, una travesía que duró tres años. Era la tercera vez que se intentaba un viaje alrededor del globo; esto fue posible gracias a los últimos avances en brújulas y astrolabios, así como por el empeoramiento de relaciones con España y Portugal.9 Drake se había hecho a la mar «con grandes expectativas de obtener oro [y] plata […] especias, cochinilla». Su viaje fue sostenido gracias a incursiones puntuales contra el tráfico mercante ibérico. Tras capturar una carraca portuguesa particularmente rica, Drake retornó a Inglaterra con un cargamento «rebosante de oro, plata, perlas y piedras preciosas» valoradas en 100 000 libras. Fue uno de los viajes de descubrimiento más provechosos. El hostigamiento y saqueo de los imperios ibéricos, más antiguos y más ricos, que controlaban la América central y meridional, contaba con la autorización de la Corona. Esta práctica era, en esencia, una especie de crimen organizado sancionado por el Estado isabelino y controlado por los oligarcas de Whitehall y Charing Cross. Cuando el rival de Drake, sir Walter Raleigh, y su tripulación retornaron de una de sus expediciones, el embajador español los calificó de inmediato de «piratas, piratas, piratas».10
Muchos de los que el embajador español habría calificado como tales estaban presentes aquel día en Founders’ Hall. Los futuros inversores de la Compañía sabían que este grupo de marinos y aventureros, por más talentosos que fueran para la piratería, aún tenían que demostrar su pericia en la ocupación del comercio a larga distancia, más exigente, o para la fundación y sostenimiento de colonias. De hecho, en comparación con sus vecinos europeos, los ingleses eran meros aficionados en ambas tareas.
Su búsqueda del legendario paso del Noroeste hacia las islas de las Especias se había saldado en un desastre: no fueron a parar a las Molucas, como habían previsto, sino al borde del círculo polar ártico. Sus galeones acabaron encallados en la banquisa, sus castigados cascos fueron horadados por icebergs y sus tripulaciones despedazadas por los osos polares.11 En 1599 tampoco habían sido capaces de proteger los asentamientos protestantes de Irlanda, sometidos a fuertes ataques. Los intentos ingleses de imponerse en el comercio de esclavos del Caribe no habían llegado a ninguna parte y el proyecto de establecer una colonia inglesa en Norteamérica se había saldado con un completo desastre.
En 1584, sir Walter Raleigh fundó el primer asentamiento británico en la isla Roanoke, al sur de la bahía de Chesapeake, región que bautizó como Virginia en honor a su soberana. Pero la colonia apenas sobrevivió un año: fue abandonada en junio de 1586, fecha en que fue hallada desierta por una flota de socorro. Los entusiastas colonos desembarcaron pero vieron que tanto la empalizada como las casas habían sido desmanteladas por completo. Nada revelaba el destino de los pobladores salvo un único esqueleto y el nombre de la tribu india local, CROATOAN, grabado en mayúsculas en un árbol. No había ni rastro de los 90 hombres, 17 mujeres y 11 niños que Raleigh había dejado allí dos años antes. Era como si se hubieran desvanecido en el aire.12
Incluso los dos marinos y exploradores orientales más experimentados de todo Londres, los cuales se hallaban presentes en Founders’ Hall, habían vuelto de sus expediciones con solo historias maravillosas y con tripulaciones y cargamentos dañados. Ralph Fitch fue el primero. En 1583 partió de Falmouth a bordo del Tyger. Le enviaba a comprar especias la nueva Compañía de Levante del auditor Smythe. Fitch viajó por tierra desde la costa levantina a Alepo, pero no pudo ir más allá de Ormuz, pues fue arrestado por los portugueses, los cuales le acusaron de espía. Cubierto de grilletes, fue enviado a Goa, donde le amenazaron con torturarle con la garrucha, la versión inquisitorial del bungee jumping. Esta consistía en dejar caer a un hombre desde una altura atado a una cuerda. La cuerda se detenía a escasa distancia del suelo y descoyuntaba los miembros de la víctima. Se decía que el dolor infligido era más atroz que el potro, el método de tortura preferido de la época isabelina.
Fitch pudo escapar con la ayuda de fray Thomas Stevens, un jesuita inglés residente en Goa. Gracias al aval...