Homo bellicus
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Homo bellicus

Una historia de la humanidad a través de la guerra

  1. 590 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Homo bellicus

Una historia de la humanidad a través de la guerra

Descripción del libro

La violencia está en la naturaleza; la guerra en la historia. Ya que la primera no se puede extirpar, convendría dejar a la segunda en el pasado y buscar formas de cooperación que garanticen un mañana mejor. Entre la peligrosa exaltación de glorias pasajeras o la ingenuidad de un pacifismo que los hechos se empeñan en desmentir, la historia militar, más que la de cualquier otra actividad humana, debe ser conocida para evitar cometer los errores del pasado. ¿Por qué Homo sapiens se transformó muy pronto en Homo bellicus? ¿Qué relaciones guarda el fenómeno de la guerra con el desarrollo político, económico, social, religioso y hasta cultural de las civilizaciones? ¿Es una actividad innata o podemos pensar en la utopía de erradicarla para siempre y dejarla como una reliquia en los libros de historia? Homo bellicus. Una historia de la humanidad a través de la guerra rastrea el fenómeno bélico desde sus remotos orígenes hasta la actualidad buscando deducir lecciones que hagan inteligible la guerra, pero sobre todo buscando comprenderla, quizá la única forma de evitar nuevos conflictos en el futuro. El autor incluye más de cuarenta mapas, croquis y cuadros originales e imprescindibles para la comprensión de guerras y batallas, "ese apasionado drama".

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Información

Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788417241940
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La muerte se presentó en todas sus formas y no hubo exceso que no se cometiera.
TUCÍDIDES
Los moldeadores espirituales de esta época de fuerza fueron tres Carlos: Clausewitz, Marx y Darwin. El primero, en su De la guerra (1832), propugnaba una vuelta al espartanismo que convertiría al estado en una máquina militar; el segundo, en su Manifiesto comunista (1848), basaba su teorema social en el antagonismo de las clases; y el tercero, en su Origen de las especies (1859), explicaba su teoría de la supervivencia de los mejor dotados… Los tres fueron profetas de la lucha de masas: en la guerra, en la vida social y en la biología.
JOHN F. C. FULLER

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Secesión

En comparación con las revoluciones políticas, que suelen ser breves y violentas, las económicas son procesos dilatados y que pasan casi inadvertidos para sus contemporáneos. La revolución neolítica tardó milenios en difundirse; la revolución industrial está durando, por ahora, solo un par de siglos.
FRANCISCO COMÍN
Desde cualquier ángulo que se mire, la Guerra Civil americana no tiene parangón en los anales de la historia militar. La inmensa extensión del territorio en disputa; la amplitud de líneas y frentes; la potencia y el coste de los ejércitos rivales, cuya creación no ha podido verse prácticamente apoyada en ninguna base organizativa anterior, […] todo es nuevo para el observador europeo.
MARX Y ENGELS
En 1812 ingenieros ingleses lograban fabricar la primera locomotora auténticamente funcional de la historia, que sería bautizada con un nombre bélico: Salamanca, un homenaje a la victoria de Wellesley en la ciudad española frente a los napoleónicos. Pero no sería hasta 1830 cuando pusieran en funcionamiento la que es considerada como madre de las líneas de ferrocarril modernas, la que discurría entre Liverpool y Mánchester. Todos los componentes de una decisiva revolución económica larvada en las centurias precedentes estaban contenidos en ella: la máquina de vapor precisa de un combustible, que primero fue el carbón extraído de las minas. Los rieles precisan hierro, colado en altos hornos, y durmientes de madera, obtenidos con la tala de bosques. Los vagones transportan mercaderías variadas en grandes recorridos con más capacidad de carga y a más velocidad que cualquier otro vehículo terrestre. Por último, pero lo primero en importancia, para el desarrollo de cualquiera de estas actividades se necesita mano de obra… «barata», abundante y dotada de fortaleza física: pronto se verá que también se requeriría gran fuerza moral para arrostrar las penalidades de una auténtica nueva era de la humanidad plagada de luces y sombras.
El trabajo, la tierra y el capital, los tres factores productivos por excelencia, iban a estrechar su abrazo para saciar el apetito de Homo sapiens por todo tipo de bienes. En contra de lo que dicta la lógica de la cooperación entre recursos escasos, las relaciones entre los tres no iban a ser armoniosas, antes al contrario, la lucha por su dominio se iba a recrudecer hasta conducir a Homo bellicus por una senda que culminará en demoledoras guerras mundiales. Si el coste de la revolución democrática de 1789 fueron las guerras napoleónicas, el coste de la denominada con cierta imprecisión Revolución Industrial iba a ser mucho más oneroso. Sus beneficios parecen haber compensado de momento al hombre… si bien el proceso no ha culminado ni en el tiempo ni en el espacio; gran parte del mundo sigue buscando subirse al tren del «desarrollo».
La mecanización de la historia a partir del siglo XIX posee no solo un correlato natural en la historia militar, sino que parece dar la medida de sus logros en los campos de batalla…, claro que con una valencia negativa. El perfeccionamiento de la tecnología y la fabricación a gran escala aceleró, mejoró y masificó la producción de armas, unas armas cada vez más sofisticadas y destructivas hasta llegar al sinsentido de los misiles nucleares, con los que la humanidad puede destruirse a sí misma y al planeta que mora centenares de veces. Por eso, la historia de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX es la de una escalada en el poderío bélico que se traducirá en conflagraciones masivas, en conflictos totales, en guerras de exterminio. Uno de los países más industrializados, los jóvenes Estados Unidos, lanzaba hacia 1860 un segundo aviso de barbarie en forma de la peor de las maldiciones: una contienda fratricida.
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Siguiendo en términos estrictamente economicistas, podría afirmarse que la guerra civil norteamericana o de Secesión (1861-1865) fue la primera conflagración moderna de la historia por haber sido empleados en ella los frutos de una Revolución Industrial todavía en marcha al inicio de las hostilidades: uso generalizado del ferrocarril con fines militares, buques de vapor blindados, la telegrafía como forma de transmisión de órdenes y comunicación y, por supuesto, unas nuevas armas dotadas de una potencia no vista antes: el revólver y fusiles de ánima rayada con mayor precisión, alcance y cadencia que sus predecesores junto a carabinas de tiro rápido; las primeras ametralladoras; granadas de mano para el asalto y alambre de espino para cubrirse, morteros, cañones y obuses de gran calibre…
En el plano de la alta estrategia —tierra de nadie donde confluyen los aspectos socioeconómicos con los políticos y los meramente militares—, la guerra de Secesión fue un conflicto asimétrico, ya que ambos contendientes venían obligados a dar enfoques contrapuestos a la conflagración: el Sur —economía agraria, librecambista, con una mejor oficialidad pero menos recursos humanos movilizables— necesitaba de una victoria decisiva a campo abierto que le franquease las puertas de su objetivo último: la capital contraria, Washington, para ocuparla lo antes posible. Por su parte, la Unión —economía industrial, proteccionista, capaz de convocar muchos más recursos de todo tipo que su enemigo— podía permitirse afrontar una guerra larga. De hecho, hasta que el denominado Plan Anaconda preconizado por el viejo general Winfield Scott no fue puesto en práctica, los yanquis hubieron de sufrir dos años de angustia. Un plan consistente en establecer un bloqueo al espacio físico controlado por los estados de la Confederación, constriñéndolos en un gigantesco cuadrilátero que asfixiara su economía, el formado al oeste por la cuenca del Misisipi, al norte por los propios estados federales, al este por el océano Atlántico y al sur por el golfo de México.
En el nivel táctico, si bien esta es una guerra en la que aún predominan las grandes formaciones, su orden empieza a ser disperso gracias a las mejoras técnicas en las armas portátiles, que permiten la aparición de unidades más livianas así como la formación de cuerpos montados capaces de penetrar profundamente en territorio enemigo sembrando el pánico, lo que ambos contendientes no tendrán empacho alguno en hacer. Porque un conflicto de esta naturaleza es concebido por sus participantes como un enfrentamiento radical, donde las retaguardias nunca más volverán a ser respetadas, siendo involucradas las poblaciones que sostienen a los ejércitos de una forma integral y elevándose como objetivo predilecto para quebrar su voluntad. No cabrán componendas ni soluciones de compromiso; Estados Unidos inaugura aquí una perniciosa costumbre, la de no aceptar otro final que el de la rendición incondicional del antagonista. Al tratarse de dos naciones en armas, la logística devendrá en una ciencia compleja, dedicada al estudio minucioso de cada factor y sus relaciones con otros como piezas del engranaje castrense.
Se suele considerar la esclavitud como causa principal de esta larga contienda: si bien es cierto que el debate sobre su abolición fue uno de los motivos determinantes del estallido, la realidad subyacente era mucho más compleja. Dos formas de entender la economía y, con ella, la política y la sociedad, chocaron irremisiblemente por ser antitéticas: la del Sur era una economía agraria, que dependía del libre comercio para poder colocar sus excedentes en el exterior a cambio de importar productos manufacturados. Como toda economía rural de la época, el modelo era intensivo en mano de obra, necesitaba emplear una institución abominable, la esclavitud, pero que entonces era considerada —al menos en ciertos lugares— como un recurso productivo rentable. Por su parte, un Norte industrial era obligadamente proteccionista, gravaba con aranceles las importaciones de cualquier producto foráneo y buscaba, por el contrario, llegar a los mercados exteriores para colocar sus propios excedentes. La mano de obra esclava manumitida podría alimentar la demanda de fuerza de trabajo para sus fábricas, con unos salarios de hambre que en la práctica seguían suponiendo la semiesclavitud para la población afroamericana e inmigrante (Marx y Engels calificarían a esta masa como el «ejército industrial de la reserva» con que el capitalismo terminará definitivamente por consolidarse. Es de destacar que ambos ideólogos estudiaron bien esta guerra, así como la de Independencia española, por la implicación popular que las dos tuvieron).
En lo político, los estados confederados abogaban por una interpretación abierta de la constitución, de suerte que el derecho de cada estado a decidir sobre sus propios destinos estaba por encima del derecho del gobierno federal a imponer una unidad de criterio legislativa. El Norte, por su parte, concebía los Estados Unidos de una forma cada vez más centralizada, aun a costa de las soberanías singulares; su lectura del texto fundacional era más estricta y, por supuesto, acorde a sus intereses comerciales. Así, unas comunidades autoconsideradas demócratas y progresistas chocaban frontalmente con la estructura sureña, aristocrática y muy conservadora. Tras unos años de tensión y de enconamiento en que el conflicto no pudo ser resuelto por medios pacíficos, en abril de 1861 una fuerza confederada atacaba Fort Sumter, enclave del ejército federal en Carolina: eran los primeros disparos de una guerra civil anunciada y, en general, irresponsablemente deseada por ambos beligerantes. Nadie podía prever entonces las fatídicas consecuencias de aquel bombardeo…
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Efectivamente, con fecha 20 de diciembre de 1860 el estado esclavista de Carolina del Sur proclamaba su secesión y decretaba unilateralmente la disolución de los Estados Unidos de América: el casus belli estaba servido. Pronto sería seguido su ejemplo por otros, cuyo conjunto iba a formar la Confederación de Estados Norteamericanos, o CSA por sus siglas en inglés, enfrentada dramáticamente contra el conglomerado de territorios situados mayoritariamente en la zona septentrional del país, o USA. Cuando en el verano de 1861 quedó claro que la nación estaba inmersa en una franca situación de conflicto fratricida —que todos consideraban sería corto y favorable a sus intereses—, la geografía volvió a mostrar su tiranía, imponiendo dos teatros de operaciones principales:
1) La frontera política constituida por cuatro estados en litigio con 1500 kilómetros largos de desarrollo continuo; eran, desde el territorio indio al oeste hasta Delaware en la costa este, Missouri, Kentucky, Virginia Occidental y Maryland (esclavistas pero partidarios, en general, de la unidad). Al norte, los federales: Kansas, Iowa, Illinois, Indiana, Ohio, Pennsylvania y New Jersey en contacto directo y, más allá, Minnesota, Wisconsin, Michigan, Nueva York, Connecticut, Rhode Island, Massachusetts, Vermont, New Hampshire y Maine. Al sur, los confederados: la inmensa Texas, Arkansas, Tennessee y Virginia, detrás la Luisiana, Misisipi, Alabama, Georgia, las dos Carolinas y Florida.
2) Los límites naturales conformados por el río Misisipi hacia poniente (con al menos 1200 kilómetros de su largo curso en disputa) y el meridional golfo de México. A levante, la costa del océano Atlántico, que ofrecía un inmenso e intrincado litoral dividido entre ambos beligerantes.
En cuanto a su duración, podríamos hablar también de dos periodos diferenciados: uno relativamente favorable al Sur (desde los inicios a mediados del año de 1863) y otro netamente ventajoso para el Norte (a partir de entonces hasta el final de la contienda). En el primero, los estados confederados logran cierto reconocimiento internacional, mantienen sus territorios occidentales y el ejército del general Lee cosecha triunfos en el frente nororiental, llegando incluso a inquietar a la mismísima capital rival, Washington. Hasta que en el verano del 63, precisamente el simbólico día del 4 julio, los azules logran la victoria de Gettysburg en el último teatro citado y, lo que es más importante, cierran el Misisipi a su enemigo tras la toma de Vicksburg. La máquina industrial del Norte podrá desplegar ya todo su poderío económico y bélico para acabar con un Sur cada vez más exhausto, desmoralizado y carente de medios de lucha.
A diferencia de las guerras napoleónicas, donde es difícil deslindar la conducción política de las operaciones y el desarrollo militar de las mismas, la complejidad de esta contienda exigía hacerlo. Los dos gobernantes de ambas potencias beligerantes iban a actuar con plenos poderes que rebasaban sus respectivas atribuciones constitucionales, prácticamente como dictadores en pie de guerra. Abraham Lincoln, elegido presidente de la Unión el noviembre anterior, declaraba en la primavera de 1861 tras el ataque al fuerte Sumter sin el refrendo del Congreso el bloqueo de los puertos del Sur así como la suspensión de ciertos derechos civiles en los estados fronterizos, llamando de momento a filas por ¡tres meses! a un contingente de 75 000 voluntarios (obraba sobre una población de unos veintidós millones de ciudadanos). Por su parte, Jefferson Davis, proclamado en extraña paradoja presidente de unos Estados Confederados de América, recibía un poder ilimitado al menos por la duración de la campaña (contaba con nueve millones de habitantes, un tercio de ellos población afroamericana esclavizada). Su principal misión era concitar apoyos exógenos, principalmente del Imperio británico, necesitado de la principal materia prima sudista, el algodón, y proveedor a su vez de todo tipo de productos manufacturados.
Militarmente, ambos políticos «confiaron» con muchas reservas e intromisiones la dirección de la guerra a oficiales profesionales. El país, antes del estallido, contaba con unas fuerzas armadas exiguas para sus dimensiones pero con un plantel de jefes bien nutrido cualitativamente gracias a la excelente escuela de formación que ya era para entonces la academia de West Point. Habrían de actuar los de un signo u otro prácticamente desde cero, habida cuenta la necesidad de grandes formaciones inherente a la guerra moderna. Los confederados, dentro de una estrategia general defensiva frente a la invasión rival, necesitaban empero realizar alguna acción ofensiva que les granjeará un éxito temprano y holgura para una hipotética negociación. Davis concedería el mando en el este al venerable general Robert E. Lee, quien apoyado en subalternos de la categoría de Thomas Stonewall Jackson y James Longstreet mantuvo en jaque durante un tiempo a las fuerzas nordistas. Lee comprendió bien que el valle clave de la campaña era el del río Shenandoah, perpendicular al Potomac y natural conexión terrestre entre las capitales enfrentadas, Richmond y Washington, peligrosamente cercanas (los rebeldes habían cometido el error geoestratégico de trasladar la suya desde Montgomery, en la alejada Alabama, hasta el disputado territorio de Virginia). Operar en él equivalía a danzar sobre el alambre, pues si bien los grises podían utilizarlo para progresar hacia el centro neurálgico de su antagonista, la recíproca también era válida. La superior calidad e instrucción de sus tropas permite a Lee obtener triunfos como los de la segunda batalla de Bull Run (agosto de 1862), Fredericksburg (diciembre) o Chancellorsville (mayo de 1863) y generar cierto clima de derrotismo en el enemigo.
La estrategia de Davis adolecía de un pecado capital: el confederado no supo ver las implicaciones mutuas entre el esfuerzo desarrollado en el Shenandoah y el del remoto pero clave frente occidental, de forma que los sudistas desplegarían en realidad dos guerras paralelas sin coordinación, un error que pagarían muy caro. El tendido ferroviario le habilitaba para desarrollar una estrategia por líneas interiores, pues dos vías paralelas a la frontera en liza y al menos tres perpendiculares cubrían su territorio. Al no hacerlo, convertiría una ventaja en punto débil al permitir al enemigo operar contra ellas y cortar sus comunicaciones. Por su parte, el enfoque militar de Lee adolecía de otro error no menos importante: su penetración en el norte estiraba su línea de operaciones y desgastaban a unas fuerzas de complicado refresco. Muy pronto, los federales cosechaban dos éxitos que estrechaban el bloqueo: la primera batalla naval entre «acorazados» en Hampton Roads (1862), dudosa pero que a la larga aseguraría el control de los mares para el Norte, y la toma de Nueva Orleans por la escuadra de Farragut, que cerraba la desembocadura del Misisipi.
Las operaciones en tierra no se detenían. En una de las muchas correrías realizadas por el Ejército de Virginia en persecución del Ejército del Potomac —y viceversa—, ambos terminarían chocando en una batalla de encuentro en una localidad no deseada por ninguno de los dos, situada unos 100 kilómetros al norte de Washington: su nombre, Gettysburg; la fecha, el primero de julio de 1863. Ese día, la plana mayor de Robert Lee recomienda a su general en jefe no aceptar el combate: sin los ojos del ejército, la eficaz caballería de Jeb Stuart lejos del lugar empeñada en otras misiones, los grises no pueden reconocer correctamente el terreno y, lo que es peor, no podrán estimar la auténtica fortaleza de las columnas enemigas. Por otro lado, los unionistas operan en su propio territorio y serán capaces de embeber una unidad tras otra en la lucha a medida que esta se prolongue. El virginiano se muestra inflexible: tiene delante al grueso del enemigo y piensa batirlo decisivamente… sin apercibirse de que en u...

Índice

  1. Cubierta
  2. Fernando Calvo González-Regueral
  3. Homo Bellicus
  4. Título
  5. Créditos
  6. Índice
  7. Índice de mapas
  8. Un océano de historia
  9. I. Piedra y metal
  10. II. Sal y azufre
  11. III. Carbón y petróleo
  12. IV. Uranio y bits
  13. Epílogo. ¿Linaje de paz o de guerra?
  14. Bibliografía comentada
  15. Agradecimientos