Del vicio de los libros
  1. 144 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

Puede parecer que este libro trata sobre libros –sobre su almacenamiento, las distintas formas de robarlos, los vicios que suscitan o sus digestiones–, pero la realidad es otra. Se trata de un panegírico. Una apología de la lectura. Una alabanza del lector (...) Gladstone y Roosevelt, Wharton y Woolf, Roberts y Carroll son aquí "lectores". Esta es la clave de los textos que reunimos en este volumen.A veces podrá darnos la sensación de que se enfrascan en otras cuestiones, pero quien preste atención observará cómo no logran reprimir del todo una sonrisa furtiva al saberse entre iguales. Porque, como los tahúres de Las Vegas, estos lectores saben que lo que pasa en los libros se queda en los libros.

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Información

Año
2021
ISBN de la versión impresa
9788494958687
ISBN del libro electrónico
9788412328387
Categoría
Filología
Categoría
Alfabetización
DE LADRONES DE LIBROS, GORRONES Y DEMÁS ESPECIES[1]
William Roberts
«Facilis descensus Averni», éste podría ser el lema de cualquier artículo o capítulo relacionado con las «vocaciones» a las que se refiere el título. Puede considerarse que, una vez iniciado en la actividad delictiva, todo ladrón de libros está perdido para siempre. Hace unos años, en el tribunal de Middlesex, un genio llamado Terry fue condenado a seis años de prisión por robar libros. Durante la investigación se supo que esta misma persona ya había estado a la sombra en seis ocasiones, cumpliendo dos condenas de dieciocho meses cada una, más otra de cinco años a trabajos forzados y otra condena de siete años, todos por robo de libros.
Cada ladrón tiene su propio y peculiar modus operandi, que varía según las circunstancias. Hay quienes lo hacen sin ninguna ayuda y quienes encubren su pecado con varios accesorios. En primer lugar, tenemos al ladrón de libros común y corriente, que cuando no mira el tendero aprovecha la oportunidad y simplemente se mete el libro debajo del abrigo y se larga. Este método es sencillo y de simple ejecución, pero en la práctica a veces resulta peligroso. Luego está el individuo que viste un abrigo al que previamente le ha quitado el forro del bolsillo y que, cuando parece que sólo echa un vistazo tranquilo, con las manos en los bolsillos, saca una mano sin que nadie se entere y consigue así ganarse la cena.
Éste es un incidente divertido que le sucedió a un librero de Londres. Un buen día, mientras estaba sentado detrás del mostrador, se sorprendió al ver a un hombre corriendo a toda pastilla que, de improviso, disminuyó la velocidad para tomar un libro del puesto y poner pies en polvorosa antes de que el asombrado vendedor pudiera llegar a la puerta. Y lo más notable de todo fue que, aunque muchas de las personas que estaban cerca lo vieron correr, nadie parece haber notado que el ladrón se llevó el libro. Otro truco socorrido es el de ir con un periódico en la mano y, cuando nadie está mirando, dejarlo caer sobre un libro cuidadosamente seleccionado para ocultarlo de la vista. Luego basta con doblar el diario y llevárselo. También hay quien porta un abrigo bajo el brazo para esconder rápidamente algo bajo su protección, aunque este último método requiere, por supuesto, un hombre con aspecto de tener dinero: como es obvio lo utilizan principalmente los ladrones de la mejor clase de libros valiosos. Como todo negocio bien administrado, también requiere contar con una cierta cantidad de capital, ya que, para no despertar sospechas, de vez en cuando es absolutamente necesario realizar pequeñas adquisiciones sobre el terreno de caza que se ha elegido para la temporada.
Luego está el tacaño que, aun teniendo dinero, carece de la voluntad para gastarlo. En estos días en que las malas acciones se disimulan bajo nombres pomposos, a tales individuos se les designa eufemísticamente como cleptómanos. La mayoría de los libreros de Londres han tenido alguna experiencia con esta calaña. Es sabido que un hombre de letras cuyo apellido le resultará familiar a muchos lectores fue expulsado de la sala de lectura del Museo Británico por este tipo de conducta, tras robar pequeñas e insignificantes piezas que bien podría haber adquirido sin problema, y por mutilar otros libros cortando los pasajes que él mismo era demasiado perezoso para transcribir o, a pesar de ser un hombre rico, demasiado avaro como para costearse un amanuense.
«—¿Robar? –se preguntaba el viejo Pistol–. ¡Naranjas de la China! Asín no se llama. Ahora los lumbreras le dicen distraer.»
Si Pistol hubiera vivido en estos días habría afirmado: «Ahora los lumbreras le dicen cleptomanía». Hace algunos años residía en el West End londinense un caballero belga muy conocido en los círculos literarios. Era un hombre de buena posición que poseía una biblioteca valiosa y que visitaba con frecuencia aquellas librerías donde podía agregar piezas a su colección. Al poco tiempo, un comerciante advirtió cómo cada vez que Monsieur Y. lo visitaba le desaparecían misteriosamente uno o dos libros valiosos y no tardó mucho en llegar a la conclusión de que su cliente belga se apropiaba de sus productos saltándose el consabido, aunque desagradable, proceso de apoquinar antes de llevarse los bienes en los que estaba interesado. Nuestro amigo el comerciante, un individuo honrado aunque notablemente sencillo y audaz, tomó cuidadosa nota de todos los títulos sustraídos con sus precios correspondientes.
Y un buen día detuvo a Monsieur Y. justo cuando éste se disponía a salir del establecimiento y le comentó que le vendría bien pagar los pequeños volúmenes que se había metido en los bolsillos del amplio abrigo que casi siempre llevaba puesto. Grande fue la supuesta indignación del bibliófilo belga, quien afirmó que no llevaba encima otros libros que aquellos que ya traía al entrar.
—Venga, venga –contestó el comerciante–, mire, eso no le servirá de nada: le he dejado solo en la estancia de arriba, pero con la puerta abierta para no quitarle ojo y le he visto guardarse estos libros, cuyo precio es éste. A menos que me los costee de inmediato, enviaré a buscar a la policía. Y ya que tocamos el tema, también puede satisfacerme el pago de otros libros que me ha birlado en varias ocasiones.
Y entonces sacó la lista, con todos los precios fijados y una pequeña suma añadida a modo de intereses. A continuación, Monsieur Y. juró y perjuró, clamando que se trataba de un intento para extorsionarlo y amenazó con emprender acciones legales.
—Si usted –dijo el comerciante– puede vaciarse los bolsillos de inmediato sin que aparezca ningún libro mío, excepto los que ha pagado, yo retiraré mi acusación y me disculparé; de lo contrario, enviaré de inmediato a mi ayudante [a quien acababa de llamar] para que traiga a la policía.
Con lo cual Monsieur Y. pagó la totalidad que le reclamaban, salió de la librería y nunca volvió a entrar. Pero se le enviaban catálogos regularmente y como el comerciante tenía siempre los libros que él necesitaba, pedía por correo todo lo que quería. De modo que, a la larga, el librero perdió poco o nada por su audacia. El mismo vendedor de libros se quejaba de que a menudo la gente le pedía libros pero no los pagaba, mientras que otros compradores que pretendían pagar en dinero contante y sonante, y que acudían a la librería ávidos por comprar los libros, salían de allí con las manos vacías y desconsolados, incluso después de haber recorrido largas distancias para asegurarse la adquisición de un volumen largamente deseado:
—Pero el que primero lo pide se lo lleva, ése es mi lema, y si llegan seis pedidos para el mismo libro, éste se reserva para el caballero cuya carta o pedido haya aparecido en primer lugar.
Ese librero es como John Bull, un tipo resistente con un gran conocimiento de los libros. Un personaje que ha tenido que librar una ardua batalla y hoy es quizás uno de los hombres más conocidos en el mundillo.
En una ocasión sucedió un incidente incómodo para el ladrón. Un librero, propietario de dos o tres librerías, estaba en una de ellas cuando entró una persona y le ofreció un par de libros. El propietario reconoció uno de los títulos como de su propiedad, ya que esa misma mañana lo había enviado a otro de sus establecimientos, del que aparentemente había sido sustraído casi de inmediato. Al ser interrogado, el tipo que pretendía venderlo fingió sentirse insultado y afirmó que el libro llevaba en su poder desde hacía muchísimo tiempo, e incluso amenazó al librero cuando éste insistió en quedarse con el libro y con llamar a la policía. Esto fue en sí un acto desafortunado, ya que justo en ese mismo momento se personó en el local un agente que pasaba por allí y, a pesar de una gran cantidad de fanfarronadas y de las muchas amenazas, el ladrón acabó siendo escoltado a la comisaría de policía más cercana. Se descubrió que el otro libro también había sido robado aquella misma mañana de otra tienda, y el resultado fue una sentencia de cuatro meses de prisión.
Lo más reseñable es que los ladrones de libros son casi siempre personas acomodadas: si el hambre los indujera a robar un libro para pagarse la cena entrarían en la categoría de ladrones comunes. Uno podría pasar por alto sus crímenes si robasen libros porque desean leerlos y no pueden costeárselos. Uno de los ejemplos más notables de los últimos años es aquel en que estuvo implicado un exteniente del regimiento de dragones del ejército británico. Los libros pertenecían a una señora que le había dejado su casa al padre del condenado. Ella poseía una buena colección de libros que estaban guardados en tres estanterías bajo llave, pues contenían piezas muy valiosas. Se le informó (así lo constata el informe) que faltaban varios libros, y unas semanas después ella se topó con una serie de títulos –incluidos Las piedras de Venecia y Arte primitivo y pintores modernos de Ruskin– que identificó como de su propiedad. La ley se puso en marcha y el caso llegó a los tribunales. El valor de los dos libros mencionados se estimó en 60 libras esterlinas, y los otros libros en 50 libras. El Sr. Reeves, un librero cuyo establecimiento estaba entonces en el número 196 de Strand, declaró que podía identificar al condenado ya que el día 21 de junio le había comprado los cinco volúmenes de Arte primitivo y pintores modernos de Ruskin, por los que le extendió un cheque por valor de 16 libras esterlinas, tras haber entendido que el condenado había tomado posesión de ellos por defunción de su anterior propietario. En esa ocasión, el condenado le preguntó al testigo qué le daría por los tres volúmenes de Las piedras de Venecia y éste, el testigo, le ofreció nueve libras esterlinas. El 28 de junio, el condenado trajo los libros, pero, tras descubrir que no estaban en tan buenas condiciones como había pensado en un principio, el testigo le ofreció sólo siete libras esterlinas y diez chelines. Esta oferta fue aceptada, y el testigo le extendió un cheque al condenado por dicha cantidad. El testigo compró otros libros al condenado por valor de tres libras, dos chelines y seis peniques. El Sr. Reeves admitió haber vendido Arte primitivo y pintores modernos por 18 libras esterlinas y Las piedras de Venecia por ocho libras y diez chelines.
He aquí otro ejemplo, obtenido en el juzgado de Green­wich: una persona de 46 años y aspecto femenino, sin ocupación alguna, fue acusada en Greenwich de robar un libro valorado en cuatro peniques del estante exterior de la librería de Charles Humphreys, sita en el número 114 de South Street. La vieron sacar un libro de un estante, meterlo dentro una novela y alejarse. El demandante la siguió, la detuvo y le dijo:
—Te pillé.
—¡Oh, por el amor de Dios, no lo hagas! –gritó ella–. Déjame pagártelo.
Pero él respondió:
—No, ni aunque me dieras cinco libras esterlinas, porque llevas demasiado tiempo robándome.
En casa de ella el librero encontró más de cien libros con su sello privado, pero no pudo demostrar que ella se los había sustraído. De hecho, en una ocasión él le había comprado algunos libros que previamente ella había robado de su tienda, aunque, como es lógico, cuando se los compró él no estaba al corriente de nada de esto. La condenada se declaró culpable de robar un único ejemplar, y en su nombre un abogado presentó un certificado de un médico donde se afirmaba que la detenida padecía una debilidad general del cuerpo, con pérdida de apetito, insomnio y un evidente trastorno mental. Esos síntomas llevaron al magistrado a tratarla con indulgencia y sólo se le impuso una multa de cinco libras esterlinas.
Hace aproximadamente un par de años, dos hermanas solteras llamadas Grace y Blanche fueron acusadas de robo en ...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. ÍNDICE
  4. EN ALABANZA DEL LECTOR
  5. DE LOS LIBROS Y DE CÓMO ALMACENARLOS
  6. EL VICIO DE LA LECTURA
  7. LIBROS PARA UNAS VACACIONES AL AIRE LIBRE
  8. ALIMENTAR EL INTELECTO
  9. DE LADRONES DE LIBROS, GORRONES Y DEMÁS ESPECIES
  10. ¿CÓMO DEBERÍA LEERSE UN LIBRO?
  11. CRÉDITOS