Spinoza
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Una vida

Steven Nadler

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Una vida

Steven Nadler

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Estudioso de la Biblia y comerciante fracasado, hereje judío y eminente intelectual holandés en lengua latina –y, para ganarse el pan, pulidor de lentes–, Baruch (Bento, Benedictus) Spinoza está hoy considerado uno de los pensadores más notables de todos los tiempos, quizá el más radical y controvertido de los filósofos.Nacido en el seno de la comunidad sefardí de Ámsterdam, Spinoza fue apartado tajantemente de ella en 1656, a los veinticuatro años de edad –"... Sea maldito durante el día y sea maldito por la noche, sea maldito cuando repose y maldito cuando se levante. Sea maldito cuando salga y maldito cuando entre. El Señor no tendrá piedad con él...", se pudo escuchar en la sinagoga–. El resto de sus días los dedicó a buscar la verdad, la rectitud moral y la libertad, así como a perfilar sus ideas sobre la "verdadera religión" y en torno a un Estado secular y tolerante.En esta magna biografía, ahora revisada y puesta al día, Steven Nadler entrelaza con acierto el material humano y la filosofía de Spinoza con el tumultuoso mundo político, social, intelectual y religioso de la joven y próspera República Holandesa que le tocó vivir.

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Información

Año
2021
ISBN
9788446050919
1
ASENTAMIENTO
El 30 de marzo de 1492 cometía España uno de esos actos de locura autodestructiva que no suelen ser infrecuentes en las superpotencias: expulsar a los judíos. Durante siglos, la presencia de los judíos en Iberia había sido floreciente y próspera. No era accidental que esta presencia supusiera también un gran beneficio económico para sus anfitriones, los musulmanes primero y más tarde los cristianos. No es, desde luego, que la tierra que ellos llamaban Sepharad fuera una utopía para los hijos de Israel: los judíos se vieron hostigados, difamados, y, en ocasiones, atacados físicamente. Y la Iglesia Católica mostró un particular interés cuando los judíos fueron acusados de animar a los «conversos» –judíos que se habían convertido al cristianismo– a volver al judaísmo. Por otra parte, los derechos legales y políticos de los judíos habían estado siempre severamente restringidos. Pero los judíos de España gozaban del favor de las altas esferas. Aunque algunos de los monarcas que los protegieron pudieran haber estado motivados por sentimientos humanitarios, la mayoría de ellos lo hacían movidos por el propio interés político y material. El rey de Aragón, por ejemplo, era consciente de los beneficios prácticos que le reportaba el hecho de tener una comunidad judía económicamente activa dentro de sus fronteras. Los judíos eran comerciantes muy hábiles y controlaban un extenso conglomerado de redes comerciales. Hasta fines del siglo XIV habían sabido mantener en sus comunidades unas condiciones de paz y seguridad realmente envidiables. Algunos de sus miembros más ilustrados ocupaban incluso puestos importantes en las cortes reales.
Toda esta situación cambió en el año 1391. Empezando por Castilla, el mayor reino de la España medieval, masas populares incontroladas –habitualmente procedentes de las clases más bajas e incitadas por predicadores demagogos– comenzaron a quemar sinagogas o a convertirlas en iglesias. Los judíos fueron simplemente asesinados, o forzados a convertirse al cristianismo, o vendidos a los musulmanes como esclavos. Las acciones antijudías se extendieron pronto a Cataluña y Valencia. Frente a tan violenta y extendida reacción popular, los gobernantes españoles no tuvieron más alternativa que la de asistir impotentes a semejante espectáculo. Con el tiempo, pudo restablecerse una cierta apariencia de orden y unas cuantas comunidades judías fueron parcialmente reconstruidas; pero quienes habían sido forzados a convertirse y bautizarse en masa tuvieron que mantenerse en su nueva religión. Todo intento de volver abiertamente al judaísmo o de continuar en secreto las prácticas judías era considerado herejía.
Durante las primeras décadas del siglo XV volvió a despertarse la actividad antijudía, esta vez insistiendo con mucha más fuerza en la necesidad de que los judíos admitiesen la verdad de la fe cristiana. En 1414 el número de conversiones en masa fue particularmente elevado. Una vez que un individuo se había convertido, quedaba bajo el dominio de la autoridad eclesiástica cristiana. Los conversos se veían sometidos a una vigilancia constante por parte de la Iglesia, cuyos ministros eran los encargados de velar por la condición espiritual de los miembros de su grey (con independencia de las circunstancias que hubieran presidido su ingreso en él). La ausencia de una resistencia judía organizada provocaba aún más violencia a medida que una comunidad tras otra sucumbía al ataque. Los reyes, que desesperadamente trataban de salvar la columna vertebral de sus economías, se decidieron esta vez a intervenir y a poner fin a las persecuciones. Pero el daño ya estaba hecho. Hacia la mitad del siglo, la población judía de España estaba diezmada y los supervivientes desmoralizados. La brillante vida y la cultura –por no hablar de la productividad– de la comunidad judía se habían esfumado; su «Edad de Oro» había terminado.
Los judíos llamaban a los conversos anusim («los forzados») o meshummadim («los convertidos»). Un término más ofensivo, usado primariamente por los cristianos para referirse a aquellos que eran sospechosos de ser secretamente judaizantes, era el de «marranos» (cerdos). Muchos conversos se volvieron sin duda verdaderos y sinceros cristianos; pero otros siguieron seguramente practicando en secreto alguna forma de judaísmo[1]. Estos «cristianos nuevos» judaizantes fueron educados en la ocultación de sus prácticas religiosas, por lo cual les resultaba difícil a los observadores (o espías) descubrir la realidad escondida bajo la apariencia de una conversión. En consecuencia, los «cristianos viejos» no se fiaban nunca de la sinceridad de ningún converso. Estos conversos eran hostigados constantemente por la plebe; y no tardarían en verse también cruelmente perseguidos por la Inquisición.
La situación de los judíos y los conversos continuó deteriorándose tras el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en 1469 y la unión de sus dos reinos en 1479. La pareja real buscó ardientemente la unidad religiosa y la ortodoxia en España, y por ello vigiló con especial celo a su población conversa. Con el fin de alejar a los conversos de la perniciosa influencia de los judíos, que podrían intentar persuadirlos a retornar al judaísmo, adoptaron la política de separar a las comunidades judías de la población cristiana. En 1478, el papa Sixto IV concedió a Fernando e Isabel la facultad de nombrar inquisidores en Castilla. En los doce años que siguieron a estos nombramientos, la Inquisición española declaró haber descubierto –usando invariablemente medios violentos e insoportables– más de 13.000 conversos judaizantes. (Por supuesto, la Inquisición no se metía con los judíos confesos: su celo iba dirigido sólo a los heréticos, no a los infieles.)
En 1492, tras la eliminación de la autoridad musulmana en Granada, quedó completada la reconquista cristiana del suelo español. Con el «problema musulmán» ya controlado, los monarcas y sus aliados eclesiásticos quedaron libres para dirigir toda su atención a los judíos. Este sería el estadio final de su proyecto de uniformidad religiosa nacional. El 31 de marzo de 1492, Fernando e Isabel firmaron una orden de expulsión de los territorios pertenecientes a las coronas de Castilla y Aragón «a fin de evitar que los judíos influyeran sobre los conversos y purificar de este modo la fe cristiana».
Bien es sabido que, en nuestros dominios, existen algunos malos cristianos que han judaizado y han cometido apostasía contra la santa fe católica, de lo cual era mucha causa la comunicación de los judíos con los cristianos. […] Hemos decidido que no deberán concederse más oportunidades a un deterioro adicional de nuestra fe sagrada. […] Así pues, ordenamos desde este momento la expulsión de todos los judíos, hombres y mujeres de todas las edades, que viven en nuestro reino y en todas las áreas pertenecientes a la corona, tanto si han nacido en ellas como si no. […] Todos estos judíos tienen que haber abandonado las áreas que nos pertenecen para finales de julio, juntamente con sus hijos e hijas, sus parientes y sus sirvientes judíos. […] Tampoco se permitirá a los judíos cruzar nuestro reino o cualquier otra área perteneciente a la corona en su ruta hacia cualquier otro destino. En modo alguno les será permitida a los judíos su presencia en ninguno de nuestros reinos y posesiones.
De la noche a la mañana, los judíos se encontraron ante la siguiente alternativa: o conversión o exilio. Y en el plazo de tres meses no quedó oficialmente en España ningún judío.
La mayoría de los exiliados (unos 120.000) pasaron a Portugal. Otros se marcharon al norte de África, a Italia y a Turquía. Los que quedaron en España se convirtieron al cristianismo, como lo exigía la ley. Pero su vida como conversos no era más fácil que la que habían llevado como judíos. Siguieron sufriendo a manos de los desconfiados cristianos viejos que vivían en su vecindad, pero además ahora se veían hostigados por la Inquisición. Muchos debieron arrepentirse de no haberse unido al éxodo de sus congéneres.
Para aquellos que eligieron el exilio, Portugal resultó ser un puerto seguro de breve duración. El 5 de diciembre de 1496, el rey Manuel I de Portugal publicó a su vez un real decreto que desterraba a los judíos y a los musulmanes de su territorio. El motivo de este decreto era claramente facilitar su matrimonio con Isabel, la hija de los monarcas españoles. Pero Manuel, al menos, se mostró menos miope que su futura familia política, y reconoció que cualquiera que fuese la ganancia inmediata que obtuviese con la expulsión (incluyendo la confiscación de los bienes judíos) quedaría contrarrestada por una pérdida mayor a largo plazo. Así pues, para asegurar la presencia en su economía de los financieros y los empresarios, decidió que la conversión forzosa sería la única opción ofrecida a los judíos. El 4 de marzo de 1497 ordenó que todos los niños judíos fueran bautizados. La Inquisición no había sido aún implantada en Portugal, y muchos de estos nuevos conversos –cuyo número crecía sin cesar a causa del continuo flujo de conversos que huían de la Inquisición española– podían seguir profesando en secreto el judaísmo sin demasiada dificultad. Durante algún tiempo, los marranos de Portugal disfrutaron de un margen relativamente amplio de tolerancia (aunque les estaba oficialmente prohibido abandonar el país), lo cual alimentó entre ellos una fuerte tradición criptojudía.
Pero el respiro no duraría demasiado. En 1547, por orden papal, fue establecida en Portugal una «Inquisición libre y sin trabas». Hacia la década de 1550 la persecución de conversos sospechosos de ser judaizantes –¿y qué converso podía escapar a tal sospecha?– había adquirido verdadera fuerza, y la situación era paralela a la de España. De hecho, la Inquisición portuguesa resultó ser incluso más dura que la de España, en particular tras la unión de las dos naciones bajo una sola corona en 1580. Muchos conversos comenzaron a emigrar de nuevo a España, donde esperaban poder permanecer en el anonimato y, tal vez, volver a recuperar su anterior prosperidad. Pero los conversos que regresaban de Portugal eran especialmente sospechosos de ser judaizantes, por lo cual la Inquisición española reforzó aún más su anterior celo.
Durante la segunda mitad del siglo XVI, y a medida que las Inquisiciones en Portugal y luego en España se tornaban más y más severas, se registró un marcado incremento de conversos que huían de la península Ibérica. Un gran número de refugiados se dirigió al norte de Europa. Algunos partieron directamente de Portugal, mientras que otros continuaron hacia el norte después de una estancia temporal en España o Francia. Había también emigrantes procedentes de aquellas familias que no habían abandonado España en la primera avalancha. Entre estos exiliados del siglo XVI debieron abundar los judaizantes remanentes o descendientes de aquellos que, fieles a su fe judía, habían preferido en 1492 el exilio antes que la conversión, y que luego, en Portugal, continuaron practicando en secreto su religión. Ahora tenían que emigrar allende las fronteras del Imperio español con la esperanza de que el poder y la influencia de la Inquisición fueran más débiles en otros lados. Tras haber rehusado convertirse sincera e internamente en cristianos convencidos tanto en Portugal como en España, ansiaban encontrar un entorno más tolerante en donde, aunque no pudieran vivir abiertamente como judíos, pudieran al menos practicar en secreto su religión sin la constante amenaza que los acechaba en Iberia[2].
Los conversos portugueses comenzaron a asentarse en los Países Bajos en una fecha tan temprana como 1512, cuando estas tierras estaban aún bajo el control de los Habsburgo. La mayoría de ellos se instaló en Amberes, un dinámico centro comercial que ofrecía a los cristianos nuevos muchas oportunidades económicas, y cuyos ciudadanos percibieron al instante las ventajas materiales que les reportaría la admisión en su ciudad de aquellos comerciantes con tan amplias conexiones. En 1537, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos V (a la vez Carlos I de España y gobernador de los Países Bajos), dio oficialmente permiso para que continuara esta inmigración, con la condición de que los cristianos nuevos no volvieran abiertamente al judaísmo, ni tampoco lo practicaran en secreto. Aunque más adelante se vio forzado a publicar un edicto prohibiendo que los conversos volvieran a asentarse en sus dominios del norte, no le concedió nunca demasiada autoridad. Para la década de 1570, la comunidad judía de Amberes contaba con unos quinientos miembros. Es probable que la mayoría de los portugueses asentados en Amberes no fueran judaizantes, pero muchos, sin duda, sí lo eran.
La información existente sobre la fundación y posterior desarrollo de una comunidad judía en Ámsterdam no es muy fiable[3]. Las fechas que suelen aducir usualmente los historiadores para el asentamiento inicial de los judíos en Ámsterdam oscilan entre 1593 y 1610. Lo que hace a esta cuestión especialmente difícil de resolver con certeza es la gran cantidad de mitos surgidos en torno a la llegada a Holanda de los primeros cristianos nuevos portugueses.
Dos historias en particular sobresalen entre todas. Según una de ellas, cuyos episodios están variablemente fechados entre 1593 y 1597, los ingleses, que entonces estaban en guerra contra España, interceptaron un barco con un pasaje de cristianos nuevos que huían de Portugal. Entre los pasajeros se encontraba la «maravillosamente bella María Nuñes» con algunos de sus parientes. El barco y su carga fueron apresados y conducidos a Inglaterra. El duque que mandaba el navío británico se enamoró inmediatamente de María. Cuando llegaron al puerto, le pidió su mano en matrimonio, p...

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