El origen del capitalismo
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El origen del capitalismo

Una mirada de largo plazo

Ellen Meiksins Wood

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El origen del capitalismo

Una mirada de largo plazo

Ellen Meiksins Wood

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El capitalismo no es ni una consecuencia inevitable de la naturaleza humana, ni una mera ampliación de antiguas prácticas comerciales cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Desencadenado en unas coordenadas espaciales y temporales específicas, el capitalismo necesitaba de una transformación radical previa de las relaciones entre los seres humanos y de estos con la naturaleza..En este clásico de Ellen Meiksins Wood, la autora ofrece al público lector una introducción formidable y accesible a las teorías y debates en torno al nacimiento del capitalismo, el imperialismo y el Estado-nación moderno

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Información

Año
2021
ISBN
9788432320224
TERCERA PARTE
MÁS ALLÁ DEL CAPITALISMO AGRARIO
VI. MÁS ALLÁ DEL CAPITALISMO AGRARIO
A partir del siglo XVI, en Inglaterra, donde la riqueza seguía proviniendo en su mayor parte de la producción agrícola, los principales actores económicos del sector agrícola –tanto los productores directos como los que se apropiaban de sus excedentes–, dependían progresivamente de unas prácticas equivalentes a las capitalistas: la maximización del valor de cambio mediante la reducción de los costes y el incremento de la productividad a través de la especialización, la acumulación, la reinversión de los excedentes y la innovación.
Esta forma de proveer las necesidades materiales básicas para la sociedad inglesa conllevó una dinámica completamente nueva de desarrollo autosuficiente, un proceso de acumulación y de expansión muy distinto al de los antiguos ciclos «malthusianos» que habían dominado la vida material en otras sociedades. Además, vino acompañada de los típicos procesos capitalistas de expropiación y creación de una masa de personas desposeídas. La nueva dinámica histórica nos permite hablar precisamente en este sentido del «capitalismo agrario» propio de la Inglaterra de principios de la Edad Moderna, una forma de organización social con unas «leyes del movimiento» características que acabarían desembocando en el surgimiento del capitalismo maduro, es decir, en su forma industrial.
LA EDAD DORADA DEL CAPITALISMO AGRARIO
Si echamos la vista atrás, hacia los siglos anteriores, es fácil idealizar las características del campo inglés. Sin embargo, resulta bastante difícil establecer conexiones entre aquel paisaje idílico propio de la Inglaterra rural y la actual industria agrícola británica dada la actual crisis de la misma, con el trasfondo de la «enfermedad de las vacas locas» y el desastre de la fiebre aftosa de 2001, que puso de manifiesto los horrores y peligros de la agricultura intensiva, el control por parte de las grandes cadenas de supermercados de la distribución de alimentos y las consecuencias de la «globalización».
Durante la reciente crisis, muchos analistas parecían estar convencidos de que las dinámicas que habían conducido hasta el desastroso impacto de la agricultura intensiva capitalista se iniciaron tras la Segunda Guerra Mundial, cuando los gobiernos –posteriormente incitados y respaldados por la Política Agrícola Común–, fomentaron esta forma de cultivo para garantizar la provisión suficiente de alimentos baratos. Incluso algunos sectores críticos de la izquierda culparon del desastre al gusto por la comida barata por parte de la población británica.
No deja de ser curioso que a algunas personas aparentemente razonables, que no tienen problema en aceptar que los servicios públicos garantizan mejor que las empresas con ánimo de lucro la cobertura de las necesidades humanas básicas –como la sanidad o la educación–, no les parezca en cambio aceptable la reivindicación de la garantía de acceso a una alimentación barata, la necesidad más básica de todas. Esta actitud resulta de lo más desconcertante puesto que en Gran Bretaña la comida no es especialmente barata, y las ganancias derivadas de unos costes de producción más bajos claramente benefician a la industria alimentaria, al menos en la misma medida en que reducen los precios para los consumidores. Pero lo que resulta aún más sorprendente es la convicción de que la actual agricultura capitalista supone una ruptura revolucionaria con el pasado.
En el momento álgido de la crisis provocada por la fiebre aftosa en Gran Bretaña, un periódico de ámbito nacional publicó el comentario de un inspector veterinario belga que se quejaba de que «para los británicos el único valor que tiene la tierra es que pueden obtener beneficio de ella». Comentario que parecía alejar a Gran Bretaña de sus vecinos europeos, y que pudiera tener algo de lamento nostálgico de la pérdida de una cultura campesina escasamente más real en el continente hoy día que en Gran Bretaña. Pero, lo cierto es que Gran Bretaña sigue representando la cuna del capitalismo agrario.
La continuidad entre la agricultura vieja y la nueva obedece a aspectos que quedan ocultos tras las paradojas propias del capitalismo agrario. El paisaje que anida en el paraíso rural no es producto de una sociedad campesina ni se compone de granjas familiares independientes. En gran medida fue una creación del capitalismo agrario en su «Edad de Oro». El paisaje prototípico del mito de «la Inglaterra de verdes y agradables prados», aunque tardara siglos en fraguarse, y aunque no se borrara en él del todo la huella de otros tiempos y otras formas de vida, probablemente le deba más al siglo XVIII que a ningún otro siglo, cuando «la edad de la aristocracia territorial» y la era del «mejoramiento» estaban en su punto álgido[1].
El paisaje supuestamente idílico de la Inglaterra rural llevaba inscrita la historia de las relaciones de producción capitalistas y de clase. Tanto los campesinos como los señores sufrieron una transformación que a su vez transformó el paisaje. Por un lado, el proceso de desposesión y de cercamientos que, entre otras cosas, tornó menos evidente la pobreza en el ámbito rural. El campesinado pobre característico del campo en otras sociedades agrícolas, con sus pequeñas parcelas de cultivo y humildes moradas fue sustituido por dos clases agrarias distintas: una compuesta por arrendatarios capitalistas prósperos, con sus granjas sólidas, pintorescas incluso, y los trabajadores carentes de propiedades que dejaron como única huella en el paisaje su derecho de paso campo a través para acceder a sus lugares de trabajo –su legado para los excursionistas del presente–. Durante este periodo de transformación rural llegaron a desaparecer incluso pueblos enteros. En el lado opuesto, estaban las casas de campo, los parques y los jardines ingleses. Hacía tiempo ya que la clásica aristocracia militar había sido sustituida por las comodidades y los ornamentos típicos de los señores de la «aristocracia territorial» rural, que vivían de las rentas de sus arrendatarios, y que serían característicos del siglo XVIII.
Los cercamientos parlamentarios del siglo XVIII ilustran muy bien las paradojas del momento. Dan fe de la indudable victoria de la clase terrateniente en el seno del capitalismo agrario, su control sobre las tierras, su control del Estado y su triunfo sobre las clases subalternas que habían desafiado su ascenso durante la Revolución del siglo XVII. No obstante, el legado visual de aquella victoria de clase, que materializaba un proceso que había arrancado siglos antes, se ha convertido en la imagen idílica de la vieja Inglaterra.
El concepto de «mejoramiento» encierra la misma paradoja. En el siglo XVIII este concepto tan útil combinó el gusto por el beneficio y por la belleza en el ámbito de interés de la aristocracia terrateniente. «Mejorar» la tierra no solo significaba consolidarla y cercarla con el fin de incrementar su productividad y, por tanto, el beneficio derivado de ella, sino también embellecer la hacienda del señor, incluso si para ello hiciera falta echar abajo pueblos enteros que pudieran suponer un obstáculo para las vistas del señor, que no tardaría en sustituirlos por jardines y parques.
Era una época en la que las técnicas agrícolas productivas y rentables eran en buena medida «orgánicos», en términos actuales, y dependían más de un uso eficiente de la tierra y de las técnicas agrarias que de la maquinaria industrial y los productos químicos. De modo que el impacto sobre la tierra no era tan descaradamente nocivo por mucho que las vidas de los seres humanos se vieran afectadas por la desposesión y la presión competitiva. Pero, la lógica económica actual, destructora del ámbito rural, ya había empezado a funcionar desde los siglos XVI y XVII.
Era la misma lógica que ya en el siglo XVI regía el interés de los terratenientes ingleses, en determinadas partes del país, en que sus arrendatarios lograran aumentar sus beneficios mercantiles para poder obtener el máximo de renta de alquiler de ellos. Era la misma lógica que dominaba los cálculos del tasador del terrateniente para obtener la diferencia entre los arriendos consuetudinarios fijos, que pagaban muchos arrendatarios, y las rentas de alquiler más elevadas que podía obtener el terrateniente en un mercado abierto de arrendamientos.
Era la misma lógica que imperaba en el siglo XVII con la explosión de la literatura sobre el «mejoramiento»; y los cálculos propios del siglo XVIII que conllevaron a los cercamientos parlamentarios motivados por los intereses del «mejoramiento» no se diferenciaban demasiado de la actual aritmética económica. Las presiones a favor de la intensificación de la producción y de la rentabilidad se han agudizado infinitamente con el crecimiento de las cadenas de supermercados y de la globalización, y el potencial para el desarrollo tecnológico de la agricultura industrializada ha aumentado desmesuradamente. No obstante, la raíz del problema sigue siendo la lógica capitalista de extracción de beneficio, al igual que en etapas anteriores.
Sin duda, William Cobbett reflejaba la realidad en sus escritos cuando a principios del siglo XIX despotricaba contra las quejas de los agricultores ingleses y les advertía de que estaban condenados a desaparecer de forma inminente, a medida que los arrendatarios se veían obligados a abandonar las tierras por no poder pagar las rentas de alquiler, mientras que a los labriegos se les pagaban unos salarios misérrimos. Pero, si bien describía una crisis de características muy concretas y decisiva en muchos sentidos para el campo inglés, tras las Guerras Napoleónicas y con una industrialización agonizante, la dinámica histórica que dio origen a la crisis había iniciado su andadura mucho antes y aún se mantiene en nuestros días.
Igual que el lamento de Cobbett tenía sus antecedentes en las protestas del siglo XVI contra los cercamientos, también percibimos el eco de sus opiniones hoy. No obstante, en la actualidad se escuchan predicciones que vaticinan que la actual crisis agrícola será la última estocada para los ya maltrechos agricultores británicos y el fin de las pequeñas granjas, acorralados en esta ocasión por los grandes productores trabajando codo con codo con las cadenas de supermercados, con el respaldo del gobierno. Y, mientras que algunos agricultores británicos enojados prueban suerte al otro lado del canal, aún resuenan las advertencias de Cobbett sobre aquellos agricultores desesperados que se llevaban «su lealtad, su capital (o lo que les quedaba de él) y sus habilidades para cebar a los puercos, nuestros viejos amigos los Borbones»[2].
¿ERA EL CAPITALISMO AGRARIO VERDADERAMENTE CAPITALISTA?
Llegados a este punto, deberíamos detenernos un poco en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, que no fueron los mercaderes ni los productores los impulsores del proceso que condujo al desarrollo inicial del capitalismo. La transformación de las relaciones sociales de producción estaba profundamente enraizada en el campo, y la transformación del comercio y la industria ingleses fue el resultado más que la causa de la transición de Inglaterra al capitalismo. Los mercaderes eran capaces de funcionar perfectamente en sistemas no capitalistas. Como hemos visto, prosperaron en el con­texto del feudalismo europeo donde se beneficiaron no solo de la autonomía de las ciudades, sino también de la fragmentación de los mercados y de las oportunidades a la hora de realizar transacciones entre un mercado y otro.
En segundo lugar, e incluso más relevante que el aspecto anterior, hasta el momento, el término «capitalismo agrario» no lleva implícito en su núcleo el trabajo asalariado, a pesar de que el trabajo asalariado es un elemento central en cualquier definición del capitalismo. Este hecho requiere una explicación.
Es preciso decir que muchos arrendatarios ingleses contrataron trabajo asalariado, hasta el punto de que la tríada que Marx y otros pensadores identificaran –los señores vivían de las rentas de alquiler capitalistas de los terrenos, los arrendatarios capitalistas vivían de sus beneficios, y los labriegos vivían de sus salarios– ha sido considerada por muchos como la característica definitoria de las relaciones agrícolas en Inglaterra. Y así fue, al menos en aquellas partes del país, en particular en el sur y el sudeste, con mayor productividad agrícola. Las nuevas presiones económicas y competitivas que condujeron a los agricultores improductivos a un callejón sin salida fueron un elemento fundamental para la polarización de la población agrícola entre los grandes terratenientes y los labriegos asalariados sin propiedades, y fomentaron la tríada agraria. Y, por supuesto, las presiones encaminadas a incrementar la productividad provocaron que se intensificara la explotación del trabajo asalariado.
Por lo tanto, no sería excesivo definir el capitalismo agrario inglés en los términos de la mencionada tríada. Pero, es importante recordar que las presiones competitivas, y las «nuevas leyes del movimiento» que las acompañaron, no dependieron en primer término de la existencia de una masa proletaria, sino de la existencia de unos arrendatarios-productores dependientes del mercado. Los trabajadores asalariados y, especialmente aquellos que dependían por completo de unos salarios para su sustento, salarios que no eran meros complementos estacionales (el trabajo asalariado de temporada y complementario que ha existido desde la Antigüedad en las sociedades agrarias), seguían siendo en buena medida una minoría en la Inglaterra del siglo XVII.
Además, estas presiones competitivas no solo afectaron a los arrendatarios que empleaban a trabajadores asalariados, sino también a los granjeros que eran productores directos y no contaban con trabajadores externos a la unidad familiar. Puede que las personas dependieran del mercado –para satisfacer las...

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