Montañas tras las montañas
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Montañas tras las montañas

Tracy Kidder, Silvia Moreno Parrado

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  1. 384 páginas
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Montañas tras las montañas

Tracy Kidder, Silvia Moreno Parrado

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Información del libro

En la escuela de medicina, el doctor Farmer encontró el sentido de su vida: curar las enfermedades infecciosas y traer las herramientas de la medicina moderna que salvan vidas —tan fácilmente disponibles en el mundo desarrollado— a aquellos que más las necesitan. El magnífico relato de su trayectoria nos lleva de Harvard a Haití, Perú, Cuba y Rusia, y nos muestra cómo un solo hombre puede cambiar mentes y prácticas a través de una férrea filosofía: "la única nación real es la humanidad".Este libro es un valioso ejemplo de una vida basada en la esperanza y en la comprensión de la verdad que entraña un viejo proverbio haitiano: "Detrás de las montañas hay más montañas". Es decir, el hecho de que cuando resuelves un problema, otro problema se presenta, y así sucesivamente, pero siempre debe buscarse una posible solución. Comenzando en Haití, aborda las condiciones que contribuyen a tantas muertes innecesarias. La magnífica y conmovedora historia de Kidder narra un desafío a las preconcepciones sobre la pobreza y la asistencia sanitaria, y nos muestra cómo una persona puede marcar la diferencia en la solución de problemas globales desde el logro de un modesto sueño.

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Información

Año
2021
ISBN
9788412351347
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays
imagen

20

«Paul y Jim movilizaron al mundo para que aceptara la tuberculosis farmacorresistente como un problema que se podía solucionar —me contó Howard Hiatt un día del año 2000, en su consulta del Brigham. En su opinión, aquello no era una cuestión menor—. Cada año mueren por lo menos dos millones de personas por culpa de la tuberculosis. Y cuando entre esa gente que muere hay un número altísimo de personas con cepas farmacorresistentes, como acabará ocurriendo a menos que se implante un programa enorme y muy bueno, no van a ser dos millones. Esa cifra podría aumentar drásticamente».
Y la TB-MR era solo parte de un problema descomunal en la salud mundial. La tuberculosis y el sida se cernían sobre el nuevo milenio. Si a estas predicciones se les sumaba la pandemia de malaria, parecía evidente que el mundo se enfrentaba a catástrofes de salud pública que llevaban siglos sin verse, desde las épocas de la peste en Europa o la casi extinción de los pueblos indígenas de América. Hiatt parecía estar diciendo que Farmer solo debía participar en la lucha contra esas lacras y en una medida proporcional a su tamaño. «Los seis meses al año que Paul dedica a atender, uno a uno, a sus pacientes de Haití…, imagínese que invirtiera ese tiempo en un gran programa para tratar a presos tuberculosos en Rusia y otros países del este de Europa, o la malaria en el mundo, o el sida en el sur de África. Da igual dónde o qué, porque se sabe que hará cosas importantes. Porque mire lo que ha hecho con la TB-MR solo con parte de su tiempo. ¡Mire lo que ha hecho con sus capacidades y su perspicacia política! Llevo un tiempo animándole a que se dedique a asesorar en Haití y dedique la mayor parte del tiempo a proyectos mundiales».
Farmer tenía ya cuarenta años y las credenciales necesarias para trabajar según imaginaba Hiatt, en un nivel meramente ejecutivo. En los círculos académicos, su reputación había crecido. Estaba a punto de convertirse en profesor titular de Harvard. Se encontraba en los primeros puestos de la lista de los grandes premios de antropología médica; algunos de sus colegas iban ya diciendo que había «redefinido» el campo. En cuanto a su situación en la medicina clínica, era ya uno de los médicos a los que las facultades de medicina, en Europa y en los Estados Unidos, invitaban a sus campus a dar las conferencias conocidas como sesiones clínicas. En el Brigham, los cirujanos le habían pedido hacía poco que les diera una, un honor que no solía concederse a un simple médico. También formó parte de varios consejos sobre salud internacional, en los que hizo oír sus opiniones. Pero no parecía dispuesto a abandonar ninguna faceta de su trabajo, incluida la de atender, uno a uno, a sus pacientes de Haití.
No era que Farmer no quisiese hacer todo lo que estuviera en sus manos para curar el mundo de la pobreza y la enfermedad. Sencillamente, tenía sus propias ideas sobre cómo hacerlo. En realidad, parecía ser la única persona que entendía el plan en toda su magnitud. Un joven ayudante que tuvo le dijo en cierta ocasión, exasperado, que no tenía prioridades. Su respuesta fue que aquello no era cierto: primero iban los pacientes, luego los presos y luego los estudiantes. Pero se notaba que tal vez el ayudante se había quedado solo en el detalle.
Me gustaba sentarme a observarlo mientras leía su correo electrónico, en Cange, en los aviones y en las salas de espera de los aeropuertos. Tenía una forma particular de hacer círculos en el aire con un dedo cuando estaba pensando en cómo decir algo importante y, cuando creía que otra persona había dado con una buena idea, se golpeaba un lado de la nariz con el índice. El correo electrónico en sí me resultaba interesante. En cierta medida era un reflejo de su consulta, del alcance que tenía. A principios de 2000, recibía unos setenta y cinco mensajes al día. Parecía recibirlos casi todos con agrado y haber sido él quien motivara muchos de ellos. Contestaba a la enorme mayoría.
Había consultas sobre pacientes de TB-MR de Perú, que tenía que leer y responder cuidadosamente; mensajes preocupados y preocupantes sobre proyectos en los que participaba PIH, en Rusia, Chiapas, Guatemala y Roxbury; saludos cariñosos y peticiones de consejo que le enviaban curas, monjas, antropólogos, burócratas de la salud y colegas médicos de Cuba, Londres, Armenia, Sri Lanka, París, Indonesia, Filipinas, Sudáfrica; y siempre algunas preguntas como esta: «Solo por liarte un poco más. ¿Te gustaría trabajar en Guinea-Bissau?». Recibía peticiones de consejo y de cartas de recomendación, de chavales que habían trabajado de voluntarios en PIH y ahora querían ir a la facultad de medicina, y de médicos y epidemiólogos jóvenes que, de una forma u otra, se habían sumado a la causa de PIH. Había preguntas de su colega de Enfermedades Infecciosas del Brigham, de un médico de Boston que le había estado consultando sobre los cuidados de un paciente indigente con vih y de sus alumnos de Medicina favoritos. «¿Cuál es el mecanismo/la fisiopatología de la pérdida aguda de audición asociada a la meningitis?», planteó uno.
Farmer escribió rápidamente:
buenos días, david. el daño que causa la meningitis bacteriana se debe en última instancia a la respuesta inflamatoria del huésped. leucocitos. por lo tanto, las meningitis purulentas que van a por la base del cerebro causan ahí una inflamación casi similar a una masa. ahora, ¿qué discurre bajo la base del cerebro? los pares craneales. ¿y qué hacen? permiten que las niñitas oigan. ¿y qué les pasa cuando están rodeados de una inflamación gelatinosa similar a una masa (pus)? se pinzan. y quedan anóxicos. por ahí pasa la audición y a menudo la capacidad de abrir los dos ojos, etc., incluso la hidrocefalia se debe a menudo a residuos inflamatorios que bloquean los orificios… es anatomía, amigo mío. anatomía y pus. siempre es anatomía y pus.
Y, cuando estaba de viaje, su cuenta se llenaba de mensajes en criollo. Fui una vez con él de Cange a los Estados Unidos, en un viaje de un día y medio para recaudar fondos. Cuando volvimos a Miami, de camino a Haití, y consultó su correo electrónico, tenía este mensaje esperándole, de uno de los trabajadores de Zanmi Lasante:
Querido Polo: No sabes lo felices que nos hace que vayamos a vernos en cuestión de horas. Te echamos de menos. Nos faltas como la lluvia a la tierra reseca y agrietada.
—¿Después de treinta y seis horas? —dijo Farmer a la pantalla del ordenador—. Tío, los haitianos. Qué exageradísimos son… Esa es la gente que me gusta.
En aquella época, su vida tenía un problema logístico principal. Ophelia lo definió de manera sucinta: «Allá donde esté, falta en algún sitio». De momento, la solución de Farmer era dormir menos y volar más. A principios de 2000, lo acompañé en lo que llamó «un mes de viaje tranquilo».
Habíamos pasado dos semanas en Cange y, entre medias, hicimos un viaje relámpago para visitar al grupo de la iglesia de Carolina del Sur. Ahora nos dirigíamos a Cuba para un encuentro sobre sida. La semana después la pasaríamos en Moscú para un asunto de tuberculosis, con una parada en París.
—¿Quién te paga los viajes? —pregunté.
El grupo de la iglesia, el Gobierno cubano y la Fundación Soros, respondió. Sonrió.
—Pagan los capitalistas, los comunistas y los cristianos.
Cuando era más joven, Farmer acostumbraba a salir de Cange en vaqueros y camiseta, hasta que se dio cuenta de que...

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