La mermelada sentimental
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La mermelada sentimental

Cinco años de artículos en The Objective

  1. 224 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La mermelada sentimental

Cinco años de artículos en The Objective

Descripción del libro

"Es un hecho: le hemos encontrado gusto a la incontinencia afectiva. Se ha producido una mutación emotivista de las relaciones entre lo público y lo íntimo".Gregorio Luri, siempre sensato y lúcido, enhebra los artículos que ha ido publicando en The Objective reuniéndolos con un fino hilo común: ese emotivismo que nos impulsa a pensar sintiendo haciéndonos creer que las cosas son más verdaderas cuando más las sentimos o que más vale una emoción (especialmente en el caso de la indignación y el entusiasmo) que un silogismo.Josep Pla nos advirtió de que "la tendencia a la mermelada sentimental lo pringa todo". Pero también nos ofreció un sabio consejo: "¿Sentido de la vida? Aquí lo tienes, el sentido de la vida... ¡Ármate de tu zurrón y de tu escopeta de caña y sal a la caza de las melodías de este mundo, que cada vez vuelan más altas"."Este libro tenía que existir (...) Es la mejor lectura conservadora de unos años que, incluso aceptando el ruido del mundo, quizá hayan sido más desorientados de lo habitual. Con esto ya sería bastante. Pero, como siempre ocurre con Gregorio Luri, este libro es mucho más" --Ignacio Peyró.

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Información

Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788413394008
Edición
1
Categoría
Bildung
Mis queridos españoles
Vistos de cerca, los españoles nos parecemos mucho a los malayos: no hay dos iguales. Pero de lejos con frecuencia los prejuicios no nos dejan ver las diferencias. El prejuicio más pesado con respecto a los españoles es el dolor de España.
«Ha habido un momento, a comienzos de nuestro siglo, en que el primer problema para un español no era otro que el de España». Así comienza Julián Marías Los españoles (1962). Lo llamativo no es que diga esto Julián Marías, sino lo muy acompañado que está en la defensa de esta tesis. Desde otra perspectiva, el filósofo Paul Ludwig Landsberg pide en sus Reflexiones sobre Unamuno: «No pretendamos arrebatar al español su fecundo descontento de sí».
Todo esto me parece excesivo, obsesivo y, sobre todo, reductor. En realidad no creo que ninguna vida de ningún español se pueda reducir ni a su descontento de sí, ni a su preocupación por España y si siempre ha habido españoles que se han sentido moralmente superiores a la patria, no es menos cierto que muchos de los males de los que nos creemos propietarios exclusivos solo reflejan nuestra ignorancia de lo que ocurre más allá de nuestras fronteras.
Javier Cercas contaba en un artículo («Vivir fuera», El País, 1-9-2013) que en una ocasión coincidieron Fernando Fernán-Gómez y el actor sueco Erland Josephson.
—¿Sabe usted cuál es el pecado nacional español? —le preguntó Fernán-Gómez.
—No —contestó Josephson.
—La envidia —le informó Fernán-Gómez.
—¡Caramba! —replicó Josephson— ¿Y sabe usted cuál es el pecado nacional sueco?
—No —contestó Fernán-Gómez.
—¡La envidia! —le dijo Josephson.
Los españoles tenemos excesos y defectos y no está nada claro que los excesos y defectos que puedan tener en común un andaluz de Cádiz, un leridano del Valle de Arán, un gallego de Vigo y un mallorquín sean mayores que los que puedan tener con un escocés, un siciliano o un búlgaro. Lo que comparten es una historia, una cierta comunidad de afectos, un interés mayor por lo que le ocurre a cualquier español, sea de donde sea, que a un escocés, un siciliano y un búlgaro, y una percepción de que lo que hagan en el futuro juntos o por separado es de la mayor relevancia para todos ellos.
Podemos, naturalmente, fomentar lo que los une o lo que los separa. Mi objetivo ha sido y sigue siendo el primero, proporcionándoles, entre otras cosas, las figuras de la historia común que pueden ayudarnos a entendernos mejor como colectivo humano.
Una lección para la CIA. Don Cándido Nocedal
Si les soy sincero, que la CIA utilice canciones de Christina Aguilera como instrumento de tortura me parece cruel, pero coherente con el principio de toda institución paralegal: el fin justifica los medios. Si yo me viese sometido a tamaña injuria, podría acabar confesando que maté a Kennedy. Pero no pretendo confundir el instrumento, por funcional que sea, con el verdugo, sino darle una lección magistral a este último con el ejemplo de un jefe de policía español cuyo nombre, lamentablemente, no he podido sustraer al olvido.
Cuando don Cándido Nocedal asumió, allá por 1856, con Narváez, el cargo de ministro de gobernación, fue informado de que en un teatro de Madrid el público pedía todas las noches, al preludiar la orquesta, que se tocase el Himno de Riego. Si bien el asunto aún no traspasaba los límites del aforo, don Cándido, que era hombre expeditivo, ordenó a nuestro anónimo jefe de policía poner fin a aquel «refocilamiento consuetudinario» (la expresión es del periodista Cristóbal Botella, biógrafo de Nocedal). Este servidor público era un hombre tan astuto que no solo no soliviantó a los espectadores, cosa que de por sí ya sería admirable, sino que cumplió su misión contando con la colaboración de todos ellos.
Cuando se presentó en el teatro, permitió que la orquesta interpretara el Himno de Riego en su presencia, e incluso animó al público a recibirlo con el entusiasmo habitual. Para jolgorio de todos, cuando sonó la última nota y ya se iban a encender las candilejas, ordenó al director de la orquesta repetir da capo al fine. Esta vez también fue recibido el Himno con aplausos, aunque algo más mitigados. Cuando impuso que sonara por tercera y cuarta vez, comenzaron a insinuarse las protestas. A la quinta, el mal humor del respetable se hizo manifiesto. A la sexta, los silbidos y pataleos eran estruendosos. El empresario, enfurecido, ordenó comenzar de una vez la función, para impedir un séptimo da capo. Los músicos le obedecieron aliviados y el público aplaudió su decisión. De esta manera se tocó por última vez el Himno de Riego en aquel teatro madrileño.
Digo yo que Rajoy podría haber adjuntado una nota con esta historia al jamón que le regaló a Obama.
Libre por defunción. Rita Barberá
Hubo un tiempo en que las mujeres del PP llevaban orgullosamente esa prenda camaleónica que es el traje chaqueta (bien hecho y con falda, a lo Coco Chanel) y con sus azules, verdes, ciruelas y granates ponían pinceladas de color en una vida política repleta de corbatas uniformadas. Luisa Fernanda Rudi, Celia Villalobos, Loyola de Palacio, Teófila Martínez, Mercedes de la Merced, Soledad Becerril, Rita Barberá, Isabel Tocino… Esta última era, a mi parecer, la que marcaba el paso. Hoy solo está a su altura María Dolores de Cospedal. Ni Cristina Cifuentes —me parece—, ni Ana Pastor, ni Fátima Báñez, ni —sin duda— Soraya, tienen la impertinencia estética necesaria para lucir sin complejos un traje chaqueta.
En aquellos tiempos, Carmen Alborch —mucho más fallera que Rita— defendía, con palabras de Franco Moschino, que «si no puedes ser elegante, sé al menos extravagante». Ahora, como sigue siendo muy difícil ser elegante y ya hemos agotado todas las formas de la extravagancia, muchas se conforman con ser triviales.
Rita no era, desde luego, la que llevaba el traje chaqueta con más elegancia. Era la que lo llevaba con más impertinencia. Sospeché que se los mandaba cortar muy a propósito un poquito por debajo de su talla, el día que me abrazó en el ayuntamiento de Valencia, cuando me entregó el Premio Juan Gil Albert de ensayo.
En los últimos meses de su vida, Rita parecía ir menguando aceleradamente dentro de sus trajes y, finalmente, acabó perdida en su interior como en un laberinto.
Contra estas mujeres del PP siempre ha estado abierta la veda. De Soledad Becerril llegó a decir un político socialista que «es Carlos II vestido de Mariquita Pérez», cosa que hacía mucha gracia a los feministos. Eran, por lo visto, de segunda categoría y estaban permanentemente obligadas a demostrar que la razón no tiene sexo. Basta teclear «Rita Barberá» en Google para comprobar hasta qué punto se ha sido sañudo con ella. No recuerdo otra política a la que hayan denigrado con más zafiedad.
Más de una lección sobre la vida política puede aprenderse del trato que reciben nuestras políticas. A Rita ni tan siquiera le han concedido la caridad que permitían en la cárcel mexicana de Lecumberri a los presos fallecidos, a los que se colgaba del pie una etiqueta que decía: «Libre por defunción».
Le enseño este artículo a un amigo. «¿Y qué necesidad tienes tú de defender a las mujeres del PP?», me pregunta a medio leerlo. Ha sido él quien me ha convencido de la conveniencia de publicarlo.
Los olvidados
El vasco Juan Larrea sintió que en América renacía el Espíritu europeo que había muerto en los campos de batalla de la guerra civil española. «Hemos entrado en el Reino del Espíritu», le comentó a Gil Albert. «Asia fue el reinado del Padre; Europa ha sido el continente del Hijo; América, el Nuevo Mundo, está destinado a ser el del Espíritu, y por eso, fíjese en su hechura. América tiene forma de dos alas extendidas que se unen en el punto corporal, inverosímil, que es el canal de Panamá». Desarrolló estas ideas en la Rendición del espíritu, publicado en 1943.
El 26 de agosto de este mismo año, a las 14:45, tres clavos de oro traspasaron los pies y una mano del faquir suizo Harry Wieckede en el café La Blanca de la Ciudad de México. Un empresario avispado aportó los 1.500 dólares necesarios para abrir las puertas durante los 80 días ininterrumpidos que el faquir aseguraba que permanecería crucificado. Las autoridades solo pusieron una condición: que hubiera permanentemente un médico en la sala. El médico explicó que los clavos de oro evitaban riesgos de infección y que el faquir necesitaba la mano derecha para atender a su propia higiene.
La entrada costaba un peso y en las 488 horas y 45 minutos que duró el espectáculo, se recaudaron más de 14.000 dólares. No se prolongó porque, a pesar de las protestas del protagonista, el médico ordenó desclavarlo al observar en él claros síntomas de insuficiencia respiratoria.
Cuando lo visitó el ministro Maximino Ávila Camacho, hermano del presidente de la República, Wieckede le solicitó la nacionalidad mexicana. Habló animadamente con actores (Cantinflas entre ellos), cantantes y toreros que venían a conversar con él un rato. Desconozco sus reacciones ante las proposiciones que le hizo alguna mujer, o ante la joven que lo visitaba dos veces al día, o ante las indias ancianas que rezaban a su lado.
Tras desclavarlo, lo llevaron a un hospital, donde le diagnosticaron un principio de congestión pulmonar y lo mandaron a casa. Llegó en coche al Hotel Gillow, descendió por su propio pie y subió en ascensor hasta el tercer piso. Frente a su habitación, la 310, se desplomó. «¡Me muero, salvadme, salvadme!», gritaba. Fue enterrado al día siguiente. En el certificado de defunción constaba que había fallecido por causas naturales, pero un juez ordenó que se le hiciera una autopsia, que descubrió un trombo en la vena cava, causado por su prolongada inmovilidad.
Mientras tanto, el dinero recaudado desapareció.
Llevo conmigo esta historia desde que me aseguraron en México que el faquir suizo Harry Wieckede ni era faquir, ni se llamaba Harry Wieckede, ni era de Suiza. Era un exiliado andaluz que no había encontrado otra manera de no morir de hambre en el destierro. No he conseguido saber su nombre. Parece que más de un compatriota lo reconoció y que algo sospechó León Felipe cuando fue a verlo, pero se cuidaron mucho de revelar su identidad para no dejarlo sin su pan de cada día. No sé si al morir, tras su último grito, oyó el aleteo del Espíritu. Sé que no oímos el aleteo del olvido de los que nunca fueron nadie ni aquí ni en el exi...

Índice

  1. Índice
  2. Prólogo
  3. Relato caprichoso de cinco años de historia colectiva
  4. La tendencia a la mermelada sentimental
  5. El nihilismo manso
  6. Mi querida España
  7. Mis queridos españoles
  8. Ecología humana. Naturaleza y dignidad
  9. Del animal político
  10. Parerga
  11. Ser conservador
  12. La familia y la educación
  13. De las formas de la fe