
- 198 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La vida feliz de mis jóvenes ricos
Descripción del libro
Novela ubicada en la España de finales del franquismo que narra la vida de Sito, un personaje diletante que presencia la vida, fatalidad, felicidad y abismos de un grupo jóvenes privilegiados. Novela sobre el descubrimiento de la juventud y la homosexualidad.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Literatura generalÉramos cisnes
“¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello / al paso de los tristes y errantes soñadores?” Soñadores, lo éramos, claro Rubén. Nuestro pecado –un hermoso pecado– fue creer que en el mundo, en la vida, siempre se es feliz… Todos habíamos estudiado en muy buenos colegios (como dicen ahora) y casi todos estábamos hartos de aquellos colegios religiosos, por supuesto. Todo pecado nos semejaba una virtud. E íbamos con frecuencia a París y a Londres –más a París– por cultura y por besos. Roma resultaba hermosa y aburrida. Tánger era muy seductor, pero a las chicas les inquietaba un tanto, parecían fuera de lugar. Y no poco de cierto había. No lo pregunte, si lo sabe: nuestros papás (que con mucha frecuencia no se llevaban bien) proveían a todos nuestros gastos, con creces generosas. Pensarían que así –con alguna leve reprimenda ocasional– los dejaríamos en paz. Y nada nos gustaba más que no estorbar sus planes mientras ellos abonaban los nuestros…
Lucinda era una de mis mejores amigas, y tal vez la que estaba más en mi secreto y en mi cuerda. Era rubia, de ojos azulosos y tenía una distinción inmensa, en estar de excelente; como los zorros árticos de su abrigo más invernal. Nos conocimos (o intimamos) en las reuniones nocturnas y veraniegas que el raro Leonardo hacía en su enorme casón de La Moraleja. Su familia pasaba mucho tiempo en Los Ángeles –no sé por qué– y él (mayor que nosotros unos cuatro o cinco años) actuaba como dueño de aquel alcázar. Creo que fue en 1972. Leonardo Márquez Uzquieta era un personaje raro de verdad –visto desde hoy–, por eso también nos encantaba. Sentado en el porche trasero en un gran sillón hawaiano, pontificaba un poco, bebía, se drogaba moderadamente y suponía que la vida es un sutil experimento para quien la sabe entender.
Diré cuatro palabras sobre él, porque importan. Sentíamos que Leonardo Uzquieta iba en nuestra misma barca, pero como entonces primaba el sentido del placer y éramos básicamente hedonistas, nos gustaban más sus reuniones que esas singularidades. ¿Por qué él y su familia, de apellidos doblemente españoles vivían en EE. UU., aunque mantuvieran ese gran casón de Madrid? De veras, nunca he llegado a saberlo. Sabíamos que Leonardo –muy dado a discursos intelectuales, que a mí y a mi amiga nos gustaban– había publicado un par de libritos de versos en España. Lo que no sabíamos entonces es que esos libros habían pasado por completo desapercibidos, y que ello debió amargar algo el corazón aparentemente feliz y algo hedónico de Leonardo.
Creo que su pasión favorita era que un par de chicos preciosos y rubios, hijos de no recuerdo qué conde, los hermanitos Crespi, a los que yo adoraba, se bañaran desnudos en la piscina y se hicieran mutuamente una paja cuando salían mojados de aquel agua azul, azulada, iluminada por focos de noche. A Leonardo le gustaba el mayor, César, mientras que yo requería al un poco más pequeño (sólo un año menor) Borja, que era muy dulce. Nada decía si eran o no homosexuales, el tema en sí semejaba importar poco. Lo importante es que los muchachos eran muy hermosos, brillantes, y consentían gratamente. Consentir era un acto de noble vicio y más noble gentileza.
Un día, Lucinda (nos dimos cuenta, casi de súbito, que compartíamos dos clases de italiano en la Universidad) me dijo mientras paseábamos por el campus, ajenos a algún ruido mitinero: Sito, ven mañana a cenar a casa. Mamá no estará, pero verás a mis dos predilectos: mi hermano Tristán –sólo había oído hablar de él– y mi novio (bueno, él dice que es mi novio) Alberto, que estudia Derecho, y podría venir a recogernos. Pero Alberto no será nada, sólo le gusta montar a caballo…
Lucinda vivía en un piso muy grande, por Chamberí; pese a cierto evidente lujo, era obvio que su familia había conocido tiempos mejores. Lucinda era muy inteligente y muy desesperada. Con una desesperación que, diría yo, no tenía nombre claro. Escorpión doblemente. Su padre (fallecido años atrás) era sobrino directo del marqués de Cerralbo, y su madre, una mujer mundana, elegante y alta, se diría que únicamente aspiraba a ser sofisticada, chic, ultrarrecompuesta, probablemente usando también el dinero de la herencia de sus tres hijos. Creo que se llamaba Adela, pero mi amiga terminó regañando seriamente con ella –en efecto, robaba a sus hijos–, y Adela, dama muy distinguida y trapacera con ricas amistades en México, se me pierde en el fondo de los años. Aunque su recuerdo, un algo Borgia, huela mucho a ramos de violeta. (“El falso azul nocturno de inquerida bohemia.”)
La asistenta, que pasaba todo el día en aquella casa, menos la noche, había dejado los guisos y vinos en la cocina, y una mesa en el salón, espléndidamente puesta. Sin duda le habían dicho que se esmerara y la vieja vajilla y cristalería –relucientes– eran magníficas. Tanto Alberto como yo nos presentamos muy acicalados y con sendos ramos de rosas. Lucinda los aceptó como algo muy normal y los puso en dos preciosos jarrones de cristal con adornos dorados. Nos sentamos en un sofá y mi amiga nos ofreció unos Dry Martini (yo aún había tomado muy pocos), pero le rogó a Alberto que los hiciera él.
—Verás, Alberto los borda. Pero dice que no sabe hacerlos…
Resultó que Alberto (estudiante de Derecho un año mayor que nosotros) se emborrachaba a diario con esos cócteles USA, decía él, que en verdad le salían fríos y en su punto.
Lucindita querida –le dije con aire fingido de mucho salón–, ¿no vendrá tu hermano? Sí, Tristán me ha dicho que venía, por supuesto, no creo que tarde. Alberto comentó: Veo que no conoces a Tristán. Ah, él es el rey de esta casa. El rey. Pero no debes decírselo. ¿No es verdad, Lucinda? Pues la verdad no lo sé, replicó. Yo creo que Tristán no es exactamente simpático, pero Alberto, aunque dice ser sólo muy débilmente bisexual, está rendidamente enamorado de mi hermanito pequeño. ¿No? Y Alberto, apurando el Martini, se echó a reír, entre disimulo, jactancia y timidez. Querida –soltó–, todos necesitamos un efebo lindo en nuestra vida. Y Tristán, en ese sentido, es la perfección. En ese mismo instante sentimos que la puerta principal se abría con un cauteloso llavín.
Y apareció Tristán. Bueno, sólo su voz, al inicio. Una voz grave pero nítidamente joven: Luci, me arreglo un momento y voy ahora mismo… Lucinda nos dijo que Tristán, aunque no quería reconocerlo (en realidad algo hosco), era sumamente presumido. Le gusta gustar. Como a ti, mi querida, agregué. Y ella se rio un poco y dijo: Bueno, intento que no se note. Debe de ser algo de familia. A mamá también le encanta gustar. Estuve por añadir que demasiado, pero guardé educado silencio. Lo cierto es que aquella mamá egoísta era sumamente encantadora.
Alberto me dijo: Tristán te va gustar de inmediato. Pero no avasalles. ¿No te quiere tanto el niño Crespi? Leonardo me dijo (sabes que el docto Leonardo es muy cotillo) que el otro día-noche, después del desmadre de los hermanos en la piscina, acompañaste a la ducha al bello Borja, y además (mérito mayor) porque te lo pidió él mismo… (“En el maravilloso cristal de las tinieblas”). ¿Qué quieres decir, Alberto –era Lucinda–, que Sitito y Borja se lo montan? Ah no, no he dicho nada. Si quiere nos lo puede explicar él antes de que irrumpa tu hermanito. Es muy fácil –dije–: Borja me tiene mucho cariño o eso dice. Pero no sé los pasos que dará sin que César lo vigile. En realidad, es algo sencillo y casi dulce: Borja me dijo que le acompañara a ducharse porque quería hacerme una pregunta. Fuimos y me dio un beso muy casto, aunque estaba duro. Quería saber si, como al parecer le dicen, tiene un culo tan especial, tan bonito… Entonces cerró la puerta, se secó, se dio la vuelta y me mostró ese tan delicado trasero que acaricié con delicia. Le dije: Borjita, ni lo dudes. Esto es pura armonía, suntuosa y delicada belleza. Y él me dio las gracias sonriendo y se metió en la ducha. Antes de cerrar añadió que le encantaría que yo lo enjabonara, pero que comprendía que me esperaban fuera y que él iría muy pronto, asimismo. Bueno, Borja, en realidad… pareció comprender. Me lanzó un besito con la mano y añadió: No te preocupes, amor, tú sabes que la respuesta es sí. Y comenzó a oírse el ruido del agua y a elevarse el vapor, levemente… ¿Es eso amor? Alberto y Lucinda me observaban con distintos grados de felicidad. Casi al unísono me replicaron: Bueno, ya nos contarás. Si no es amor (nunca se sabe) tiene todas las trazas, al menos del maravilloso amor de verano… Del amor de las aves y de las rosas.
(Sí, todo esto ocurre al fin –aún no claramente tan previsible– del franquismo. ¿Qué pensábamos de eso, si algo teníamos que decir? Obvio: unos no sabían bien dónde vivían, porque no les faltaba nada; sabían, me parece, que en su país existía cierta irregularidad no buena, pero todo debía atribuirse a una lejana –ya la veían lejana– y terrible guerra civil, que era el origen de tantos males, así es que mejor el olvido. A los demás tampoco nos faltaba nada, pero en la universidad, llena de protestas antifranquistas y libros, sabíamos. Ni Lucinda ni yo teníamos nada de franquistas, es más, odiábamos al dictador odioso. Pero éramos muy jóvenes, y el deseo de placer y saber, la pulsión hedónica, se sobreponía a lo demás. En cuanto a los más jóvenes, parecía bastarles con decir que eran apolíticos, y en cierto modo no mentían. Gozaban de la belleza, de la luz y del perfume. Por lo demás, sí es cierto que, si no éramos en absoluto franquistas, tampoco éramos comunistas, que era la única izquierda que se veía en las aulas, a través de muchos mítines y asambleas y del clandestino Mundo Obrero, presente cada mañana. Yo en mi adolescencia hasta sentía compasión por los asesinados zares de Rusia; la progresía complutense, salvo notables amigos, me parecía cateta. Acaso hubiese sido socialista, pero en mis años universitarios no vi al psoe por ninguna parte, la oposición era el “Partido”, es decir el pce. Por lo demás, me interesaba, como a muchos que algo sabíamos de la fulgente contracultura, la libertad individual –de todos– cada vez más extensa, y la sabiduría, el placer y la experiencia como cosas inextricablemente unidas. Lucinda y yo –y Alberto cuando iba a buscarnos– fumábamos porros por los pasillos de la facultad, ataviados de pieles, anillos y guantes, nunca pana. Una chica bajita y no muy agraciada que era la encargada local del Partido –la llamábamos “la Pasionaria”– nos criticaba y miraba sañuda al vernos pasar. Éramos tan solo decadentes burgueses despreciables, pero el insulto de aquella chiquita nos confirmaba en nuestro elitismo libertario. (“Oh dulce mujer, de extremados instintos…”). Quizá suene raro, pero era exactamente así. Nosotros –visto desde hoy– pertenecíamos a la facción de los “modernos”, en todo o casi opuesta a los “progres”, sólo que nosotros éramos infinitamente distintos y mejores y todos –conviene decirlo, de un modo u otro– detestábamos la dictadura. Pero nosotros no creíamos en el “compromiso” ni en el Miguel Hernández de “Vientos del pueblo”. Creíamos en Ginsberg y en Andy Warhol, entre muchos ejemplos…Éramos antifranquistas locamente embarcados en el esquife de la modernidad y del placer. No era mucha la diferencia, era realmente muchísima. La contracultura murió, la mataron o se suicidó. Pero ello vino –con tantas tristezas– más tarde. “¡Vamos al reino de la Muerte / por el camino del Amor!”)
Tenía Borja diecinueve años, uno menos que su hermano César, más rotundo. Se dijo. Borja era rubio trigueño y con los ojos azulencos. Una piel como dorada y apenas vello y todo él un cúmulo de perfección en un cuerpo que, pareciendo no destacar en exceso –pues la armonía unifica–, en verdad irradiaba. Los ojos de Borja eran nítidamente inocentes, mientras que su desnudo recordaba las palestras juveniles de Olimpia. Sí, los glúteos eran atrayentemente redondos, iguales y sin exageración ninguna. Y la mano palpaba allí un calor tibio y una suavidad de geometrías carnales. Claro era el matojito de pelo de las axilas, igual que el algo más abundoso del pubis, bajo el que unos compañones discretos y prietos ostentan un pene flaco y largo que podía crecer mucho. El pecho, marcado, sólo lo meramente necesario, era un broquel de oro terso. Y como los muslos de álabes suaves, todo en aquel manso dorado fulguraba.
Borja no era un estudiante excelente, pero no resultaba nada torpe. Había empezado la carrera de Derecho sin ganas ni convicción, pero dispuesto a cumplirla. Aunque en su casa o en su ámbito lo encontraba natural, afuera sentía cierto complejo (nunca hablaba de ello) en saber que su padre y abuelo ostentaban títulos de nobleza, retratados ya por grandes pintores. Creía saber –no lo razonaba– que todo aquello eran cosas de la Historia y que el presente, incluso aquel presente, tenía poco que ver con ellas. Era tan importante, sí, que no merecía la pena mencionarlo.
Un día llegó a casa de Leonardo, no lejos de la suya, con sandalias, un corto pantalón azul y una camiseta de marca y manga corta de pulido azul celeste. Con el rubio cabello levemente al viento, el chico, tan enormemente natural, tenía algo de una aparición. Como el ángel de Teorema de Pasolini. El azul cielo era su color, sin duda. Borja –no le gustaba “Borjita”– tenía vagas aspiraciones de arte y saber que en nada parecían cuadrar con la carrera que seguía. Por eso le gustaban abiertamente los chicos mayores que él que, además, lo cuidaban mucho. Se hacía pajas en la cama, como tantos jovencitos, y sólo una noche y casi sin notarlo, se percató de que para excitarse y eyacular –no era difícil– siempre pensaba en hombres. En mujeres, mayores o jóvenes, nunca. Y sin embargo, jamás tuvo que decirse que era homosexual; de un modo muy simple asumió que le gustaba lo que le gustaba.
Algunos decían que tenía algo con su hermano César, porque se parecían mucho, o el aire de familia era muy notorio. A Borja no le atraía su hermano, simplemente lo quería. Algo muy natural en su cercanía. Pero sí era verdad que César, semejante aunque algo más fuerte, una noche entró en su habitación en calzoncillos, y le dijo: Borja, ¿no quieres que durmamos juntos? El más joven no contestó, llanamente hizo espacio y abrió la cobija para que César entrara. Había una muy lejana luz. (“El sol ya da la vuelta / Hasta la estatua busca compañía”). Sin hablar, César comenzó a besar y a acariciar a Borja con pasión contenida, hasta darse cuenta de que ambos estaban plenamente erectos. Entonces César se bajó mucho los calzoncillos e hizo lo propio con los de Borja, pero éste –acaso por más comodidad– se los sacó del todo. Sólo notó en medio de aquella pasión notable que César escupía en su propia mano, jadeante, y pasaba con fuerza toda aquella humedad salivosa por el culito de Borja, que lo permitía, también con leves gemidos. No mucho despué...
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