Emergencia climática
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Emergencia climática

Javier Bauluz, Santiago Sáez, Jairo Marcos, Mª Ángeles Fernández, Laura Villadiego

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Emergencia climática

Javier Bauluz, Santiago Sáez, Jairo Marcos, Mª Ángeles Fernández, Laura Villadiego

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"Para frenar la emergencia climática (si es posible), es necesario que conozcamos las dinámicas del cambio climático y sus implicaciones para la vida, que construyamos en conjunto un modelo alternativo de relacionarnos y de consumir y que nos comprometamos con una transición social y ambientalmente más justa".Del prólogo de Beatriz Felipe.El derretimiento del hielo, el cambio en los patrones de lluvias y sequías y las migraciones basadas en estas razones son solo algunas de las caras de ese enorme prisma que es la emergencia climática. Esa realidad tangible y urgente da nombre a una obra que pone luz sobre lo que está pasando muy cerca de nosotros y por qué, un estudio bien documentado que busca causas y saca conclusiones sobre el futuro.

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Información

La guerra del consumo cotidiano
Por Laura Villadiego
La traición de la clase política
Cuando el aceite de palma llegó a Indonesia a principios del siglo xx desde África, de donde la planta es originaria, el imponente árbol despertó poco interés, y se veía más como una planta decorativa de la que solo se podía extraer aceite para hacer jabones. La industria alimentaria utilizaba entonces otros aceites vegetales, a menudo hidrogenados, producidos en tierras más cercanas. La revolución del transporte aún no se había dado, y las tierras del vergel indonesio eran entonces mucho más preciadas para plantar otras especies más interesantes, como la Hevea brasiliensis, de la que se sacaba —y aún se saca— el caucho que estaba dando alas a la revolución automovilística de la época.
Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, varios estudios relacionaron las grasas hidrogenadas con problemas coronarios, y con ello la industria alimentaria vio amenazada una de las claves de su éxito. Así, tal y como revela el periodista de The New York Times Michael Moss en su libro Adictos a la comida basura15, la industria alimentaria utiliza las propiedades adictivas de la sal, el azúcar y las grasas para crear una especie de droga legal cuyo objetivo no es alimentarnos, sino engancharnos. Para ello, la industria ha estudiado cuidadosamente el punto óptimo necesario de cada una de estas sustancias (el «bliss point» o «punto de la felicidad», que lo llama el autor) para que el producto nos resulte lo más adictivo posible. Sin grasas hidrogenadas, había que buscar un sustituto para no perder ese punto de felicidad.
Malasia, entonces un país recién independizado, supo ver que sus tierras eran perfectas para producir una alternativa a las grasas hidrogenadas: el aceite de palma no requería de ningún proceso para tener la consistencia untuosa que tanto gustaba a la industria. Era además barato y altamente productivo. Y su vecino Indonesia, con quien comparte idioma —con algunas variaciones— y buena parte de historia, pronto siguió su ejemplo. Ambos países se lanzaron a una carrera por aumentar el número de hectáreas plantadas con la palma aceitera y ponerle en bandeja a la industria alimentaria ese necesario cambio.
Por el camino destruyeron buena parte de su selva tropical, al mismo tiempo que cientos de comunidades, muchas indígenas, quedaban desprovistas de sus tierras ancestrales. Así, según un estudio realizado por el Instituto de Tecnología de Zurich (ETH Zurich)16, basándose en datos de FAO, entre el 55 y el 59 % de la extensión de aceite de palma plantada en Malasia entre 1990 y 2005 y al menos el 56 % en Indonesia se ubicó en zonas que anteriormente habían sido bosque tropical. «Si siguen a este ritmo, de aquí a 15 años no quedará nada», asegura Panut Hadisiswoyo, fundador del Orangutan Information Centre (OIC), un proyecto que trabaja por preservar el hábitat natural de estos grandes primates. «El aceite de palma continúa creciendo, pero hemos llegado al pico de producción sostenible [en Indonesia]. Si sigue expandiéndose no quedará nada», afirma el primatólogo.
Pero el aceite de palma es solo un símbolo de los problemas de este modelo en el que no se satisfacen necesidades, sino que se crean adicciones, y en el que el único objetivo es engrosar las cuentas de las multinacionales. «La planta [del aceite de palma] no es el problema. El problema es la manera de cultivarla», afirma Panut Hadisiswoyo. Y al igual que el aceite de palma, pocos productos suponen un problema por sí mismos; es el modelo en que se producen y se consumen el que nos ha llevado al borde del colapso.
Así, la caída del precio de las materias primas permitió que cada compra ya no fuera tan crítica para el bolsillo del ciudadano corriente y que pudiera tomar sus decisiones de forma más liviana. Los consumidores podían ahora permitirse experimentar, desechar si algo no le gustaba y, sobre todo, podían consumir cada vez más. «En realidad, sabemos cuál es el fallo fundamental del sistema desde el comienzo de la economía moderna», escriben Andrew Simm y Joe Smith en su ensayo Disfruta la vida sin cargarte el planeta. Este fallo no era la falta de recursos ni su reparto desigual, sino la insatisfacción humana. Así, recogen Simm y Smith, el ser humano se mueve por la llamada «trampa hedónica», un fenómeno que nos hace sentirnos «impelidos a comprar más pensando que la próxima compra ciega será perfecta y nos situará por fin en un estado de felicidad perpetua». A medida que una sociedad se vuelve más rica, aseguran los autores, el sentimiento de satisfacción que nos produce el consumo es cada vez más efímero y nada más que hay un elemento que puede mantener el subidón: consumir más.
Durante décadas, no vimos las consecuencias, porque solo nos ofrecían la parte de color de rosa de la historia: cada vez podíamos comprar más cosas. Los síntomas de la enfermedad se gestaban a miles de kilómetros, invisibles. Y, sin embargo, muchos intentaron alertar de la bomba de relojería que se estaba formando. Ya en 1987, el llamado Informe Brundtland avisaba del coste medioambiental del modelo económico capitalista y hablaba por primera vez del desarrollo sostenible, aquel «capaz de satisfacer las necesidades actuales sin comprometer los recursos y posibilidades de las futuras generaciones». La Conferencia de Río de Janeiro de 1992 sacralizó este concepto y lo convirtió en el nuevo mantra de las élites económicas y políticas: el capitalismo verde.
Y ahí, en vez de ofrecer una solución, se exacerbó el problema. Porque mientras se hablaba de producir de forma más sostenible, nunca se renunció a la idea de consumir más. Y por ende, tampoco a emitir. Ni siquiera los compromisos del protocolo de Kyoto, por los que los gases de efecto invernadero debían reducirse antes de 2012 en un 5,2 % con respecto a los niveles de 1990, consiguieron parar la maquinaria de las emisiones. La lógica capitalista de esta solución verde fue tan aplastante que se puso en marcha incluso un mercado de compraventa de derechos de emisión de carbono, por el que cada gramo de carbono no emitido por debajo de los estándares impuestos podía ser vendido para que otro lo emitiera. «Enfrentada a una crisis que amenaza nuestra supervivencia como especie, toda nuestra cultura continúa haciendo justamente aquello que causó la crisis, incluso poniendo un poco más de empeño en ello, si cabe», asegura la periodista canadiense Naomi Klein en su libro Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima17.
Y para algunos, como verbalizaría la joven activista sueca Greta Thunberg en la cumbre de Naciones Unidas para la Acción Climática celebrada en septiembre de 2019, eso sería una traición. «Nos están fallando, pero los jóvenes están empezando a entender su traición. Si eligen fallarnos, yo les digo: nunca les perdonaremos. El cambio viene, les guste o no», espetó con lágrimas en los ojos la joven activista a los líderes allí reunidos.
15 Michael Moss: Salt, Sugar, Fat, How the Giants Hooked Us. Waterbook Press, 2013.
16 www.onlinelibrary.wiley.com/doi/10.1111/j.1755-263X.2008.00011.x/full
17 Klein, Naomi: This changes everything. Capitalism vs the climate. Simon & Schuster, 2014.
La revolución del consumidor
Las primeras fotos que la prensa internacional publicó sobre Greta Thunberg en agosto de 2018 mostraban a una niña solitaria, sentada con el rostro compungido frente al parlamento sueco con un cartel que llevaba escrito «Skolstrejk för Klimatet» («Huelga escolar por el clima»). Aquel verano había sido especialmente caluroso en el norte de Europa, y la entonces quinceañera se cansó de las promesas vacías de los políticos para tomar acciones contra el calentamiento del planeta. Las huelgas de Greta Thunberg se hubieran quedado probablemente en otra anécdota más si medio mundo no se hubiera encandilado con la franqueza de esta niña que no titubeaba al decirle a la clase política internacional que ellos son los principales culpables de la crisis climática. «Estoy haciendo esto porque vosotros, los adultos, estáis jodiendo mi futuro», ponían los panfletos que Thunberg repartía por las calles de Estocolmo. Lo que iban a ser tres días de huelga, cada viernes durante tres semanas, fue ganando adeptos, primero en Suecia y luego alrededor del mundo, y los Fridays for Future (Viernes por el Futuro) se expandieron como la pólvora, dejando de tener fecha de caducidad.
Greta Thunberg se convirtió así en una esperanza para muchos que aún piensan que se puede hacer reaccionar a la clase política y económica para que tomen las medidas drásticas necesarias para hacer frente a la emergencia climática. Otros, sin embargo, perdieron esa esperanza tiempo atrás. «Parecería que la forma más realista de cambiar la sociedad es centrar la lucha en la conquista del poder del Estado y subordinarla a este objetivo. Primero ganamos el poder y luego crearemos una sociedad valiosa para la humanidad», escribiría en 2002 el sociólogo marxista John Holloway en su libro Cambiar el mundo sin tomar el poder18. «La experiencia de [las] luchas [del comunismo] sugiere que el aceptado realismo de la tradición revolucionaria es profundamente irreal». Así, según Holloway, el poder estaría pervertido en sí mismo, independientemente de las manos que lo controlen, y las nuevas élites pronto olvidarían los deseos revolucionarios y reproducirían las dinámicas previas. «No se puede cambiar el mundo por medio del Estado», diría.
La periodista canadiense Naomi Klein, especializada en cóm...

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