Seguramente murió al amanecer.
Cuando le vi allí, inerte en el centro del escenario, al principio pensé que se trataría solo de un ensayo más; pero enseguida me di cuenta de que aquello era real, aunque él se había encargado de darle a la escena ciertos toques teatrales, como si pretendiera convertir su muerte en una macabra representación, recreándose en algunos detalles en los que Ricardo sabía que solo yo sería capaz de reparar: había colocado varias velas por todo el escenario, que estaban ya a punto de consumirse cuando se descubrió su cadáver; en el suelo encontraron también una petaca con algún resto de ginebra, un ejemplar de La Celestina abierto por la página donde comenzaba su monólogo y, no muy lejos del libro, el vaso de plástico donde había disuelto la estricnina. Y en el centro, muy próximo a su cuerpo, se encontraba el gran montón de ceniza por el que comprendí, pocas horas más tarde, que toda esa cuidada puesta en escena no había sido más que una extraña forma de venganza.
No me costaba mucho imaginármelo allí, leyendo para nadie aquellas palabras de Pleberio con las que tantas veces nos habíamos emocionado y que debieron de rebotar contra las paredes del salón vacío con una resonancia siniestra: «¡Oh vida de congojas llena, de miserias acompañada; oh mundo, mundo! [...] Agora, visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno...».
Nunca había conseguido saberse de memoria toda esa larga enumeración del padre atormentado: a menudo se olvidaba alguna frase o la cambiaba de sitio, o se atrevía a improvisar algo nuevo; pero aquella vez, a la luz indecisa del amanecer y con las velas proyectando sombras vacilantes sobre el escenario, probablemente fue la primera y la última que consiguió encadenar el párrafo sin titubeos, y puede que incluso se le escapara, entre los sollozos fingidos, alguna lágrima verdadera: «... región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido y sin fruto, fuente de cuidados, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría, verdadero dolor».
Le habían visto entrar en la facultad, ya tarde, con una bolsa negra de deporte en la mano, y allí, oculto en algún sitio, debió de permanecer hasta la hora del cierre. Esperó a que el edificio se quedara vacío y cuando salió de su escondite era ya el único dueño de todo y el único habitante de aquel lugar que había decidido convertir en el escenario de su última función. Por los rastros de cera o por las colillas que, como una babosa, había ido dejando por el suelo, supimos luego que había estado toda la noche deambulando de un lado para otro y no resultaba difícil imaginarlo yendo y viniendo a la luz de una vela por los pasillos de la facultad, o fumándose un cigarrillo en la biblioteca, de donde cogió el ejemplar de La Celestina que seguramente utilizó para recitar por última vez su monólogo.
Tampoco resultaba difícil imaginar, por la mueca que la muerte había dejado en su rostro, que el rencor y el desprecio eran los sentimientos que le habían dominado en esas últimas horas de su vida. Un rencor y un desprecio que nos correspondían, a partes iguales, al decano y a mí, aunque para tranquilizar mi conciencia yo prefería pensar que nosotros solo habíamos sido dos eslabones más en la larga cadena de su infortunio.
A pesar de la lluvia que había caído la noche anterior, aquella mañana amaneció soleada, con una luminosidad intensa que tenía algo de espejismo y parecía envolverlo todo en una luz casi irreal. Tal vez por eso cuando, con mi paraguas negro absurdamente colgado de la muñeca, llegué a la facultad pocos minutos después de las nueve, me pareció natural ver allí un coche de policía aparcado junto a un par de furgonetas de la televisión. Después de las huelgas y las movilizaciones de los últimos días, tampoco me sorprendió el bullicio que había en el vestíbulo, por donde bedeles y profesores, alumnos y periodistas, y algún que otro policía, se movían igual que figurantes a la espera de que alguien diese una orden para el comienzo de un rodaje. Pensé que la rueda de prensa convocada por el decano había despertado más expectación de la prevista y fui abriéndome paso, desorientada, entre los corrillos del vestíbulo. Busqué con la mirada a Daniel Carvajal, el decano, como si él fuese el único capaz de darle verdadero sentido a mi presencia allí, pero no le localicé por ninguna parte y supuse que estaría ya preparando los últimos detalles de la rueda de prensa en el salón de actos.
De pronto, abriéndose paso entre la gente y acompañado de Dolores Merlo, vi a Sebastián Olivares dirigirse hacia mí. A Sebastián yo le había conocido el día anterior y sabía poco de él, salvo que, además de un adicto al café, era un buen amigo del decano y subdirector o vicesecretario de algo en un ministerio, aunque llevaba su cargo con mucha naturalidad y discreción. Y al verles juntos, de repente comprendí por qué Lola Merlo tenía fama de moverse con tanta desenvoltura por los aledaños del poder.
Dolores Merlo había llegado a la facultad un día cualquiera y había acabado ocupando en el Departamento de Lengua una plaza que, según los rumores, había sido creada expresamente para ella. Se decía también que había ganado la plaza en un concurso de méritos, entre los que figuraba, al parecer, una sesuda tesis doctoral sobre el leísmo y el laísmo como fenómenos lingüísticos que representaban el declive de la sociedad patriarcal. Todos suponíamos que, aparte de su sabiduría en materia de pronombres, ciertas amistades le habrían facilitado mucho las cosas, y sus mejores credenciales, de eso no nos cabía ninguna duda, no las lucía en su currículum sino más bien en su propio cuerpo, que era de carnes generosas y muy bien torneadas.
Yo apenas había cruzado con ella unos cuantos saludos por los pasillos, y por eso aquella mañana me sorprendió su gesto amable y decidido cuando, al lado de Sebastián Olivares, la vi llegar hasta mí y estrecharme en un abrazo que me pareció no solo cariñoso sino también compasivo. Pero enseguida comprendí que su abrazo solo era el preámbulo de una pregunta que me obligó a reinterpretar, de golpe, toda la realidad que me rodeaba:
—¿Sabes ya lo de Ricardo?
Hacía ya algún tiempo que no sabía nada de Ricardo, pero su pregunta fue como una revelación por la que sospeché que todo aquel revuelo no tenía nada que ver con la rueda de prensa que se había programado para las diez. Como si pretendieran sacarme de dudas, Sebastián y Lola Merlo me condujeron hacia el salón de actos. Lo primero que percibí al entrar fue un fuerte olor a cera y a papel quemado, y luego, cuando vi el cuerpo de Ricardo tendido sobre el escenario, se me ocurrió la absurda idea de que me llevaban allí para ver algún ensayo. Quizá por eso no me sorprendió ver en el suelo, junto al cadáver, el libro de La Celestina, una petaca y un vaso de plástico, como tampoco me sorprendieron demasiado los montoncitos de cera derretida que había próximos al borde del escenario, o aquel extraño montón de ceniza que se alzaba en el centro. Solo después me fijé en el hombre de aspecto rudo y traje gris que andaba curioseando por el escenario. Pero fue al final, tras reparar en la mueca del rostro de Ricardo, y en la herida ya cicatrizada de su frente, cuando tuve la certeza de que aquella escena era real. El hombre del traje gris se volvió de pronto hacia nosotros y me miró con curiosidad, como intentando hallar en mí alguna relación con aquel tétrico decorado.
—Es Sara, una buena amiga de Ricardo Valle —se apresuró a aclarar Dolores Merlo.
Me dirigió un saludo que me pareció displicente y bajó por una de las escaleras laterales del escenario. Yo esperaba que allí, delante del cadáver, aquel hombre que no tenía aspecto de policía ni de actor me diera una larga y detallada explicación de lo ocurrido, pero se limitó a acompañarme hasta la puerta y allí les hizo a Sebastián y a Dolores un gesto por el que ellos comprendieron que debían dejarnos solos:
—Si a usted no le importa, buscaremos un sitio un poco más tranquilo para hablar. La invito a un café.
Sabía que no podía rechazar aquella invitación y la idea de tomarme un café bien cargado me pareció de lo más estimulante. Nos abrimos paso entre los corrillos del vestíbulo y, por el largo pasillo que conducía a la cafetería, comencé a notar que algo blando y pegajoso se adhería a la suela de mis zapatos.
—Tenga cuidado, no vaya a resbalar —me advirtió, agarrándome del brazo.
Me fijé en el rastro de cera que había en el suelo y entonces comprendí que las velas rojas y amarillas no habían servido a Ricardo solo para decorar el escenario, sino también para caminar en la oscuridad. Ese rastro de cera, según me dijo el comisario, llegaba también hasta la biblioteca y la cafetería, los otros dos lugares en los que había estado antes de encerrarse en el salón de actos. Y aquella imagen fantasmal de Ricardo moviéndose por los pasillos entre las tinieblas me produjo un súbito escalofrío.
No había nadie en la cafetería, salvo un camarero que, con una dedicación casi frenética, limpiaba vasos y tazas con una bayeta. El comisario Tena pidió los cafés y nos sentamos en una de las mesas más alejadas de la barra, donde volví a sentir otro escalofrío al imaginarme a Ricardo yendo y viniendo por allí con su petaca en una mano y una vela en la otra, mientras tal vez recordaba otros tiempos que, sobre todo para él, habían sido mucho mejores. Vacié el sobre de azúcar en la taza y comencé a darle vueltas con la cucharilla mientras veía al comisario oler su café con un gesto de desagrado, casi de asco.
—Donde esté un buen chocolate con churros... —Miró de reojo al camarero, que de espaldas a nosotros limpiaba afanosamente la cafetera y luego, al ver que yo continuaba abstraída removiendo el café, continuó—: Usted me dirá, señorita.
Yo tenía muy poco que decirle o al menos no sabía cuál era la información que buscaba, y por mi cara de sorpresa dedujo que era él quien, al menos por cortesía, debía comenzar dándome alguna explicación. Por eso, con desgana y en pocas palabras, me resumió las circunstancias del suicidio y concluyó diciendo que esa mañana tenía asuntos más urgentes de los que ocuparse.
Observé con atención las líneas duras de su cara, su mandíbula prominente, sus ojos algo saltones, sus hombros anchos y sus dedos un poco amorcillados, y no pude evitar imaginármelo, más que realizando sutiles pesquisas criminales, trinchando pollos en la cocina de un restaurante o despedazando carne en una charcutería.
—Un caso evidente de suicidio —repitió sin demasiado interés—. Aquí yo tengo muy poco que hacer, salvo que usted, naturalmente, tenga algo interesante que contarme.
Entendí aquellas palabras como algo más que una mera insinuación y, a pesar de la indolencia con que el comisario parecía afrontar el asunto, me sentí obligada a contarle, muy abreviadamente, todo lo que nos había ocurrido durante los últimos meses. Y mientras hablaba, recordaba el cuerpo de Ricardo sobre el escenario, superponiéndose a los gestos con los que, de cuando en cuando, el comisario pretendía aparentar un interés que a mí se me antojaba más bien profesional. Y también, mientras me oía a mí misma hablar en voz alta, aún tenía la esperanza de que aquello no fuese real, y miraba a veces hacia la puerta imaginando que Ricardo aparecería por allí en cualquier momento con su libro de La Celestina en la mano.
Embutido dentro de su traje gris, el comisario Tena me pareció que tenía también cierto aire de feriante, y no pude evitar imaginármelo arremangado y sudoroso, rodeado de pringue, mientras freía churros en un caldero de aceite hirviendo. La mano negra del destino había decidido que en aquellos instantes, en vez de estar hablando en una rueda de prensa, yo me encontrara contándole parte de mi vida a aquel hombre que, mientras me escuchaba, quizá no dejaba de pensar en una apetitosa ración de churros. En cuanto terminé mi relato, asintió como si acabara de iluminarse de golpe alguna zona que hasta entonces hubiera permanecido en penumbra dentro de sus pensamientos.
—Ahora comprendo perfectamente todos esos detalles.
—¿Qué detalles? —le pregunté.
—Las velas, el libro de La Celestina, ese montón de ceniza en medio del escenario... Evidentemente, es como si hubiese querido darle un aire teatral a su muerte.
El comisario hablaba con bastante reposo y usaba a menudo largos adverbios que quizá le permitían reflexionar mientras elegía las palabras precisas. Pero no había que ser muy sagaz, ni siquiera hacía falta ser policía, para llegar a una conclusión t...