La Historia Universal en 100 preguntas
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La Historia Universal en 100 preguntas

Luis E. Íñigo Fernández

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La Historia Universal en 100 preguntas

Luis E. Íñigo Fernández

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La historia del género humano desde sus orígenes al presente. Descubra por qué no somos neandertales o para qué se inventó la escritura. Cómo surgió la democracia o por qué los chinos edificaron la Gran Muralla; qué hizo tan poderosas a las legiones romanas o por qué la guerra de los Cien Años duró más de cien años. El alba de la civilización; La época clásica; La antigüedad tardía; La edad de las tinieblas; Descubrimientos y reformas; La era del liberalismo; La primavera de los pueblos; El fin del antiguo orden; Quo vadis, humanitas?¿Qué hizo tan poderosas a las legiones de Roma?; ¿Fue el Medievo en realidad la Edad de las Tinieblas?; ¿Cuáles fueron las causas de las Cruzadas?; ¿Por qué los aztecas practicaban el canibalismo?; ¿Por qué se descubrió de nuevo América en el siglo XV?; ¿A qué debió España su hegemonía en Europa?; ¿ Por qué la Revolución Industrial empezó en Inglaterra?; ¿Cuál fue el origen del movimiento obrero?; ¿Por qué perdió Alemania la Gran Guerra?; ¿Cuál fue el origen del feminismo?Rigor y amenidad reunidos en una colección de "alta divulgación". Libros rigurosos pero de fácil lectura, que podrá disfrutar incluso cuando solo disponga de unos momentos. Un recorrido completo y seductor por los grandes temas del conocimiento humano. Un viaje maravilloso al mundo de la ciencia y la cultura.

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Información

Editorial
Nowtilus
Año
2016
ISBN
9788499677989
Categoría
History
Categoría
World History
imagen

DESCUBRIMIENTOS Y REFORMAS

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¿POR QUÉ SE «DESCUBRIÓ DE NUEVO» AMÉRICA EN EL SIGLO XV?

No, el enunciado de la pregunta no contiene ningún error. Aunque, en una expresión no poco eurocéntrica, seguimos llamando «Descubrimiento de América» a lo que hizo Cristóbal Colón en nombre de la Corona de Castilla el 12 de octubre de 1492, en realidad deberíamos denominarlo «redescubrimiento», pues el primer europeo que alcanzó las costas de lo que hoy conocemos como continente americano fue el comerciante y explorador noruego Erik Thorvaldsson, más conocido como Erik el Rojo, que desembarcó en las costas de Groenlandia hacia el año 982 de nuestra era. Incluso es posible que antes que él dos compatriotas suyos se dejaran caer por allí y que uno de ellos llegara a fundar un pequeño asentamiento, aunque de efímera permanencia. En todo caso, fueron los vikingos, no los españoles, los verdaderos descubridores de América.
Pero las repercusiones de aquel primer encuentro fueron nulas. Tenía que suceder así cuando era sólo el deseo de obtener mujeres, esclavos y botín el que movía a aquellos primeros exploradores, tan esforzados y temerarios como poco interesados en crear vínculos estables entre aquellas tierras remotas y las suyas propias. Por esa razón, ni los nativos americanos ni los europeos de los siglos oscuros del Medievo experimentaron cambio alguno en su modo de vida o en su concepción de las cosas a raíz de las tempranas expediciones vikingas hacia Occidente. Ambos mundos, el viejo y el nuevo, siguieron viviendo uno de espaldas al otro hasta finales del siglo XV. Y es por ello por lo que la pregunta cobra todo su sentido. ¿Por qué entonces? ¿Por qué no antes?
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Representación de un drakkar vikingo en el Tapiz de Bayeux, un gran lienzo bordado del siglo XI de casi setenta metros de largo que relata, mediante una sucesión de imágenes con inscripciones en latín, los hechos previos a la conquista normanda de Inglaterra, que culminó con la batalla de Hastings del año 1066. En una de estas naves debió de alcanzar Erik el Rojo las costas de Norteamérica en el siglo IX.
La respuesta es que sólo a finales del siglo XV Europa y los europeos estaban preparados para embarcarse en una relación que, hasta ese instante, superaba con creces sus posibilidades, sus necesidades y sus anhelos. Sólo a partir de 1450 la Europa bajomedieval, deshabitada y pobre, quebrada por graves conflictos sociales, magullada por la guerra y anegada por la angustia y el miedo, deja paso a una nueva Europa, llena otra vez de fuerza, segura de sí misma y preparada para desplegar su renovada vitalidad dentro y fuera de sus fronteras.
Como dirían los economistas, en la segunda mitad del siglo XV todos los indicadores relevantes muestran un claro cambio de tendencia. La población crece una vez más. Las tierras antes desiertas se repueblan; los caseríos extinguidos resucitan; las mortecinas urbes recuperan poco a poco el pulso de la vida. Se roturan campos, pronto cubiertos de cereales y vides, pero también de otras siembras que, como el lino o el cáñamo, nacen con las miras ya puestas en los mercados urbanos. Se reanima la artesanía, presta a satisfacer los antojos de unos burgueses ahora imbuidos de un renovado amor por la vida que exige joyas y trajes, libros salidos de la flamante imprenta y arcabuces cargados con pólvora recién llegada de la distante China. Se incrementan los intercambios, contagiado enseguida el Atlántico de la añosa propensión comercial de los puertos mediterráneos, y reclaman oro, plata y nuevas herramientas de crédito con que costear las grandes expediciones comerciales.
Algunos sucesos en apariencia perjudiciales provocarán chocantes resultados. En 1453, la caída de Constantinopla en poder de los turcos, que cierra la vía tradicional del comercio con Oriente, alejando a los europeos de la seda y las especias, sirve de incentivo para explorar nuevas rutas. Y la creciente necesidad de metales preciosos de un comercio que despierta de la languidez de la centuria anterior y no confía del todo en pagarés y letras de cambio contribuirá a despejar dudas, lanzando a los europeos en busca del oro y la plata allí donde pudieran hallarse, por inverosímil que parezca.
Pero el enlace entre ambos mundos dista de ser tan sólo un matrimonio por interés. También la mente y el espíritu tienen mucho que decir. El olvidado conocimiento de la esfericidad de la tierra revive en las últimas décadas del Medievo gracias a recopilaciones de los saberes antiguos que comienzan a circular entre geógrafos y marinos. La Historia rerum, de Eneas Silvio Piccolomini, Il Milione, de Marco Polo, o la Imago Mundi, de Pierre d’Ailly, aunque erróneos en algunos de sus cálculos sobre las dimensiones del planeta, que tenían por más pequeño de lo que en realidad es, abrían los ojos y las mentes de los europeos hacia la posibilidad de establecer nuevas rutas de navegación hacia China y la India. La construcción de buques más sólidos y rápidos, capaces de aventurarse en el océano, y las mejoras en su orientación lejos de la costa lo harán posible. El espíritu de cruzada, que había nutrido las infelices guerras contra los musulmanes de Tierra Santa, no ha muerto y demanda ahora nuevas almas que convertir, de buen grado o por la fuerza de las armas. Y, en fin, la quiebra progresiva de la mentalidad tradicional, barrida por poderosos vientos de cambio, fama y libertad, que impulsan la curiosidad y el ansia de aventura, hará el resto.
Es por todo ello por lo que, cuando el Medievo llega a su fin, los europeos se lanzan con decisión a explorar el mundo. Los portugueses optan por África y la costean en pos de un nuevo paso hacia Extremo Oriente. Los castellanos buscan lo mismo en el Atlántico, encandilados por la descabellada idea de Colón de navegar hacia el oeste para alcanzar China y la India por el este. Rezagados, ingleses y franceses no pueden sino tratar de hallar en el norte su propio camino hacia las Indias. Y los éxitos se suceden. En 1498, Vasco da Gama abría la ansiada ruta del Índico al tocar al fin tierra en Calcuta. Pero seis años antes, el 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón había descubierto, sin saberlo, un nuevo continente, que luego se llamaría América. Enseguida, los reinos ibéricos se reparten el mundo. Un mundo que, para bien y para mal, ya nunca volverá a ser el orbe cerrado, oscuro y dominado por la ignorancia y el miedo que habían conocido los hombres y las mujeres de la Europa medieval.
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¿Y POR QUÉ LA DESCUBRIERON LOS ESPAÑOLES?

Según la célebre teoría de la nariz de Cleopatra, aquella que sostiene que si el apéndice nasal de la famosa reina de Egipto hubiera sido distinto, la historia del mundo lo habría sido también, la respuesta sería sencilla. Bastaría con alegar que se trató de simple azar. Cristóbal Colón trabajó para los Reyes Católicos, y descubrió las nuevas tierras en su nombre, tan sólo porque los monarcas con los que antes había probado suerte le dijeron que no. En otras palabras, si Juan II de Portugal o Enrique VII de Inglaterra, a quienes acudió con anterioridad, hubieran creído en él, los reyes españoles no habrían tenido ocasión alguna de financiar su proyecto, y habría sido la Cruz de San Jorge o el pendón portugués de los besantes y los castillos el que habría clavado en la isla de Guaraní, eso sí, bastante antes del 12 de octubre de 1492.
Pero la historia no es, ni mucho menos, tan sencilla. Aunque hoy nos pueda parecer que era así, los monarcas de finales del siglo XV no tomaban sus decisiones a la ligera, ni, a diferencia de cierto presidente norteamericano de nuestros días, consultaban a su astrólogo de cabecera cuando habían de enfrentarse a una cuestión de especial relevancia. En realidad, tanto el rey inglés como el portugués tenían sus buenas razones para negarse de plano a costear una empresa que a cualquier europeo de su época se le antojaba fantástica.
Juan II, el soberano luso, había gastado ya mucho dinero en la ruta africana y no deseaba dilapidar más en un nuevo derrotero. A pesar de ello, con buen juicio, decidió remitir el proyecto a una comisión de expertos geógrafos, que lo rechazaron con rotundidad, arguyendo, con toda razón, que las longitudes y las distancias de las que hablaba el futuro almirante eran del todo erróneas. Lo mismo hizo la junta que, poco tiempo después, examinó el proyecto en Castilla, cuyos atareados soberanos bastante tenían por entonces con la guerra de Granada. El nuevo fracaso impulsó a Colón a probar suerte con el monarca inglés Enrique VII, para lo cual envió a Londres a su hermano Bartolomé, que cosechó idéntica negativa.
¿Por qué, entonces, los reyes españoles reconsideraron después su respuesta y decidieron financiar un proyecto que, al decir unánime de los más acreditados expertos de la época, era disparatado?
Por supuesto, el cambio no se debió a una repentina mejora de sus dotes de persuasión –bastante escasas por lo que parece– ni a ninguna alteración importante de última hora incluida en el proyecto inicial, sino a la ayuda de amigos poderosos a los que, a estos sí, el genovés había logrado persuadir. ¿Quiénes eran esos amigos? Por lo que sabemos, los principales apoyos con los que contaba el audaz marino habría que buscarlos en círculos tan distintos como los comerciantes florentinos y genoveses afincados en Sevilla, los banqueros que habían financiado no hacía mucho la conquista de las islas Canarias, los monjes de La Rábida próximos a los reyes, el entorno del príncipe heredero, don Juan, y los responsables de las finanzas de la Corona de Aragón. Pero una figura destaca sobre todas las demás, la de Luis de Santángel, un importante financiero judeoconverso valenciano que disfrutaba de una gran influencia sobre la reina Isabel y había conocido a Colón nada menos que en 1486, cuando, desesperado por la primera negativa de los monarcas, había decidido probar suerte en Francia.
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Los primeros homenajes del Nuevo Mundo a Colón, por José Santiago Garnelo Alda. Museo Naval, Madrid. Aunque los españoles no descubrieron en realidad América, pues el primer contacto de los europeos con el continente se había producido en el siglo X, fue la gesta de Colón, y no la de los navegantes vikingos, la única que provocó cambios históricos de tal magnitud que permiten hablar del inicio de una nueva era.
Los argumentos del banquero, a la sazón importante acreedor del rey Fernando, eran tan contundentes como simples. Se trataba, sí, de un proyecto arriesgado por lo inverosímil, pero poco costoso, pues no eran muchos los barcos que habrían de armarse ni abundantes los pertrechos que habrían de allegarse para ponerlo en marcha. Además, si las coronas unidas de Castilla y Aragón no se avenían a financiarlo, quizá podría hacerlo la de Portugal, su mayor competidora, que ya había demostrado años atrás la escasa solidez de algunos de los supuestos científicos tenidos por ciertos hasta que sus descubrimientos los habían rebatido. La buena disposición del banquero a prestar él mismo el dinero para financiar la expedición del genovés terminó de convencer a los reyes.
Y hay algo más, quizá lo más relevante. En realidad, a pesar de los intentos de Colón, reales o previstos, en otras cortes, la cuestión había de decidirse entre españoles y portugueses, pues eran ellos entonces los más avanzados de los europeos en materia de navegación de altura. La ventaja inicial correspondió, como sabemos, al reino luso, pionero en la navegación por el Atlántico en pos de la ruta africana hacia las especias de Oriente. Los españoles, no obstante, compartían con sus vecinos ese monumental proscenio sobre el océano que, en palabras de Eugenio D´Ors, constituye la península ibérica. Los reinos hispánicos durante la Baja Edad Media, además, se habían erigido en una suerte de taller de pruebas de los descubrimientos en el que cada uno de ellos se había especializado en una faceta clave. Así, catalanes y aragoneses podían presumir de su dilatada experiencia en el comercio mediterráneo; los mallorquines tenían razones sobradas para sentirse orgullosos de su completo dominio de la cartografía; cántabros y vascos descollaban como hábiles constructores y pilotos de barcos; Castilla, en fin, aportaba el espíritu de empresa, la voluntad de hacer, el deseo de ir más allá. Una motivación en la que los ingredientes religiosos, la idea de cruzada, se mezclaban sin fronteras claras con los económicos, el hambre de oro, el deseo de abrir nuevas rutas comerciales. La vieja Castilla de la Reconquista, de espíritu medieval, militarista, obsesa de las profecías milenaristas, era muy real, pero no lo era menos la otra Castilla, de alma renacentista, progresista, ávida de explorar nuevos y lejanos horizontes, deseosa de navegar nuevos mares.
Pero el hecho de que fueran, a la postre, los castellanos quienes se apuntaran el éxito del descubrimient...

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