Brasil, país de futuro
  1. 276 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

Publicado en 1941, Brasil, país de futuro parece un libro recién terminado. Zweig escribió tanto sobre aquella tierra que parecía haber nacido allí, evocando con gran precisión los detalles y entresijos de la historia, economía, y cultura brasileñas, así como el desarrollo de sus principales ciudades. Con su habitual destreza y sensibilidad, echó mano de sus vivencias e impresiones personales para retratar una vasta, atrayente y fértil tierra con inmensos recursos y una historia carente de grandes guerras, lejos del derrumbe de la civilización europea que le obligaron a exiliarse en tierras latinoamericanas.
Brasil, país de futuro es un lectura muy recomendable para viajeros de salón, para estudiantes de geografía y estudios americanos, así como para todos aquellos interesados en la riqueza de la historia, cultura y sociedad brasileñas. En él queda plasmada la belleza intacta del interior, el vibrante crecimiento y desarrollo de las áreas urbanas, y la visión de un lugar casi utópico, aparentemente a salvo de los males del mundo moderno y que ofrecía un gratificante refugio frente a las hostilidades globales.

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Información

Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788412324204
Edición
1
Categoría
Literatura

Historia
Durante miles y miles de años, el inmenso territorio del Brasil, con sus rumorosas selvas de un verde oscuro, sus montañas y ríos y su mar, de sonoro y rítmico vaivén, yace ignorado y anónimo. En la tarde del 22 de abril del año 1500, repentinamente brillan unas velas blancas en el horizonte; acércanse ventrudas carabelas pesadas, con la roja cruz portuguesa pintada en las velas, y a la mañana siguiente las primeras embarcaciones tocan tierra en la playa extraña.
Se trata de la flota portuguesa que al mando de Pedro Álvares Cabral había zarpado, en marzo de 1500, de la desembocadura del Tajo para repetir el viaje de Vasco de Gama, celebrado por Camoens en Os Lusiadas, el feito, nunca feito, el viaje a la India, pasando por el cabo de Buena Esperanza. Fueron al parecer vientos adversos los que apartaron las naos tanto de la ruta de Vasco de Gama a lo largo de la costa africana, hacia esa isla desconocida. A esa playa cuya extensión no se sospecha aún, pues la llaman primero Ilha de Santa Cruz. Si no se consideran como predescubrimientos el viaje de Alfonso Pinzón, quien llegó a las proximidades del río Amazonas, ni el viaje dudoso de Vespucio, el descubrimiento del Brasil parece haber tocado en suerte, pues, a Portugal y a Pedro Álvares Cabral, únicamente por un azar extraño del viento y de las olas. Es verdad que los historiadores tiempo ha ya han dejado de mostrarse inclinados a creer en esa «casualidad», pues acompañaba a Cabral el piloto Vasco de Gama, quien conocía exactamente el camino más corto, y la leyenda de los vientos contrarios queda desvirtuada por el testimonio de Pedro Vaz de Camimia, integrante de la tripulación, quien confirma expresamente que seguían viaje desde Cabo Verde sem haver tempo forte u contrario. Puesto que ninguna tempestad los desvió tanto en dirección al Oeste que en vez de llegar al cabo de Buena Esperanza desembarcaron en el Brasil, debe haberlos guiado un propósito determinado o —lo que es más probable aún— una orden secreta del rey dada a Cabral en el sentido de que tomaran un rumbo tan marcado al Poniente: ello da pábulo a la probabilidad de que la Corona de Portugal tenía conocimiento oculto de la existencia y de la situación geográfica del Brasil mucho antes del descubrimiento oficial. En este sentido permanece sin revelar un gran secreto, cuyos documentos desaparecieron por los tiempos de los tiempos a raíz del terremoto de Lisboa, y probablemente el mundo no conocerá jamás el nombre del primero y verdadero descubridor. Según las apariencias, inmediatamente después del descubrimiento de América por Colón, se había despachado una nave portuguesa para explorar el nuevo continente, y esa nave debió de haber regresado con nuevas informaciones; pero hay también ciertos indicios para suponer que, aun antes de pedir Colón la audiencia, la Corona de Portugal, ya sabía algo más o menos concreto respecto a ese país del lejano Oeste. Pero fueran cuales fueran las noticias que se tenían en Portugal, se evitaba con cuidado hacerlas saber al celoso vecino; en la época de los descubrimientos, la corona guardaba toda noticia nueva referente a exploraciones náuticas como secreto de Estado, militar o comercial, amenazando con la pena capital a quienes las transmitiesen a potencias extrañas. Los mapas, los portulanos, los itinerarios marítimos, los informes de los pilotos eran custodiados, igual que el oro y las piedras preciosas, como joyas valiosas en la Tesorería de Lisboa, y en el caso del Brasil, más que en ningún otro, una divulgación prematura resultaba inconveniente, pues de acuerdo con la bula papal «Inter caetera», todos los territorios a más de cien millas al Oeste de Cabo Verde pertenecían por ley y derecho a España. Un descubrimiento oficial más allá de esa zona habría aumentado, pues, en esa hora temprana, las posesiones del vecino, y no las propias. Portugal no tenía, por consiguiente, interés alguno en dar noticias antes de tiempo de ese descubrimiento (si tal se había efectuado). Había que asegurarse primero legalmente de que ese país nuevo pertenecía a Portugal y no a España, y Portugal se lo había asegurado, con una previsión que llama la atención, en el convenio de Tordesillas, que el 7 de junio de 1494, es decir poco después del descubrimiento de América, removió la zona portuguesa de las cien leguas primitivas a 370 leguas al Oeste de Cabo Verde, es decir, el espacio suficiente como para poder ocupar la costa del Brasil, que a la sazón se decía no descubierta aún. Si ésa ha sido una casualidad, ha sido de tal orden que coincide extrañamente con la desviación, por lo demás poco explicable, de Pedro Álvares Cabral de la ruta ordinaria.
Esta hipótesis, sostenida por muchos historiadores, respecto a un conocimiento anterior del Brasil y a unas instrucciones secretas del rey dadas a Cabral, en el sentido de que se desplazara en dirección a Poniente para que pudiera descubrir «milagrosamente» el nuevo país gracias a un «azar maravilloso», según escribe al rey de España, gana, además, en consistencia por el modo en que el cronista de la flota, Pêro Vaz de Caminha, informa al rey sobre el hallazgo del Brasil. No manifiesta sorpresa ni entusiasmo alguno por haber dado inesperadamente con un país nuevo, sino que registra solamente en tono seco el hecho como una cosa natural; de igual manera, el segundo y desconocido cronista sólo expresa che ebbe grandissimo piacere. Ni una palabra triunfal, ninguna de las sospechas corrientes en Colón y sus sucesores, en el sentido de haber llegado así a Asia. Nada más que una noticia fría, que antes parece confirmar un hecho conocido que anunciar otro nuevo. De esta suerte, acaso sea posible, a raíz de un hallazgo documentado posterior, quitar a Cabral definitivamente la gloria de haber descubierto el Brasil el primero, gloria que de todos modos se le disputa en virtud del desembarco de Pinzón al Norte del Amazonas. Mientras tal documento falte, aquel 22 de abril de 1500 debe ser considerado como la fecha en que la nueva nación entró en la historia universal.
La primera impresión que los marineros desembarcados reciben del nuevo país es excelente: tierra fértil, vientos suaves, agua potable fresca, fruta abundante, una población gentil e inofensiva. Quienquiera que en los años siguientes desembarcara en el Brasil repetía las palabras encomiásticas de Américo Vespucio, quien, llegando a él un año después de Cabral, exclama: «Si en alguna parte de la Tierra existe el paraíso terrenal, no puede ser lejos de aquí.» Sus habitantes, que en los siguientes días se acercan a los descubridores con el traje inocente de la desnudez y que ofrecen sus cuerpos descubiertos com tanta innocencia como o rostro, les brindan una acogida amable. Curiosos y pacíficos se agolpan los hombres, pero son sobre todo las mujeres las que con sus cuerpos bien formados y su accesibilidad rápida y desprevenida (alabada también en tono de gratitud por los cronistas posteriores) hacen olvidar a los marineros las privaciones de muchas semanas. Por el momento, no se procede a una exploración y ocupación real del interior del país, pues Cabral, en cumplimiento de su encargo secreto, debe proseguir cuanto antes rumbo a su meta oficial, la India. El 2 de mayo, al cabo de una permanencia de diez días, en total, toma rumbo a África, después de haber dado orden a Gaspar de Lemos de cruzar con un barco a lo largo de la costa en dirección al Norte, para volver luego a Lisboa con la noticia del descubrimiento y con algunas muestras de las frutas, plantas y animales de la nueva tierra.
La novedad de que la flota de Cabral ha llegado a aquel país nuevo, ya sea por azar, ya sea en cumplimiento de una orden secreta, es recibida en el palacio real con beneplácito, pero sin verdadero entusiasmo. Se le da traslado, en cartas oficiales, al rey de España, a fin de asegurarse la legalidad de la posesión; pero la noticia, según la cual el nuevo país sería «sem ouro nem prata, nem nenhuna cousa de metal», presta al hallazgo, de momento, poco valor. En las últimas décadas, Portugal descubrió tantos países y se adueñó de una parte tan grande de la Tierra que la capacidad de absorción de esa pequeña nación queda del todo agotada. La nueva ruta marítima a la India le asegura el monopolio de las especias y, con ello, una riqueza inconmensurable; se sabe en Lisboa que, en Calcuta y Malaca, el tesoro de piedras preciosas, tejidos valiosos, porcelanas y especias, legendario desde siglos atrás, está al alcance de un manotón atrevido, y la impaciencia por incautarse de golpe de todo ese mundo de una cultura superior y de magnificencia oriental impele a Portugal a una superación en la osadía y el heroísmo, que difícilmente encuentra similar en la historia del mundo. Ni siquiera «Os Lusiadas» de la epopeya consiguen hacer comprensible esa aventura, esa nueva expedición alejandrina que realiza un puñado de hombres para conquistar con una docena de minúsculas embarcaciones, simultáneamente, tres continentes, amén de todo el océano desconocido. El pequeño y pobre Portugal, libertado desde hace apenas dos siglos del dominio árabe, no posee dinero efectivo, y, cada vez que arma una flota, el rey debe dar en prenda, de antemano, sus beneficios a los mercaderes y cambistas. Por otra parte, tampoco dispone de soldados suficientes para hacer la guerra simultánea a los árabes, los indios, los malayos, los africanos y los salvajes y para establecer factorías y fortificaciones por todas partes en los tres continentes. Y, sin embargo, Portugal extrae de sus propias entrañas, de modo milagroso, todas esas fuerzas; caballeros, campesinos, y, según dice Colón cierta vez en tono malhumorado, hasta «sastres» abandonan sus casas, sus mujeres, sus hijos y sus profesiones y convergen desde todo el país en los puertos, y no les amedrenta el hecho de que, según el célebre dicho de Barros, «el océano se convierte en la tumba más frecuente de los portugueses». Porque la palabra «India» tiene un poder mágico. El rey sabe que un barco que regresa de esa Golconda equilibra con creces la pérdida de otros diez; un hombre que sobrevive a las tempestades, los naufragios, las luchas y las enfermedades vuelve con riquezas para sí mismo y para sus descendientes. Ahora que se ha abierto la puerta del tesoro del mundo de ese entonces, nadie quiere quedarse en la «pequeña casa» de la patria, y el carácter unánime de esa voluntad proporciona a Portugal un éxtasis de la fuerza y del valor, que por espacio de un siglo torna lo imposible en posible, y lo inverosímil en verdad.
En semejante tumulto de pasiones, un evento de la historia universal, como el descubrimiento del Brasil, apenas llama la atención, y nada es más característico del menosprecio de ese hecho que la circunstancia de que Camõens no menciona en ninguna de las miles de líneas de su epopeya el descubrimiento ni existencia del Brasil. Los marineros de Vasco da Gama llevaron consigo telas valiosas, joyas, piedras preciosas, especias y, sobre todo, la noticia de que en los palacios del Zamorin y de los Rajaes tal botín es miles de veces multiplicado. ¡Cuán pobre es, en cambio, la presa de Gaspar de Lemos! Unos cuantos papagayos abigarrados, unas muestras de maderas, unas cuantas frutas y la noticia decepcionante de que nada se puede quitar allá a los hombres desnudos. No ha traído ni un granito de oro, ni una sola piedra preciosa, ninguna clase de especias, ninguna de las maravillas, un puñado de las cuales vale más que bosques enteros de palos del Brasil, tesoros que pueden arrebatarse fácilmente con unos cuantos golpes de espada, unos pocos disparos de cañón, mientras que los árboles deben ser derribados, antes de que puedan cortarse, embarcarlos y venderlos. Si esa Isla o Tierra de Santa Cruz alberga riquezas, sólo puede tratarse de riquezas potenciales, que habría que ganar a la tierra en largos años de fatigosa labor. Pero el rey de Portugal necesita beneficios rápidos, tangibles, para pagar sus deudas. ¡Primero, pues, la India, África, las Molucas, el Oriente! De esa suerte, el Brasil se convierte en la Cordelia de ese rey Lear, en la despreciada de las tres hermanas África, América y Asia, y, sin embargo, la única que en las horas de la desgracia le guardará fidelidad.
No es, pues, sino conforme a la lógica rigurosa de la necesidad, como Portugal, embriagado por sus éxitos fantásticos, al principio apenas se interesa por Brasil; su nombre no penetra en el pueblo, no ocupa su fantasía. Los geógrafos alemanes e italianos registran en sus mapas la línea de la costa con el nombre de Brassil o Terra dos papagaios, a la buena de Dios, pero la Tierra de Santa Cruz, ese país verde, vacío, no tiene nada que pudiera ejercer un atractivo sobre los marineros o los aventureros. Mas, aun cuando el rey Manuel no tiene tiempo ni humor para aprovechar ni proteger debidamente ese país nuevo, al mismo tiempo no está dispuesto tampoco a conceder a otros ni una pulgada de esa tierra, porque Brasil le sirve de protección para la ruta marítima a la India y, sobre todo, porque Portugal, en su embriaguez de dicha y afán conquistador, quisiera cubrir con su manecilla, si ello fuera posible, el globo entero. Lucha tenaz, hábil y perseverantemente con España por el reconocimiento de que, según el convenio de Tordesillas, esa región corresponde a su zona; por poco se produce un conflicto entre los dos países, a causa de un territorio que ninguno de los dos necesita ni pretende verdaderamente, pues ni uno ni otro quieren sino piedras preciosas y basta. Pero, en buena hora, ambos reconocen que sería insensato empuñar las armas unos contra otros, cuando necesitaban cada hombre y cada bala para saquear los nuevos mundos que de repente les han venido como caídos del cielo. En el año de 1506 llegan a un acuerdo, en virtud del cual se confirma a Portugal su derecho sobre el Brasil, hasta entonces ejercido nada más que platónicamente.
No amenaza, pues, peligro alguno ya por parte de España, el vecino poderoso. Los franceses, en cambio, que quedaron defraudados cuando España y Portugal dividieron el mundo entre sí, empiezan a manifestar un creciente y visible interés por ese pedazo, deshabitado y desorganizado aún, de hermosa y vasta tierra. Con una frecuencia cada vez mayor, aparecen barcos, procedentes de Dieppe y El Havre en busca del palo del Brasil, y Portugal no tiene todavía buques ni soldados en los puertos para impedir tales particulares intervenciones. Su título jurídico no es más que un papel, y con un solo golpe de mano rápido, con tan sólo cinco, o acaso nada más que tres barcos armados, Francia podría adueñarse, si quisiese, de toda la colonia. Para proteger la costa, muy extensa, hace falta una cosa: colonizarla. Si la Corona de Portugal quiere hacer del Brasil un país portugués y si quiere conservarlo como bien de la Corona, tiene que decidirse a enviar portugueses a sus playas. El país, con su espacio inmenso y con sus posibilidades ilimitadas, quiere manos y necesita manos, y cada una de las que llegan hace señas reclamando otras y otras. Desde el comienzo, y a través de toda la historia del Brasil, se repite ese grito: ¡Hombres, más hombres! Es como la voz de la naturaleza que quiere crecer y desarrollarse y que necesita, para...

Índice

  1. Portada
  2. Brasil. País de futuro
  3. Prólogo
  4. Prefacio
  5. Tabla cronológica
  6. Historia
  7. Economía
  8. Una mirada sobre la cultura brasileña
  9. Rio de Janeiro
  10. Visita al café
  11. Visita a las desaparecidas ciudades del oro
  12. Volando sobre el norte
  13. Sobre este libro
  14. Sobre Stefan Zweig
  15. Créditos