Mario Muchnik. Editor para toda la vida
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Mario Muchnik. Editor para toda la vida

Conversaciones con Juan Cruz Ruiz

Mario Muchnik, Juan Cruz Ruiz

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  1. 120 páginas
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Mario Muchnik. Editor para toda la vida

Conversaciones con Juan Cruz Ruiz

Mario Muchnik, Juan Cruz Ruiz

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Información del libro

Mario Muchnik, uno de los grandes de la edición en español, es el hombre que ama todos los libros y que todos los hubiera publicado. Como esto último es imposible, editó muchos de los que a él le parecieron mejores. Él mismo es en sí un libro extraordinario, una persona que discute consigo misma y con el mundo, y siempre tiene, a la salida de esas discusiones, más sabiduría y, por eso, mucha más alegría.La historia de Mario Muchnik, un editor audaz e inteligente, es suculenta desde todos los puntos de vista, y su humor es igual de fecundo que su memoria. Su capacidad de contar es la de un viejo marino, de guerra o de paz, pues conoce sin titubear todas las batallas de la edición y a sus personajes, desde el grumete al capitán. Él a veces ha sido grumete que, durante años, fue capitán de sí mismo en proyectos editoriales que han ido en ocasiones como transatlánticos, y en otras, afortunadamente, como atrevidos paquebotes.

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Información

Año
2021
ISBN
9788412389623
Categoría
Editoria

la conversación

la patada hacia adelante

Eres el argentino que completaba los libros...
¡Ah! ¿Lo dices porque a veces completaba aquellos en los que estudiaba Física? Sí, era una tentación: añadir lo que sabía, rectificar lo que no estaba bien dicho. Soy una colección viviente de anécdotas y esa es una de ellas... La Física, por cierto, es adorable. Javier Solana es físico; Angela Merkel es física nuclear y yo también. Como ella, he estudiado reacciones con placas fotosensibles. Y, fíjate, también soy editor.
Siempre que vengo a verte tienes al lado ese libro de Física.
¡Es como si siguiera estudiando! Además, te quería enseñar todas mis notas. El modo en que rectifico los libros que leo o aquellos en los que he estudiado.
Miguel Boyer fue un gran físico y, como tú, un gran lector. En su biblioteca aprecié que tenía muchos de los libros de esa especialidad subrayados o corregidos...
La pasión que nos mueve es que los físicos toleramos mal las cosas que nos parecen inacabadas, o que parecen provisionales; queremos llegar a las leyes de la naturaleza, y sabemos que las leyes no deben ser transgredidas.
¿Y cómo pasaste de esa obsesión por la exactitud de la Física a las inexactitudes de la literatura?
Yo pasé a los libros sencillamente porque mi padre tenía una editorial. Fíjate si es banal la razón que, obviamente, no obedece a ninguna de las leyes de la Física.
En la Universidad de Columbia había una librería con los libros relacionados o recomendados con las clases. Había muchos que me fascinaban, pero de repente encontré a ese gran autor, Paul Dirac, un francés que todo lo escribió en inglés. Cuando tuvo que escribir un libro fue con su mujer a Oxford; le dijo que esperara fuera y nunca salió, ¡nunca salió! La mujer se cansó de esperar y se fue a su casa mientras él escribía Mecánica cuántica. Lo compré. Mi libro tenía un cuadernillo de más y uno de menos. Escribí al editor, en Oxford, para denunciar la anomalía, y me pidieron que enviara el ejemplar, que ellos se comprometían a devolvérmelo arreglado. ¿No te parece formidable? Lo hice y les pedí también una factura por el trabajo, ¡cómo no! Al cabo de un mes y medio me llegó el producto de mi pesquisa y de su revisión. Habían desencuadernado el libro, le habían quitado el cuadernillo de más y repuesto el que faltaba. No me enviaron factura alguna. ¡Qué editor! ¿No te parece una gran lección de editor? ¡Eso es Inglaterra, sí señor!
La Física e Inglaterra te hicieron editor, además de tu padre...
Sí, así se puede decir... Estos tipos repararon el libro, el ejemplar que yo les mandé estaba firmado por mí, para que no hubiera otro, y ese fue el que me devolvieron. ¡No era otro ejemplar, y encima me lo agradecieron!
Factores que te hicieron editor. ¿Y lector? ¿Quién te hizo lector?
En este caso fue mi madre. Me dio a leer Guerra y paz. No fue lo primero que leí, pero había una edición mexicana de siete tomos en la biblioteca de casa. Yo exclamé: «¡Uy, siete tomos!, nunca lo voy a terminar». Ella me dijo: «¡Prueba, prueba!». Probé y viví esos siete tomos como si fueran siete momentos de mi vida.
Después mi madre me dio a leer Anna Karenina, un libro maravilloso al que creí que no iba a sobrevivir porque la emoción era enorme y yo estaba tan unido al personaje que creía que me iba a impedir mezclarme con el público, que me iba a hacer excepcional para toda la vida.
¡Lo has sido!
Me miras con tus buenos ojos.
¿No es eso, sentirse excepcional, lo que en cierto modo nos hace la literatura?
Creo que sí. Nos hace participar de algo que no estaba calculado por el que creó la noche, como escribe en su último libro el amigo Pedro Sorela, ¡pero tampoco por el que no la creó!
¿Qué libros siguieron cuando ya fuiste lector a perpetuidad?
Mi madre murió en 1971, con 63 años, tenía la misma edad que mi padre, pero él murió a los 89, la edad que yo tengo ahora mismo... Nunca he leído un libro tan colosalmente inmenso como Guerra y paz. Lo pongo por encima de absolutamente todo lo que he leído en mi vida. He leído muchos libros, todos los que he podido, pero si tuviera que llevarme uno a una isla desierta tendría que buscar una isla más grande... ¡porque no cabrían! ¡Para mis libros predilectos tendría que buscar un continente desierto!
¿Qué te hizo querer publicar a otros, Mario? Porque has sido el padre y la madre de muchos autores...
Lo sé. Solo una persona en el mundo me dijo que no debía ser editor, David Douglas Duncan, el fotógrafo, porque decía que tenía que haberme dedicado a la fotografía... Mi padre le mostró mis fotos y David afirmó: «Muy buenas fotos, pero Mario se morirá de hambre». Y me asusté, así que le pedí trabajo como editor a mi padre y él me contestó: «¡Ay, hijo mío, siempre caes a destiempo, yo ahora no tengo editorial!». Era cuando había llegado a Europa y había dejado su editorial en Buenos Aires. Nunca más volvió. ¡Tenía los derechos de Walt Disney, de Superman...! Algo impresionante.
¿Cómo te hicieron tus padres?
Yo estudiaba Piano. Había hecho algún curso de Física en Secundaria, y mi padre me dijo: «Querido amigo, te tienes que decidir: o Piano o Física. No puedes hacer las dos cosas». Estuve de acuerdo y elegí Física, sin pensarlo.
Perdona que insista: ¿qué te llevó a querer ser editor, a pesar de la primera decepción?
Bueno, mi padre no me podía emplear, pero había puesto a mi disposición un aprendizaje magnífico, pues me había dado la oportunidad de observar cómo se fabricaban los libros. Con unos ocho o diez años, él me llevó a los talleres gráficos de la Fabril Financiera, gran empresa italiana de la periferia de Buenos Aires. Allí hizo que viera a los tipógrafos que estaban con su linotipia y su martillito sacando una parte del cliché.
«Así es como hacemos los libros», me dijo el tipógrafo. Le pedí que me lo explicara mejor y entonces mojó en tinta el cliché e hizo imprimir mi nombre, Mario Muchnik. ¡Yo estaba seguro de que iba a aparecer al revés, pero salió bien! A esa edad yo no sabía que aquello era el negativo.
Esa fue la patada hacia adelante, el pistoletazo de salida para que tiempo más tarde yo no fuera físico, sino editor.
¿Cuál fue el primer libro que quisiste divulgar?
Está por ahí arriba, en la estantería. Fue Y otros poemas, de Jorge Guillén. Lo encontró mi padre, que me dijo que era mejor que yo considerara ser el editor. Así me dejaba un poco a la deriva en medio de un mar tempestuoso. Y ni corto ni perezoso me puse a nadar.
Teníamos una relación espectacular con Guillén. En Niza fuimos a comer a un lugar que tenía unas escalerillas que bajaban al mar. Él disertaba sobre la facilidad de Rafael Alberti para versificar. Bajaba una niña con unas tetillas livianas bailando al viento; le dije que mirara, cortó la frase, dijo «delicioso» y siguió hablando de Alberti. Lo cuento porque Jorge tenía lo que para mí y para un escritor es irritante y espantoso: él quería modificar las cosas que ya estaban hechas en el libro, cuando ya la composición está perfecta, y era simpatiquísimo y excelente, de modo que podías bromear y divertirte con él, pero cuando llegaba al hecho mismo de hacer el libro te hacía esas putaditas: «Cámbiame este punto, pon esta línea más abajo...». Por ahí está el manuscrito si lo quieres ver. Lo voy a donar a la Biblioteca Nacional.
Y el libro más grandioso que hiciste, naturalmente, fue ‘Guerra y paz’.
¡Qué secretario tan sabihondo tengo! Sí, ese es el número uno: un libro gordo y pesado. De ese libro editado estoy muy orgulloso. Después de que mi madre me lo diera para leer en mi lejana juventud, hice siete lecturas, primero en aquella edición mexicana de siete tomos, no sé si bien o mal traducido: solo supe que ahí entonces me contaban un cuento de cowboys y de indios en el que nadie sobrevivía. ¡Qué fantástico fue descubrir Guerra y paz! Más tarde, como lector y como editor desarrollé una sensibilidad particular con los rusos. Evidentemente, con Pushkin. Me gusta muchísimo, es desbordante mi entusiasmo con él.
El músico de jazz Steve Lacy estuvo en casa, nos hicimos amigos porque nos unía la literatura, así que me dio un libro y me dijo: «Léete esto y después hablamos». Me lo leí esa noche. ¡Era Auto de fe, de Elias Canetti! No había oído ni hablar de él. Y después fue mi otra gran pasión, como editor y como lector. Cuando le dieron el Nobel me llamó su editor en Alemania y me dijo que tenía que estar en Estocolmo; ya había editado cuatro de sus libros, y era en ese momento [1981] el editor que más títulos suyos tenía en librerías. ¡Vendimos lo que no estaba escrito!
¿Cómo era Canetti?
Muy curioso, muy especial. En mi libro Lo peor no son los autores hay un capítulo sobre él... Primero saqué su libro El otro proceso, las cartas de Kafka a Felice... ¡qué gran cosa! A mí me llenó la vida Guerra y paz y luego me la rellenó Canetti, de quien más adelante edité, naturalmente, Masa y poder y los otros...

una especie de presagio

Tengo aquí apuntado que después de Canetti tu amor sería Cortázar... Ahora que ha pasado el tiempo y la ausencia, como dice la canción argentina, ¿qué es Cortázar para ti?
Es como una especie de presagio en mi vida. Su vitalidad. Nunca me entendí con su segunda mujer, Ugné Karvelis. A Aurora [Bernárdez, la primera mujer de Julio] la llamaron una vez por teléfono y su asistenta le dijo que estaba al teléfono la señora Carabelitas... ¡Nos reíamos un montón con eso! Esos primeros tiempos con Aurora fueron la felicidad de Julio. Fue feliz con ella. Muchos años más tarde fue feliz con Carol [Dunlop, su última mujer]. Pero no lo fue con Karvelis. Era una tirana.
¿Y qué significó él en tu propia vida?
En Julio la parte de militancia política fue como un sombrero elegantísimo en un resumen de lo que es la literatura que él representó. Él era literatura. Todo el tiempo, desde que nació; la política, ya te digo, fue un sombrero... Tenía tal elegancia en la escritura que hasta a mí me corregía. «Mario, así no, así sí»; se pasaba el día corrigiendo, estaba hecho de literatura, de gramática de la literatura, y con qué audacia rompía la gramática... Recuerdo que yo había escrito una solapa. Era muy elegante y prudente con lo que había escrito otro, sabía cómo proponer otra alternativa. Me dijo, con respecto a mi propia solapa: «¿Qué te parece ponerla de esta otra forma?». Me dio una alternativa y tenía sentido.
Yo nunca tuve una adolescencia de locura, así que miro con envidia a quien la ha tenido aventurosa. En cambio, tuve una adolescencia dorada porque estuve a la sombra de Canetti y de Cortázar. Y a este último lo tuve, además, en su tiempo final, en la casa segoviana donde vivíamos Nicole y yo. En el molino en el que vino a estar con nosotros cabíamos ocho, pero allí estábamos él, nosotros y Stefan, nuestro único nieto, que es hoy el segundo de la radiotelevisión francesa. Ay, Cortázar, qué gran tipo, grande en todos los sentidos.
Ahí fue cuando le hiciste esa famosa fotografía, Cortázar mirando, con sus gafas de montura negra, melancólico como si contemplara un porvenir sin brillo...
Fue ese momento, pero la verdad es que esos días estuvo siempre con el sentido del humor de toda...

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