Una relación especial
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Una relación especial

  1. 448 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Una relación especial

Descripción del libro

Sally Goodchild es todo lo que cabría esperar de una periodista estadounidense de treinta y siete años: independiente, fuerte y ambiciosa. Hasta que conoce a Tony Hobbs, un corresponsal inglés en una misión en El Cairo. Tras un romance apasionado, la vida de Sally se trastorna por completo; de pronto se encuentra inesperadamente casada, embarazada y viviendo en Londres.
La relación transforma la libertad y la aventura en responsabilidades y trabajo extenuante, y convierte los problemas cotidianos de la pareja en una auténtica pesadilla. Después del nacimiento de su hijo, Sally cae en una espiral de depresión posparto, mientras que la vida de Tony vuelve a una relativa normalidad. Resentida e incapaz de hacer frente a los cambios que se han producido en su vida, Sally se encuentra con que el hombre en el que confiaba por encima de todo se ha vuelto en su contra, y amenaza incluso con arrebatarle lo que más le importa: su hijo.
Este libro es la historia y el reflejo de muchas relaciones complejas: la de un hombre y una mujer, una pareja, unos amigos puestos a prueba, un paciente con sus cuidadores, un cliente con su abogado... y, por encima de todo, la relación especial de una madre con su hijo.

 

"Una historia que cautiva, emocionante e inteligente". The Times


"No recuerdo un libro tan excitante". Daily Telegraph


"Una vez más, el autor de En busca de la felicidad consigue su objetivo: la abstracción del lector". Vogue


"Extrañamente feroz". Le Parisien


"Una novela psicológica con un suspense estremecedor […] Una delicia". Le Figaro


"Kennedy se desliza majestuosamente entre el amor a primera vista y el arrepentimiento, personajes entrañables e intriga implacable". Cosmopolitan

Preguntas frecuentes

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Información

Editorial
Arpa
Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788418741036
Edición
1
Categoría
Literatura

1

Tony Hobbs me salvó la vida cerca de una hora después de conocerlo. Sé que parece un poco melodramático, pero es la verdad. O, al menos, así te lo contaría un periodista.
Estaba en Somalia, un país al que no había viajado antes de recibir aquella llamada en El Cairo, en la que me ordenaron que me trasladara allí. Era un viernes por la tarde; el día sagrado de los musulmanes. Como muchos corresponsales en la capital de Egipto, empleaba el día oficial de descanso para hacer precisamente eso, descansar. Cuando le recibí, estaba tomando el sol en la piscina del Gezira Club, antiguo lugar de reunión de los oficiales británicos durante el reinado del rey Faruk, y actualmente punto de encuentro principal de la gente bien de El Cairo y de la variedad de extranjeros instalados en la capital egipcia. Aunque el sol sea una constante en Egipto, es algo que los corresponsales destinados en el país no ven muy a menudo. Sobre todo si, como yo, cubren todo Oriente Medio y África oriental. Ese es el motivo por el que recibí aquella llamada un viernes por la tarde.
—¿Es usted Sally Goodchild? —preguntó una voz americana que no había oído antes.
—Sí, soy yo —dije, incorporándome y apretando más el móvil al oído para intentar tapar el ruido de la conversación de unas matronas egipcias sentadas a mi lado—. ¿Quién es?
—Soy Dick Leonard, del periódico.
Me levanté y cogí un cuaderno y un bolígrafo del bolso. Luego me fui a un rincón tranquilo del porche. Yo trabajaba para «el periódico». También conocido como Boston Post. Y si me llamaban al móvil, sin duda había ocurrido algo.
—Soy nuevo en Internacional —dijo Leonard— y hoy sustituyo a Charlie Geiken. ¿Se ha enterado de la inundación en Somalia?
Norma número uno del periodismo: no admitir nunca que has estado ni cinco minutos sin contacto con el mundo exterior. Así que contesté:
—¿Cuántas víctimas?
—Por ahora no hay un recuento definitivo, según la CNN. Pero, por las noticias, el diluvio de 1997 fue apenas una llovizna en comparación con esto.
—¿Exactamente en qué parte de Somalia?
—En el valle del río Juba. Al menos cuatro pueblos han quedado bajo el agua. El editor quiere que mandemos a alguien. ¿Podría ir enseguida?
Y así es como me encontré en un vuelo a Mogadiscio, cuatro horas después de recibir la llamada de Boston. Para llegar a mi destino tuve que someterme a las excentricidades de Ethiopian Airlines y cambiar de avión en Addis Abeba, antes de aterrizar en Mogadiscio poco después de medianoche. Salí a la húmeda noche africana e intenté encontrar un taxi que me llevara a la ciudad. Finalmente apareció uno, pero el chófer conducía como un piloto kamikaze y encima tomó un camino secundario para llegar al centro de la ciudad, un camino sin asfaltar y prácticamente desierto. Cuando le pregunté por qué había decidido evitar la carretera principal, se limitó a reír. Así que saqué el móvil, marqué el número del Central Hotel en Mogadiscio y pedí al recepcionista que llamara inmediatamente a la policía e informara de que un taxista me había secuestrado, le di el número de matrícula del coche... (sí, había apuntado la matrícula del taxi antes de subir). Inmediatamente, el taxista se disculpó y volvió a la carretera principal, implorándome que no lo metiera en líos al tiempo que me decía: «Le juro que era un atajo».
—¿En plena noche, cuando no hay tráfico? ¿Espera que me lo crea?
—¿Me estará esperando la policía cuando lleguemos?
—Si me lleva al hotel, les llamaré para que no vengan.
Una vez en la carretera principal, no tardé en llegar intacta al Central Hotel de Mogadiscio. El taxista seguía disculpándose cuando yo bajaba del coche. Después de dormir cuatro horas, logré ponerme en contacto con la Cruz Roja Internacional en Somalia, y los convencí para que me guardaran una plaza en uno de los helicópteros que iban a mandar a la zona inundada.
Poco después de las nueve de la mañana el helicóptero despegó de un aeropuerto militar de las afueras de la ciudad. No había asientos en el interior. Me senté en el frío suelo de acero con tres empleados de la Cruz Roja. El helicóptero era anticuado y ensordecedor. Al despegar, se escoró peligrosamente hacia la derecha y nos salvamos de salir despedidos gracias a los gruesos cinturones clavados a las paredes de la cabina. En cuanto el piloto recuperó el control y nos acomodamos, el tipo sentado en el suelo frente a mí sonrió y dijo:
—Empezamos bien.
Aunque era difícil oír algo con el rugido de las aspas de la hélice, capté que el hombre hablaba con acento inglés.
Al fijarme en él con más atención decidí que no era un trabajador de Cruz Roja. No era solo por la sangre fría que demostró cuando parecía que íbamos a estrellamos, ni por la camisa y los pantalones vaqueros, ni por las gafas de sol de moda. Tampoco por la cara bronceada que, junto con el pelo todavía rubio, le otorgaba un cierto atractivo de persona curtida por la vida... Si a uno le gusta el estilo perpetuamente insomne. No: lo que realmente me convenció de que no pertenecía a la Cruz Roja fue la sonrisa hastiada y ligeramente insinuante que me había dirigido tras nuestro despegue casi mortal. En aquel momento supe que era periodista.
Al mismo tiempo me di cuenta de que me miraba, me evaluaba y probablemente llegaba a la conclusión de que yo no era carne de ayuda humanitaria. Evidentemente, me pregunté qué impresión le habría causado. Tengo una de esas caras de Nueva Inglaterra al estilo Emily Dickinson: angulosa, un poco delgada, con un cutis permanentemente claro e indiferente al sol. Una vez, un hombre que quería casarse conmigo y convertirme exactamente en la clase de madre amante que yo estaba decidida a no ser jamás me dijo que era «bonita de una forma interesante». Cuando pude dejar de reír, se me ocurrió que era un piropo que se apartaba de los halagos comunes. También me dijo que admiraba la forma en que me cuidaba. Al menos no dijo que «me conservaba bien». Sin embargo, es cierto que mi cara es «interesante», apenas tiene arrugas ni marcas de expresión, y mi pelo castaño claro (que llevo corto por comodidad) todavía no tiene canas. Así pues, aunque esté a punto de entrar en la mediana edad, aún aparento haber pasado por poco la frontera de los treinta.
Todas esas ideas banales fueron bruscamente interrumpidas cuando el helicóptero viró a la izquierda de repente y el piloto aceleró al máximo. Nos elevamos a toda velocidad. Acompañando aquel ascenso convulso, cuya fuerza de gravedad nos lanzó a todos contra las tiras del cinturón, se distinguió claramente el ruido del fuego antiaéreo. Inmediatamente, el inglés rebuscó en su mochila y sacó unos prismáticos. Desoyendo las protestas de uno de los empleados de la Cruz Roja, se desabrochó el cinturón y se desplazó para poder mirar por una ventanilla.
—Parece que alguien intenta matarnos —gritó por encima del rugido del motor. Pero su voz era tranquila, incluso casi divertida.
—¿Quién es ese alguien? —grité.
—Los cabrones de siempre —dijo, con los ojos pegados a los prismáticos—. Los mismos encantos que provocaron el caos en la última inundación.
—Pero ¿por qué disparan a un helicóptero de la Cruz Roja? —pregunté.
—Porque pueden —dijo—. Disparan contra todo lo que sea extranjero y se mueva. Para ellos es un deporte.
Se volvió hacia el trío de médicos de la Cruz Roja sujetos junto a mí.
—Espero que su colega de la cabina sepa lo que hace —añadió.
Ninguno le respondió, porque estaban blancos de miedo. Fue entonces cuando me lanzó una sonrisa maliciosa que me hizo pensar: este se lo está pasando en grande.
Le devolví la sonrisa. Para mí era una cuestión de orgullo: no demostrar nunca miedo cuando me disparaban. Sabía por experiencia que, en tales situaciones, lo único que se podía hacer era respirar hondo, concentrarse y esperar que todo saliera bien. Por lo tanto elegí un punto del suelo de la cabina y lo miré de hito en hito, repitiendo mentalmente: «Todo saldrá bien. Será solo un...».
Y entonces el helicóptero se desvió otra vez y el inglés salió despedido, pero logró agarrarse al cinturón más cercano y así evitó golpearse contra el otro lado de la cabina.
—¿Estás bien? —pregunté.
Otra de sus sonrisas.
—Ahora sí —dijo.
Después de tres giros más a la derecha, que nos revolvieron el estómago, seguidos de una aceleración rápida, pareció que dejábamos la zona de peligro. Siguieron diez minutos de nervios, y luego descendimos. Estiré el cuello, miré por la ventanilla y respiré. Ante mí tenía un paisaje bajo el agua: el diluvio universal. Todo estaba inundado. Casas y ganado flotaban a la deriva. Entonces vi el primer cadáver, boca abajo en el agua, seguido de cuatro cadáveres más, dos de ellos tan pequeños que, incluso desde el aire, supe que eran niños.
En ese momento todos mirábamos por la ventanilla, intentando asimilar el alcance de la catástrofe. El helicóptero se ladeó otra vez, se apartó de la zona central de la inundación y se acercó rápidamente a tierras más altas. A lo lejos, vi un grupo de Jeep y vehículos militares.
Al fijarme me di cuenta de que intentábamos aterrizar en medio de un caótico campamento del ejército somalí, en el que varias docenas de soldados se movían entre el equipo militar anticuado esparcido por el campamento. A corta distancia, se distinguían tres Jeep blancos con la bandera de la Cruz Roja. Unos catorce empleados de ayuda humanitaria que estaban junto a los Jeep gesticulaban frenéticamente en nuestra dirección. Al mismo tiempo, otro grupo de soldados somalíes que estaba apostado a unos cien metros del equipo de la Cruz Roja también nos hacía gestos con los brazos para que nos acercáramo...

Índice

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  2. Título
  3. Créditos
  4. 1
  5. 2
  6. 3
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  9. 6
  10. 7
  11. 8
  12. 9
  13. 10
  14. 11
  15. 12
  16. 13
  17. 14
  18. 15
  19. Agradecimientos