Los libros de cuentos
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Los libros de cuentos

Descripción del libro

«Era, sencillamente, que la consideraba una gran artista. Tan buena como Flaubert.» Este juicio de Truman Capote quizá no ilustre tanto las virtudes narrativas de Willa Cather como su gran influencia en la literatura norteamericana del siglo XX. En este volumen se reúnen todos los libros de cuentos que la autora publicó o proyectó en vida: son, en total, dieciocho piezas que, de 1905 hasta 1947, el año de su muerte, cubren la evolución en el género del cuento y la nouvelle de una escritora dispar, con una sensibilidad excepcional para plasmar los efectos del paso del tiempo y del cambio de espacio en la vida de unos personajes comúnmente desarraigados, o bien rebeldes a un arraigo que confina sus deseos y sueños. La nostalgia no es aquí un sentimiento simple ni una pura especulación romántica: los trabajadores de las ciudades pueden añorar los campos abiertos, pero en el condado de Red Willow en Nebraska una mujer sabe que su vida está incompleta si no puede asistir a una matinée de Wagner. Si a algunos personajes la belleza les parece indisociable de «cierta dosis de artificiosidad», para otros el idealismo no es más que «esa difusa e inútil respuesta a las insondables preguntas de la vida». Naturaleza y arte, campo y ciudad, pasado y presente configuran las fracturas que dividen a los héroes y heroínas de estas narraciones, siempre en torno a una pérdida, y a la sensación de quien se halla «lejos de su propio mundo e incapaz de volver al nuestro».

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Información

Año
2021
ISBN de la versión impresa
9788490657799
ISBN del libro electrónico
9788490658109
Categoría
Literature
Categoría
Classics
JUVENTUD Y LA RADIANTE MEDUSA
(1920)

¡PRÓXIMAMENTE, AFRODITA!

I
Hacía cuatro años que Don Hedger vivía en el piso más alto de una casa antigua en la zona sur de Washington Square y nadie le había molestado jamás. Ocupaba una habitación grande, sin salida al exterior, salvo por el lado norte, donde había abierto un ventanal con varias hojas que daba a un patio y a los tejados y paredes de otros edificios. La habitación era muy lóbrega porque jamás entraba ni un rayo de sol; los rincones que daban al sur estaban siempre en sombra. En uno de ellos, aprovechando la pared medianera, había un armario ropero empotrado y, en el otro, un amplio diván que servía de asiento durante el día y de cama por la noche. En el rincón de la zona delantera, el más alejado de la ventana, había un fregadero, y sobre una mesa, un hornillo de gas con dos fuegos, en el que a veces se preparaba la comida. Allí también, en perpetua oscuridad, estaba la cama del perro y, con frecuencia, uno o dos huesos para su solaz.
El perro era un Boston terrier y Hedger atribuía su carácter arisco a que era producto de cruces que habían acabado por alterar su sistema nervioso. Se llamaba Caesar III y había ganado premios en prestigiosos concursos caninos. Cuando salía con su amo a merodear por University Place o a pasear por West Street, Caesar tenía siempre un aspecto flamante y lustroso. Su piel rosada asomaba entre el pelaje moteado, que brillaba como si lo acabaran de frotar con aceite de oliva, y llevaba un collar con adornos de cobre comprado en una de las más elegantes guarnicionerías. Hedger iba casi siempre encogido, envuelto en un viejo abrigo a rayas, con un sombrero de fieltro deformado sobre su espesa cabellera y zapatos negros que se habían quedado grises, o marrones que se habían vuelto negros; jamás se ponía guantes a no ser que hiciera un frío helador.
A principios de mayo, Hedger supo que tendría un nuevo vecino en el apartamento trasero: dos habitaciones, una grande y otra pequeña, que daban a poniente. El estudio de Hedger estaba separado de la más grande de aquellas habitaciones por puertas dobles que, aunque bastante ajustadas, le dejaban prácticamente a merced del nuevo ocupante. Las habitaciones habían estado alquiladas desde mucho antes de que él llegara a una experta enfermera que se consideraba entendida en antigüedades. Compraba en las subastas muebles de caoba y objetos de latón sucio que almacenaba en aquel apartamento, donde tenía intención de vivir cuando se jubilara. Mientras tanto, subalquilaba las habitaciones con el preciado mobiliario a jóvenes que venían a Nueva York para «escribir» o «pintar», dispuestos a vivir más bien con el sudor de su frente que con el de sus manos y deseosos de hacerlo en un entorno artístico. Cuando Hedger empezó a vivir allí, las habitaciones ya estaban ocupadas por un joven que pretendía escribir obras de teatro y que siguió intentándolo hasta una semana antes de que la enfermera lo echara por no pagar la renta.
Pocos días después de que el escritor de teatro se marchara, Hedger oyó un siniestro murmullo de voces a través de las dobles puertas cerradas: la afectada entonación de la enfermera –que indudablemente exhibía sus tesoros– y otra voz, también de mujer, pero muy distinta, joven, fresca, segura y confiada. De todas formas, sería muy engorroso que se instalara allí una mujer. El único baño del piso estaba en el pasillo al final de la escalera y se tropezaría con ella cada vez que entrara o saliera del baño. También debería tener más cuidado de que Caesar no dejara huesos por el pasillo; además, la inquilina podría protestar cuando él cocinara carne con cebolla en su hornillo de gas.
Tan pronto como cesó la conversación y las mujeres se fueron, las olvidó. Estaba absorto en el estudio de los peces paraíso del acuario que miraban a través del cristal y el agua verde de su pecera. La idea de la incomunicación entre dos estratos de la vida animal le resultaba gratificante, aunque Hedger fingía que solo era un experimento bajo una iluminación poco habitual. El día que oyó el ruido de los baúles al tropezar contra los lados del estrecho pasillo, fue consciente de que la inquilina se trasladaba de inmediato. Hacia el mediodía, los crujidos, los jadeos y el chirrido de cuerdas le hicieron pertacarse de que subían un piano. Cuando dejaron de oírse en la escalera los pasos de los de la mudanza, alguien tocó unos acordes y escalas en el instrumento; y después, se hizo el silencio. Al cabo de un rato, la oyó cerrar la puerta y bajar por el pasillo tarareando algo; probablemente, saliera a comer. Metió las brochas en una lata de trementina y se puso el abrigo sin detenerse a lavarse las manos. Caesar olisqueaba la rendija que quedaba debajo de las puertas cerradas; su rabo huesudo sobresalía, tieso como un mimbre, y el pelo se le erizaba alrededor de su elegante collar.
Hedger le animaba:
–Vamos, Caesar, pronto te acostumbrarás al nuevo olor.
En el rellano, justo enfrente de la puerta de Hedger, había un enorme baúl detrás de la escalera que subía a la azotea. El perro se lanzó sobre él con un gruñido de asombro herido. Bajaron los tres tramos de escalera y salieron a la luminosa tarde de mayo.
Hedger y su perro bajaron a un local situado detrás de la plaza, en un sótano donde servían ostras; las mesas no tenían mantel, las tazas de café tampoco tenían asa y el suelo estaba cubierto con serrín; Caesar era siempre bien recibido… y no precisamente porque el suelo no peligrara. Todas las alfombras de Persia habrían estado a salvo con él. Hedger pidió distraídamente carne con cebolla sin darse cuenta de por qué temía que, a partir de entonces, aquel plato estuviera menos disponible. Mientras su dueño comía, Caesar, sentado al lado de la silla de su amo, desperdigaba el serrín con el rabo.
Después de comer, Hedger dio una vuelta por la plaza para que el perro hiciera ejercicio y contempló la salida de los coches de posta; aquel fue uno de los últimos veranos en que funcionó la parada de antiguos coches de caballos de la Quinta Avenida. Ante la llegada de la primavera, hacía poco que la fuente se había puesto en marcha y lanzaba hacia arriba una neblina de agua que dejaba entrever el arco iris; de vez en cuando, se dirigía hacia el sur y rociaba a un grupito de bebés italianos, a los que sus hermanos y hermanas mayores –no mucho mayores que ellos– sostenían sobre la barandilla exterior que rodeaba la fuente. Petirrojos gordezuelos saltaban por el suelo y la hierba recién cortada exhibía un verde deslumbrante. Si se miraba a través de Washington Arch, hacia la parte alta de la avenida, se veían los jóvenes álamos con sus hojitas brillantes y pegajosas; el hotel Brevoort, resplandeciente con su primaveral mano de pintura, y los relucientes caballos y carruajes; de vez en cuando se veía un automóvil, deformado y lóbrego, como una horrenda amenaza en un desfile de cosas brillantes, hermosas y vivas.
Mientras Caesar y su dueño estaban junto a la fuente, una chica cruzó la plaza en dirección hacía ellos. A Hedger le llamó la atención porque llevaba un traje color lavanda y, en los brazos, un gran ramo de lilas recién cortadas. Vio que era joven y atractiva –guapa, mejor dicho–, dinámica y con una figura espléndida. También ella se detuvo junto a la fuente y miró la avenida a través del arco. Mientras miraba, sonreía con aire de superioridad, pero al mismo tiempo parecía estar encantada. Su labio superior, que se iba curvando lentamente, y los ojos entreabiertos parecían decir: «Eres bonita, emocionante, estás bastante bien, pero no eres lo bastante buena para mí».
Cuando se detuvo, Caesar se le acercó furtivamente para olisquear el dobladillo de su falda color lavanda; luego, cuando ella se dirigió como una flecha hacia el sur, volvió corriendo hasta su amo, levantó la cara emocionada e inquieta, con el belfo inferior convulso bajo sus blancos dientes afilados y los ojos color avellana iluminados por un decisivo descubrimiento. Se quedó así, inmóvil, mientras Hedger miraba a la chica vestida de color lavanda subir los escalones y atravesar la puerta de la casa en la que él vivía.
–Tienes razón, muchacho, ¡es ella! Podía estar mucho peor, ¿no te parece?
Cuando subieron al estudio, la puerta de la nueva inquilina, al fondo del rellano, estaba ligeramente entreabierta y Hedger percibió el cálido aroma de las lilas recién traídas de la calle. Estaba acostumbrado al olor mohoso de la vieja alfombra del pasillo; en cierta ocasión, la inquilina enfermera había llamado a la puerta de su estudio para quejarse de que Caesar debía de tener algo que ver con aquel particular olor a humedad, y Hedger jamás volvió a hablarle desde entonces. Estaba acostumbrado al viejo olor y lo prefería al de las lilas, igual que su compañero, cuyo olfato era mucho más fino. Hedger cerró la puerta enérgicamente y se puso a trabajar.
La mayoría de los jóvenes que habitan los oscuros estudios de Nueva York tienen un punto de partida; proceden de algo, tienen una ciudad natal en algún sitio, una familia, un techo paterno. Don Hedger no contaba con nada de eso. Era un niño abandonado y había crecido en un colegio de huérfanos, en el que el estudio no era un punto fuerte del programa. A los dieciséis años, un cura católico se lo llevó a Greensburg, Pensilvania, para que le cuidara la casa. El cura trató de llenar las enormes lagunas en la educación del chico, le enseñó a disfrutar con obras como Don Quijote o La leyenda áurea y le animó a experimentar con pinturas y lápices de colores en su habitación, bajo el techo inclinado de la buhardilla. Cuando Don quiso ir a Nueva York a estudiar en la Art League, el sacerdote le consiguió un trabajo nocturno de empaquetador en unos grandes almacenes. Desde entonces, Hedger había cuidado de sí mismo: esa era su única responsabilidad. Curiosamente estaba libre de obligaciones: no tenía deberes familiares, ni lazos sociales, ni compromisos con nadie salvo con su casera. Como iba ligero de equipaje había viajado bastante lejos. Se había recorrido buena parte de la superficie terrestre a pesar de que jamás en su vida le habían sobrado más de trescientos dólares juntos y de que ya había superado una serie de convicciones y revelaciones sobre su arte.
Aunque solo tenía veintiséis años, en dos ocasiones había estado a punto de convertirse en un producto mercantil cotizado; una vez, con unos estudios de las calles de Nueva York que había hecho para una revista y, otra vez, con una colección de pinturas al pastel que se trajo de Nuevo México y que Remington1 –entonces en la cima de su popularidad– vio por casualidad y trató generosamente de promocionar. Pero, en ambas ocasiones, Hedger decidió que no deseaba seguir adelante con aquello –era simplemente lo mismo de siempre que no lleva a ninguna parte–, así que no hizo caso a los inquisitivos marchantes que le pedían experimentos «en las últimas tendencias» y aquello provocó su expulsión de las salas de exposiciones. Cuando necesitaba dinero, siempre podía hacer algún trabajo comercial; era un dibujante experto que trabajaba a gran velocidad. El resto del tiempo se lo pasaba experimentando con distintos tipos de pintura o viajando sin equipaje, como un vagabundo, ocupado fundamentalmente en librarse de las ideas que un día consideró estupendas.
Desde que se trasladó a Washington Square, la situación de Hedger, comparada con cualquier otra que hubiera vivido hasta entonces, era boyante. Ahora podía pagar la renta por adelantado y cerrar con llave la puerta de su estudio cuando estaba fuera de casa cuatro meses seguidos. No tenía el más mínimo deseo de ser más rico de lo que era. Para estar seguro, se pasaba sin muchas de las cosas que otra gente consideraba necesarias, pero que él no echaba de menos puesto que jamás las había tenido. No pertenecía a ningún club, ni hacía visitas sociales, ni tenía relaciones con otros pintores y solía comer solo en pequeños restaurantes decentes incluso en Navidad y Año Nuevo. Pasaba días sin hablar con nadie, salvo con su perro, la portera y el vendedor de ostras cojo.
Aquel primer martes de mayo, tras cerrar la puerta y ponerse a contemplar sus peces paraíso, Hedger se olvidó de su nueva vecina. Cuando empezó a oscurecer, sacó a Caesar a dar un paseo. De vuelta a casa, hizo la compra en la tienda de una italiana tuerta de West Houston Street que siempre le timaba. Después de prepararse sus judías y sus scallopini, y de beberse media botella de Chianti, puso los platos en el fregadero y subió a la azotea a fumar. Era el único en la casa que subía a la azotea y había llegado a un acuerdo secreto con la portera. Él disfrutaría del «privilegio de la azotea» si los días de sol abría la pesada trampilla para ventilar el descansillo de arriba y si estaba pendiente de cerrarlo cuando amenazara lluvia. La señora Foley era gorda, sucia y odiaba subir escaleras: además, a la azotea se ascendía por una escalera perpendicular de hierro, absolutamente inaccesible para una mujer de su corpulencia, y la trampilla de hierro en lo alto de la escalera era demasiado pesada para que nadie pudiera levantarla salvo el fuerte brazo de Hedger. No es que Hedger fuera más alto que la media, pero practicaba con barras y pesas, y tenía los hombros fuertes como un gorila.
Así pues, Hedger tenía la azotea para él solito. Con frecuencia, en las noches calurosas, Caesar y él dormían arriba, envueltos en mantas que se había traído de Arizona. Subía a Caesar bajo el brazo izquierdo. El perro no había aprendido a subir por una escalera perpendicular y nunca era tan consciente de la grandeza de su dueño y de la dependencia que tenía de él como en aquellas peligrosas ascensiones escondido bajo su brazo. Allí arriba, había incluso grava para escarbar, y un perro podía hacer lo que le diera la gana mientras no ladrase. Era una especie de paraíso y nadie, salvo su amo, perfumado de pintura, era lo bastante fuerte para llegar hasta allí.
Una esbelta y juvenil luna nueva que jugaba con toda una pléyade de estrellas plateadas se asomaba por el oeste aquella noche azul de mayo. De vez en cuando, una de las estrellas abandonaba repentinamente el grupo y salía disparada hacia el azul diáfano dejando un suave reguero de luz, como si estallara de risa. A Hedger y a su perro les encantaba que una estrella hiciera esto. Estaban absortos en la contemplación de aquel juego deslumbrante cuando, de repente, un sonido les distrajo; no era música celestial, pero era música. No era el prólogo de Pagliacci2 que en las cálidas noches de verano llegaba de vez en cuando desde un apartamento de italianos en Thompson Street acompañado de los jadeos del corpulento barítono que lo cantaba; ni era el organillero que en los frescos atardeceres tocaba con frecuencia en la esquina. No; esta era una voz de mujer que cantaba el torrente de tempestuosas frases del signor Puccini, que por entonces, a pesar de ser relativamente nuevo en el mundo de la música, era ya tan popular que incluso Hedger reconoció sus inconfundibles arrebatos. Miró los tejados de alrededor: todo estaba tranquilo y azul, y las equilibradas chimeneas se alzaban oscuras y lóbregas ahora que ya no se encendían. Se movió suavemente hacia la trampilla medio levantada a través de la cual se proyectaba la luz del rellano formando un cuadrado amarillo. Pues ¡sí! Por aquel agujero entraba, como una potente ráfaga de viento, una hermosa y espléndida voz que sonaba como la de una profesional. Hedger recordó que por la mañana había llegado un piano. Aquello podría resultar una pesadez. Sería agradable si pudiera encenderse y apagarse a voluntad, pero no se podía. Caesar, con la luz de la lámpara reflejada en su collar y en su rostro feo pero sensible, jadeaba y miraba hacia arriba buscando información. Hedger le tranquilizó con una caricia.
–No sé. Aún es pronto para decirlo, pero es posible que no esté tan mal.
Se quedó en la azotea hasta que el piso de abajo se quedó en silencio, y finalmente bajó, sintiendo algo nuevo por su vecina. Tanto su voz como su figura inspiraban respeto, por no llamarlo admiración. Tenía la puerta cerrada y el dintel estaba oscuro; ningún rastro de ella, salvo el molesto baúl que ocupaba espacio sin tener en cuenta la estrechez del rellano.
II
Pasaron dos días sin que Hedger la viera. Por entonces se pasaba ocho horas diarias pintando y únicamente salía para buscar comida. Por las mañanas, la oía practicar escalas y ejercicios durante una hora; luego, cerraba la puerta con llave, bajaba por el pasillo canturreando y le dejaba en paz. La oía prepararse el café al mismo tiempo que él se preparaba el suyo. Aún más temprano, ella pasaba por delante de su habitación de camino al baño. Algunas veces cantaba por las tardes, pero, en general, no le molestaba. Cuando es...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Nota al texto
  4. El jardín del troll (1905)
  5. Juventud y la radiante Medusa (1920)
  6. Oscuros destinos (1932)
  7. La anciana belleza y otros relatos (1948)
  8. Apéndice: El Farallón Encantado (1909)
  9. Notas
  10. Créditos