1
El problema
Si trato de orar por personas o circunstancias sin tener la Palabra frente a mí para que guíe mis oraciones, suceden varias cosas negativas. Lo primero es que tiendo a ser repetitivo… solo oro por las mismas cosas todo el tiempo. Otro aspecto negativo es que mi mente tiende a divagar.
John Piper
Si la oración es hablar con Dios, ¿por qué la gente no ora más? ¿Por qué el pueblo de Dios no disfruta más de la oración? Yo creo que mucha gente —genuinos cristianos nacidos de nuevo— a menudo no ora porque, simplemente, no desea hacerlo. La razón por la que no lo desean es porque, cuando oran, tienden a decir las mismas cosas de siempre.
Cuando has dicho mil veces las mismas cosas de siempre acerca de los mismos temas, ¿cómo te sientes al decirlo una vez más? ¿Te atreves a pensar en la palabra que empieza con «A»? Sí, ¡aburrido! Podemos estar hablando con la Persona más fascinante del universo y de las cosas más importantes en nuestras vidas y seguir muertos de aburrimiento.
Como consecuencia, muchos buenos cristianos pueden terminar diciendo: «Debo de ser yo. Debo de tener algo mal. Si me aburre algo tan importante como la oración, entonces debo de ser un cristiano de segunda categoría».
En realidad podríamos preguntarnos: ¿por qué la gente se aburre al hablar con Dios, más aún cuando están hablando de cosas que son tan importantes para ellos? ¿Será que no aman al Señor? ¿Es posible que, muy en lo profundo, nos importe poco la gente y los temas por los que oramos? No lo creo. Por el contrario, si este aburrimiento y ese divagar describen tu experiencia de oración, yo podría argumentar que si en ti habita el Espíritu Santo —si has nacido de nuevo—, entonces el problema no eres tú: es tu método.
La presencia del Espíritu fomenta la oración
Date cuenta de esta condición importante: «si en ti habita el Espíritu Santo»; ningún método avivará la oración en una persona que no es habitada por el Espíritu Santo. Tal persona no tendrá un apetito prolongado por la oración ni ningún deseo de mantenerlo en el largo plazo.
Cuando Dios lleva a alguien a tener una relación con Él mismo a través de Jesucristo, Él empieza a vivir dentro de esa persona a través de Su Espíritu Santo. Como el apóstol Pablo le dice a los seguidores de Jesús en Efesios 1:13, «En Él también vosotros, después de escuchar el mensaje de la verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído, fuisteis sellados en Él con el Espíritu Santo de la promesa». Pablo también conforta a los creyentes en Cristo en 1 Corintios 6:19 diciendo: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?».
Así como llevas tu naturaleza humana a cada lugar donde entras, así también todas las veces que el Espíritu Santo entra en una persona, Él lleva Su naturaleza santa consigo. El resultado es que todos aquellos en quienes habita el Espíritu tienen un nuevo apetito por lo sagrado y un amor santo que no tenían antes de esa presencia interior. Ahora están hambrientos de la santa Palabra de Dios, la que antes consideraban aburrida e irrelevante (1 Ped. 2:2). También aman el compañerismo con el pueblo de Dios, encontrando inimaginable el vivir separados de tan significativa interacción con ellos (1 Jn. 3:14). Los corazones y las mentes en los cuales el Espíritu Santo habita sienten un anhelo que antes les era desconocido. Ahora anhelan vivir en un cuerpo santo sin pecado, claman por una mente santa que ya no esté sujeta a tentaciones, gimen por un mundo santo que esté lleno de gente santa y desean fervorosamente ver, al final, el rostro de Aquel al que los ángeles llaman «Santo, santo, santo» (Apoc. 4:8).
Este es el pulso espiritual del cien por ciento de los corazones en donde vive el Espíritu de Dios. Una persona puede tener solo 9 años, pero si el Espíritu Santo ha venido sobre ella, entonces esos apetitos y deseos son sembrados dentro de esa persona (dicho a la manera de alguien con nueve años, por supuesto, pero están allí porque Él vive allí). Una persona puede tener 99 años y tener su corazón encostrado con las tradiciones y experiencias de los años, pero latiendo por debajo estará siempre la fresca y vigorosa obra del Espíritu Santo que se manifiesta en cada persona en la que Él habita.
De acuerdo con las cartas del Nuevo Testamento, tanto en Romanos como en Gálatas, otro de los cambios profundos que el Espíritu produce en el corazón de todos los cristianos es clamar: «¡Abba, Padre!» (Rom. 8:15; Gál. 4:6).1 Entonces, cuando alguien nace de nuevo, el Espíritu Santo le da a esa persona nuevos deseos orientados hacia el Padre, una nueva orientación celestial en donde clama: «¡Abba, Padre!». En otras palabras, todos aquellos en quienes habita el Espíritu Santo desean orar. El Espíritu Santo hace que todos los hijos de Dios crean que Dios es su Padre y los llena con un deseo permanente de hablar con Él.
«Yo debo de ser quien está mal»
Sin embargo, mientras esta pasión, producida por el Espíritu, ejerce presión desde un lado de nuestra alma, sentimos también la presión de nuestra propia experiencia chocando contra ella. Nuestra experiencia nos dice: «Pero cuando oro, de verdad es aburrido». Cuando la oración es aburrida, no sentimos el deseo de orar. Y cuando no sentimos el deseo de orar, es muy difícil forzarnos a nosotros mismos a hacerlo. Aun cinco o seis minutos de oración pueden parecer una eternidad. Nuestra mente divaga todo el tiempo. De repente volvemos a concentrarnos y pensamos: «¿Dónde estaba? Dejé de pensar en Dios durante varios minutos». Entonces volvemos al guión mental que hemos repetido en innumerables ocasiones; pero, casi de inmediato, nuestra mente vuelve a divagar otra vez porque hemos vuelto a repetir las mismas cosas de siempre sobre los mismos temas de siempre.
«Debo de ser yo —concluimos—. Se supone que orar no debe ser así. Creo que soy un cristiano de segunda categoría».
No, estoy casi seguro de que el problema no eres tú; es tu método. Si has dejado de vivir para ti mismo y para el pecado, y has confiado en Jesucristo y Su obra para justificarte delante de Dios, entonces el Señor te ha dado el Espíritu Santo. Si estás buscando vivir bajo el señorío de Jesucristo y la autoridad de la Palabra de Dios (la Biblia), confesando tus pecados conocidos y luchando contra la permanente tendencia a pecar, sin excusas entonces el problema del aburrimiento en la oración no eres tú; más bien, es tu método.
El método que usa la mayoría de los cristianos es repetir las mismas cosas de siempre sobre los mismos temas de siempre. Después de 40 años de experiencia en el ministerio, estoy convencido de que este problema es casi universal.
Parece ser que muchos de los cristianos sufren de este hábito casi desde el inicio de su vida cristiana.
Cuando la oración consiste en repetir las mismas frases usadas para todas las ocasiones, es natural que nos preguntemos acerca del valor de esta práctica. Si nuestras oraciones nos aburren, ¿le aburrirán también a Dios? ¿Realmente el Señor necesita oírme decir las mismas cosas otra vez? Podemos empezar a sentirnos como la niñita de la que me hablaron alguna vez. Sus padres le habían enseñado la oración clásica infantil para la hora de ir a dormir, que empieza así: «Ahora me acuesto a dormir». Una noche ella pensó: «¿Por qué el Señor necesita oírme decir esto una vez más?». Así que decidió grabarse a sí misma diciendo la oración con el fin de oír la grabación cada noche antes de dormir.
Quizás te estés riendo con esta historia, pero tú también tienes oraciones grabadas en tu cabeza, quizás un poco más largas y sofisticadas. En tu memoria hay oraciones grabadas —las tuyas o las de otros— que puedes repetir sin siquiera pensarlas.
Fui pastor por casi quince años en una iglesia en Chicago. Un domingo en medio del servicio de adoración, los ujieres pasaron adelante para recoger la ofrenda. A uno de ellos se le pidió que hiciera una oración. Mientras el hombre oraba, yo podía oír a alguien más hablando. Pensé: Seguro, pronto dejará de hacerlo. Entonces me di cuenta de que era un niño pequeño y me dije a mí mismo: Algún adulto callará a ese niño en cualquier momento. Pero mientras el hombre seguía hablando, yo abrí los ojos y vi al hijo del ujier, un niño de cinco años, orando en la segunda fila. De pronto, fue evidente que el niño estaba orando con las mismas palabras de su papá; no las repetía después de él, sino que las decía al unísono con su padre. Era como cuando una congregación repite a coro el padrenuestro; el niño estaba orando la «oración de papi». ¿Cómo podía hacer eso un niño tan pequeño? Era porque cada vez que su padre oraba, ya sea durante la Santa Cena en la iglesia o durante la cena en la casa, siempre hacía la misma oración. El niño solo había estado en el mundo durante 60 meses y ya había memorizado todo lo que su papá dijo en esa oración, pero mucho de lo que salió de su boca, para una mente de esa edad, era solo una repetición de frases vacías.
Puede haber muchas personas en tu familia, en tu iglesia o en algún otro lugar de tu círculo cercano que, al ser invitados a orar, orarían y para ti sería muy fácil pronunciar la misma oración, pues la has oído muchas veces. Nuestros corazones no vibran cuando oímos tales oraciones; solo las soportamos con cortesía.
Una sola oración no produce una vida de oración. Las oraciones sin variedad terminan siendo palabras sin significado. Jesús dijo que orar de esa manera es orar en vano. Ya en el Sermón del monte advirtió: «Y al orar, no uséis repeticiones sin sentido, como los gentiles, porque ellos se imaginan que serán oídos por su palabrería» (Mat. 6:7).
La tragedia radica en que muy a menudo esa es la manera en que oramos. Creemos en la oración y el Espíritu Santo nos motiva a orar, pero como siempre decimos lo mismo, da la sensación de que lo único que hacemos al orar es «usar vanas repeticiones». Aunque esto socava mucha de nuestra motivación para hablar con Dios, por obediencia intentamos orar otra vez; no obstante, nuestra mente divaga sin cesar en medio de las palabras y nos condenamos como fracasos espirituales.
Orar por «las mismas cosas» es normal
Presta mucha atención —porque esto es muy importante—: el problema no radica en que oremos por...