CAPÍTULO 1
Mi duda más grande
Cuenta una historia muy muy antigua, que un hombre rico de pronto vio que todo su oro se convertía en cenizas. Su tristeza fue tan grande que dejó de comer y perdió hasta la voluntad de vivir. Su único amigo, al visitarlo y conocer la causa de su aflicción, le aconsejó: «Cuando eras rico acumulaste tus riquezas sin compartirlas y así, todo ese oro fue tan inútil como las cenizas que te quedan. Ahora escucha mi consejo: pon tapetes en el mercado del pueblo, deposita ahí las cenizas en montoncitos y pretende comerciar con ellas». El hombre rico así lo hizo. Cuando sus vecinos le preguntaron: «¿Por qué es que vendes cenizas?», contestó: «Yo ofrezco lo único que tengo para vender».
Después de un tiempo, una jovencita llamada Kisha Gotami, huérfana y muy pobre, pasó por ahí, y viendo al hombre rico exclamó: «Señor, ¿por qué amontona usted ese oro para vender?». El rico respondió: «¿Podrías por favor pasarme un puñado de ese oro?». Y así, Kisha Gotami tomó un puñado de cenizas y he aquí ¡las cenizas se convirtieron de nuevo en oro puro! Considerando que Kisha Gotami tenía un don espiritual para discernir el valor verdadero de las cosas, el hombre rico le pidió que se casara con su hijo, pensando: Para muchos, el oro no vale más que las cenizas, pero en manos de Kisha Gotami, las cenizas valen oro.
Y así, Kisha Gotami se casó con el hijo del rico y tuvo un hijo al que amaba más que a su propia vida. Tristemente, su hijo murió muy joven. En su profunda aflicción, llevó en brazos a su hijo a todos sus vecinos, pidiéndoles medicina, pero ellos solo respondían: «Ha perdido la razón. El hijo está muerto». Casi ya sin esperanza, Kisha Gotami fue en busca del hombre más sabio de la región, implorando: «Señor y Maestro, dame la medicina que cure a mi hijo». El sabio contestó: «Tráeme un puñado de semillas de mostaza». Con un rayo de esperanza la mujer asintió, mas el sabio agregó: «Ese puñado de mostaza debe venir de un hogar donde nadie haya perdido a un padre, o madre, o hermano, o hermana, o hijo, o hija». Kisha Gotami así lo hizo, pero a todo lugar al que iba le decían con pena y lástima: «Toma, aquí están las semillas, los vivos son pocos, pero nuestros muertos son muchos, no nos recuerdes más a los que nos han dejado». Y así, la pobre Kisha Gotami no encontró hogar en donde no hubiera sombra de muerte.
No pudiendo ya con la tristeza, se sentó a la orilla del camino a llorar amargamente. Conforme anochecía, podía ver las luces de la ciudad apagarse una por una y pensó: Al igual que esas lucecillas, nuestras vidas se apagan tarde o temprano. Kisha Gotami sepultó a su hijo, y luego volvió con el hombre sabio, quien dijo: «La vida en este mundo es breve, difícil y llena de dolor. No tenemos forma de evitar que mueran todos aquellos que han nacido. Así como el fruto maduro está siempre en peligro de caer, también el hombre que ha nacido está siempre en peligro de morir. Así como la vasija hecha por el alfarero termina rota, también la vida de los mortales deja de ser. Jóvenes, viejos, torpes y sabios, todos caen bajo el poder de la muerte. Todos son esclavos de la muerte; pues esta no escucha ni los lamentos más amargos del corazón afligido de una madre piadosa».
Aunque esta historia es ficticia, uno de los personajes es histórico. Comentaré más de ella después; sin embargo, el relato ilustra de forma bastante cruda la situación humana en cuanto a la realidad de la muerte. No importa si tenemos el don de crear oro a partir de cenizas, al final la muerte nos llega a todos. Cuando pensamos en la muerte es común ser invadido por una serie de preguntas que se pueden resumir en una enorme duda. Esta fue por mucho tiempo mi duda más grande. La madre de todas mis dudas:
¿Hay algo más allá de la muerte?
¿Es esta vida como un juego de ajedrez en el que, cuando a tu rey se le da «jaque mate», vuelve todo a la caja de madera porque ese juego terminó para siempre? ¿Habrá un Dios esperando del otro lado o nada más dejamos de existir? La respuesta más común es que no se sabe ni nadie lo sabe.
Yo no sé si crees en Dios o no, pero estoy seguro de que te has hecho estas preguntas en algún momento de tu vida. Si a la pregunta: ¿existe Dios?, has contestado con un «sí», entonces eres un teísta; si has contestado con un «no», entonces eres ateo, y si has contestado con un «no sé», entonces eres agnóstico.
Las palabras teísmo y ateísmo tienen la misma raíz griega theos que significa dios. También en el griego y en el español hay prefijos que alteran el significado de las palabras. Por ejemplo, los prefijos a-, in- o im- hacen las veces de negación. Por otra parte, el sufijo -ismo se utiliza para designar un tipo de ideología. Así pues, teísmo es la idea de que Dios existe. Ateísmo es la negación del teísmo y, por lo tanto, gira alrededor de la idea de que Dios no existe. Hoy existe un esfuerzo por parte de algunos ateos de redefinir el significado de la palabra ateísmo a algo así como «la falta de creencia en dios o dioses». Pero esto no es más que un intento para evitar proveer evidencia de la inexistencia de dios(es). Bajo esa misma definición, ¡mi perro, mis pericos, las tejas de mi casa y una roca en mi jardín serían todos ateos! Algo absurdo. La definición correcta y tradicional de «ateo» en la gran mayoría de los diccionarios (incluyendo el de la Real Academia de la Lengua Española) es alguien «que niega la existencia de cualquier dios». Esa es la definición que usaremos a lo largo de este libro.
De manera similar, la palabra agnóstico proviene del griego gnosis que significa saber o conocimiento. Cuando agregamos el prefijo a- a esta palabra, leemos «agnosticismo», que significa no saber; en otras palabras, agnosticismo es un sistema de creencias basado en la incertidumbre, es decir, «no sé si existe un dios o no».
Por otra parte y para ser justo, yo entiendo que esto es una gran simplificación ya que hay diferentes tipos de ateos,1 de teístas2 y de agnósticos,3 pero todos los seres humanos caemos en alguna de estas tres grandes categorías, ya sea que nos guste o no. Estas posiciones influyen de manera radical en cómo vemos la vida y la muerte. El ateo cree lo que afirma el conocido refrán: «Muerto el perro, se acabó la rabia». No hay Dios ni dioses más allá de esta vida. El teísta o creyente cree que, de alguna forma, la conciencia humana se conserva después de la muerte física y que tal conciencia se reencuentra con Dios al final del camino. Un agnóstico simplemente ignora cuál de los dos, el ateo o el teísta, tendrá razón.
Sin embargo, «cómo» respondemos a la pregunta: ¿Dios existe?, suele ser muy distinta para cada persona. Y ese «cómo» es también el que determina el tipo o tipos de duda que uno guarda, así como la magnitud o tamaño de tales dudas. Es decir: todos tenemos una posición en cuando a la pregunta sobre la existencia de Dios, pero también es cierto que todos tenemos dudas de diferente tipo y tamaño con respecto a tal posición. Tal vez tu «crees en Dios», pero esa creencia no llega al 100 %. Cuando usas la fórmula de la fe-confianza, tal vez llegues al 51 % de probabilidad de que Dios exista, pero te queda todavía una enorme duda al respecto. Un agnóstico estaría exactamente en el 50 %, y un ateo puede también estar por ejemplo en un 75 % de seguridad de que Dios no existe, pero le queda un porcentaje de duda que lo puede hacer pensar que pueda estar equivocado. Y aquí llegamos a un punto clave que debemos recordar:
«Es posible tener fe y tener dudas al mismo tiempo».
Recordemos al hombre que trajo su hijo a Jesús para que lo curase y le dijo: «Si puedes, haz algo». Jesús le respondió: «Todas las cosas son posibles para el que cree». El hombre concluyó con una súplica: «Creo; ayúdame en mi incredulidad».4
Este hombre tenía confianza en Jesús y por eso le trajo a su hijo, pero también tenía serias dudas. De hecho, todos nosotros tenemos fe y duda en distintas proporciones y de manera simultánea. Ya sabemos también la relación entre la fe y la duda según nuestra fórmula. Esto nos lleva al siguiente punto clave:
«Hay distintos tipos de duda y cada uno se debe tratar de manera diferente».
Tipos de duda
Al inicio del libro mencioné que hay pocas cosas que podemos saber con seguridad. Antes de continuar, quisiera mencionar otro momento de mi niñez cuando me di cuenta de algo en lo que se puede confiar plenamente:
Tenía seis años de edad y me encontraba frente al televisor en mi casa en México. Una caricatura consumía mi atención…
El Sr. Vitalis, su hijo adoptivo, Remi, y su perro blanco, Capi, estaban en una situación desesperada porque necesitaban protección a medida que huían de París en medio de una de las peores tormentas de nieve en la historia. Como eran una compañía de teatro ambulante, tenían poco dinero y no podían pagarse una habitación de hotel, por lo que se dirigieron a un albergue público. Al menos esa era su intención. Lo malo fue que las temperaturas bajaron con rapidez y el clima empeoró cubriendo las calles con un manto de nieve que forzó a Vitalis y Remi a resguardarse en las ruinas de un viejo granero sin techo.
Vitalis despertó violentamente por los ladridos de Capi y se percató de que Remi estaba helado y al borde del desmayo. En un valiente esfuerzo para salvar a su pequeño hijo, Vitalis cavó bajo la nieve y encontró un poco de paja seca donde posó a Remi junto a Capi. Él los cubrió a ambos con el calor de su propio cuerpo. Mientras Remi dormía a salvo en la paja tibia, la vida de Vitalis se desvanecía poco a poco ya que se estaba enfrentando al frío para salvar la vida de su amado hijo.
Mientras miraba ese episodio de la serie Remi fue que cobré conciencia de mi propia mortalidad: «Un día voy a morir. Hoy fue el turno del Sr. Vitalis, pero algún día será mi turno». Esta es la verdad: una de las pocas cosas de las que podemos tener la mayor certeza es que nuestra vida llegará, tarde o temprano, a su fin en esta tierra.
Voy a ser un poco más crudo, porque a veces creo que la realidad de esta verdad se nos escapa. Cuando hice mis estudios en la Universidad de Biola, llevé una clase llamada «Por qué Dios Permite el Mal» con el doctor Clay Jones. Puede sonar irónico, pero el doctor Jones se acababa de romper la pierna la semana anterior a las clases, por lo que tuvo que impartir su cátedra sentado con el pie entablillado, aunque eso no lo detuvo para que comenzara las clases con una frase increible: «Todos ustedes van a ver a todos sus seres queridos morir de asesinato, accidente o enfermedad al menos que ustedes mismos mueran por asesinato, accidente o enfermedad; así que… tengan buen día».
Es fácil caer en la depresión al pensar en nuestra mortalidad, pero creo que el doctor Jones tiene toda la razón. Por eso tanta gente busca ahogar y olvidar su mortalidad en el alcohol, las drogas, el dinero, el sexo o una combinación de todas las anteriores. Tal vez te veas tentado(a) ahora mismo a cerrar el libro un rato para correr a ver alguna comedia superficial que te levante los ánimos, pero te ruego que me regales un momento más.
Mi interés no es de ser alarmista sino realista. La muerte es una nube negra que nos agobia día a día, no importa cuál sea tu religión o si eres ateo o agnóstico. La muerte es algo que todos vamos a experimentar de forma inexorable. Entonces lo que me gustaría hacer es una autoevaluación. Con respecto a la existencia de Dios o de la vida má...