La guerra de Catón
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La guerra de Catón

F. Xavier Hernández Cardona

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La guerra de Catón

F. Xavier Hernández Cardona

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Narración de rigor historiográfico que transcurre durante los inicios de la romanización de Hispania y forma parte de una serie de novelas titulada genéricamente Emporion. Es la continuación de La pátera del Lobo. El dominio de las riquezas de Hispania es vital para Roma, pero la sublevación íbera del 197 a. C. aleja el dominio romano. Dos años después, el cónsul Marco Porcio Catón desembarca al frente de un gran ejército en Emporion, bloqueada por los íberos. Debe levantar el cerco de la ciudad para asegurar la continuidad de la campaña, proseguir la conquista y asegurar el control de los recursos mineros del sur de la península Ibérica.Lucio Emilio Paterno, un agente romano experto en asuntos hispanos, se convierte en el asesor directo de Catón. Pero la lucha contra los íberos no es el único problema, el partido escipiónico, enemigo de Catón, intenta que la misión fracase y Lucio Emilio deberá proteger al cónsul contra todo tipo de conspiraciones. Catón se nos presenta como un jefe militar próximo y a la vez astuto. Quiere acabar la campaña con rapidez y sin coste humano para sus tropas. En la batalla de Emporion cambia el curso de la historia, de Hispania y de Roma.

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Información

Año
2013
ISBN
9788415930181
Edición
1
Categoría
Literatura
El furioso tranquilo
Roma, oficinas del Consulado en la Curia Hostilia. Nonas de maius. Año 558 (del 2 al 3 de mayo del año 195 a. C.).
La primera noche de las nonas de maius, Lucio salió a contemplar la Luna romana. La primavera se intuía. Desde la terraza del apartamento se podían ver miles de lucecitas en las colinas del Capitolio y el Palatino. La algazara de la calle llegaba amortiguada al balcón de su palomar. Valentina todavía roncaba, expandida plácidamente en el jergón, como era habitual, después de una tarde desenfrenada de pasión y sudor. En el encuentro se habían consumido los lamentables versos de Cneo Nevio. Lucio, escaso de carbón, había utilizado los papiros para encender el fuego, calentar vino y asar unas morcillas. Los pesados versos de la Guerra Púnica chisporrotearon con alegría contribuyendo a la preparación de una comida de campaña. Al llegar la hora nona, Valentina se despidió bostezando.
─ Me voy, Lucio. No sé, cada día me gustas más. Deberíamos casarnos o quizás vivir juntos... ¡mhhh, mi delicioso amante!, y con esta bravura que pones. Seguro que en Hispania hiciste muchas fechorías... Lo único que no soporto es que no tengas una buena bañera... siempre salgo pegajosa y con este hedor a sudor y sexo. Sin embargo, si quisieras vivir conmigo... tendríamos una gran bañera...
─ Recuerda que soy pobre, Valentina. Deberías ir a pie y prescindir de este delicioso perfume... no creo que fuera buena idea. Seguro que te cansarías pronto de mí y entonces... mala cosa...
Valentina se colgó del cuello de Lucio y le mordió el labio con una pasión excesiva. Finalmente, dulzona como siempre, se marchó. Lucio, desde la terraza, vio como en el cruce cuatro esclavos la recogían discretamente, en una silla de manos. Desaparecieron rápidamente entre las increpaciones obscenas de los trabajadores de la fullónica de la viuda Antonia que holgazaneaban en la entrada del establecimiento. Pasada la medianoche intentó dormir, pero el estado de excitación se lo impedía. Valentina le provocaba una sobreexcitación que pagaba con insomnio. Como en otras ocasiones, volvió la pesadilla recurrente: la última visión del padre y del hermano partiendo a la batalla, la masacre de Cannas... Los cartagineses arrancando anillos y cortando los dedos de los muertos, y la risa sardónica de Aníbal bailando sobre los cadáveres. De repente, unos terribles golpes en la puerta resonaron fuertes e impacientes. La pesadilla se desvaneció de inmediato. Lucio se levantó vacilante y pensó lo más lógico.
─ Algún cretino habrá confundido mi puerta con la de la viuda Antonia. Ya se sabe, esta mujer escasa de recursos vende su cuerpo a vecinos ociosos, viciosos o deseosos... ¡Qué pesadez de mujer... a ver...!
Lucio abrió la puerta con la lucerna en la mano, al pronto se iluminó una especie de armario humano con cota de malla y casco, acompañado de un segundo soldado. Eran hombres de Antonino Varrón, miembros de la milicia urbana, la cual, teóricamente, ponía orden en la ciudad y a menudo era una fuente de problemas, dado que ella misma actuaba como delincuencia organizada. Tras unos segundos de perplejidad, empezó a atar cabos.
─ Por todos los dioses, hoy si que han descubierto mi relación con Valentina. Antonino la ha atrapado y ahora vienen a detenerme. Su denso perfume todavía impregna la habitación... demasiado tiempo jugando con fuego...
Olió mecánicamente para constatar, con terror, que toda la cámara olía a sexo, sudor y perfume, el maldito y pegajoso perfume cartaginés. Calculó rápidamente sus posibilidades, la espada estaba bajo el jergón, podía intentar cogerla y abrirse paso. Veía dos soldados pero ignoraba si había más en la escalera. No, no podía presentar resistencia en el apartamento, aquello era una ratonera sin escapatoria. Pero, aun así, decidió que lucharía allí mismo si intentaban atarlo, en caso contrario, lo mejor sería huir cuando bajaran al portal, cargaría contra los guardias e intentaría perderse en las callejuelas del barrio. Pasado el momento de pánico, Lucio se serenó. Cuanta más tranquilidad más posibilidades tendría. El gigante estaba visiblemente enfadado ya que había tenido que subir las escaleras de cinco pisos, pero no parecía especialmente precavido ni agresivo. En una segunda ojeada pudo constatar que ni siquiera llevaba la espada desenvainada, y su acompañante aguantaba la lanza como si de una escoba se tratara. Entonces, el gigante avanzó el hocico y empezó a oler ruidosamente... sniff, sniff, sniff.
─ Chico, si tu eres Lucio Emilio vístete y sígueme, los jefes quieren hablar contigo, y se están impacientando. ¡Puaf! ¡Qué tufo! ¿Guardas animales muertos? ¿No sabes que está prohibido?
─ No, no es el olor de ningún animal, es un olor de mujer... ─precisó Lucio cada vez más intrigado.
─ ¡¿De mujer!? Pues vigila tu méntula, igual se te cae a pedazos, y dile que se limpie... qué repugnancia. Cada vez vemos cosas más extrañas en esta profesión.
─ Mira optio, esto son problemas míos, además ya pasa de la hora duodécima. ¿Quién dices que quiere ver? ¿Antonino Varrón?
─ Peor aún muchacho, tengo que llevarte a la oficina del cónsul Marco Porcio Catón, así que, espabila, que no estoy para bromas.
Lucio respiró profundamente, y aliviado. A lo que parecía aquella noche no terminaría en el fondo del Tíber, y la blanca Valentina podría continuar coqueteando desde su nube de perfume. El panorama imaginado unos segundos antes cambiaba. Ahora cualquier opción parecía buena, incluso si venía del maldito cónsul. Lucio intentó escabullirse dando largas.
─ Dile a ese Catón que éstas no son horas, además estoy medio borracho. Mañana iré a la Curia Hostilia y haré todo lo que haga falta, pero ahora marchaos que me vuelvo a la cama. ¡Hasta la vista chicos...!
El armario humano comenzó a impacientarse. Lanzó un par de sonoros bramidos. Lucio notó cómo el rostro del coloso cambiaba de color.
─ Tú eliges, o vienes directamente a las buenas o te sacudo y te llevamos arrastrando.
─ Bueno, tranquilo, no es para tanto, me pongo el sagum y te sigo.
Los guardias le dejaron en uno de los anexos de la Curia Hostilia, una entrada que no era la que Lucio frecuentaba cuando trataba con las comisiones de la administración. El guardia le indicó que subiera la escalera y preguntara. Las dependencias estaban mal iluminadas. Una luz tenue lo guió hasta un cuarto con un funcionario olvidado que seguía peleando, a pesar de la avanzada hora, contra una montaña de papiros. Lucio se extrañó, tal vez la eficacia de la administración iba mejorando...
─ Disculpa, busco la sala de recepción del cónsul Catón ¿Puedes indicarme?
El supuesto funcionario se incorporó. Entonces Lucio reconoció la figura rolliza y la calva que brillaba a la luz de las lucernas: era Catón y, sin duda, aquel no había sido un buen comienzo.
─ Bienvenido, yo soy el cónsul Catón... y tú debes ser aquel al que llaman... La Sombra de Roma.
La última parte de la frase la dijo en tono burlón y con énfasis. Lucio quedó perplejo pero antes de que pudiera articular disculpas, Catón le desautorizó con un gesto enérgico a la vez que acercaba una de las lucernas para escrutar mejor la cara del convocado. Tras las presentaciones, el cónsul le habló con parsimonia y tranquilidad.
─ Roma vive momentos difíciles. Aníbal es sufete y ha puesto en marcha una revolución democrática que convertirá a Cartago en una gran potencia. Primero comercial y luego, naval y militar. Los Escipiones, que están engrasados con plata cartaginesa ni se inmutan y siguen coqueteando con Aníbal.
Lucio se excitó al oír la palabra Aníbal, y se atrevió a matizar al cónsul.
─ Aníbal sólo tiene una obsesión, Cónsul, destruir Roma. Simpatizo con cualquier democracia pero será difícil una convivencia entre Roma y Cartago. Aníbal nunca será inocuo. Hay que acabar con él.
─ Me gusta esta música, ya sabes, hay que destruir Cartago. Parece que coincidimos, Sombra...
─ Eh... no es por falta de respeto, pero, mejor Lucio Emilio... Cónsul...
Catón sonrió mientras desarrollaba una de las copias del mapa de Eratóstenes en la que había pintado los territorios correspondientes a los diferentes estados, ciudades, bases y rutas comerciales. Su dedo índice fue recorriendo los diferentes escenarios.
─ La destrucción de Cartago es una premisa para que Roma se desarrolle. Pero, hoy por hoy, no nos podemos plantear destruir la ciudad. Tenemos otros problemas más urgentes. En Grecia continua la sedición, como si la batalla de Cinoscéfalos no hubiera servido de nada; Antíoco III de Siria quiere controlar la Tracia, los celtas de la Cisalpina amenazan y, para rematar la situación, Hispania se subleva en masa. Creo que Aníbal no es ajeno a nada de lo que sucede, es él quien empuja la rebelión íbera y la sedición griega.
─ La responsabilidad de Aníbal es más que evidente ─dijo Lucio sin apartar la vista de aquel maravilloso y detallado mapa, nunca antes había apreciado nada igual.
─ Como si nos conociéramos de siempre, Lucio, me gustaría saber tu opinión. ¿Cómo ves las cosas?
─ Con todos los respetos, Cónsul. Yo de ti golpearía, primero, en Hispania. Grecia es preocupante, pero si desplazas tus fuerzas al este la rebelión hispana acabará triunfando y el beneficiario será para Aníbal. En Grecia hay gloria, en Cartago comercio y en Hispania plata, y ahora necesitamos plata. La plata la tenemos que controlar nosotros, si se la dejamos a Aníbal los sacrificios de la guerra habrán sido inútiles. Pero... te queda poco tiempo, Cónsul.
─ Coincidimos, Lucio. Roma sólo tendrá una oportunidad. Nuestras opciones estratégicas son claras: primero golpear occidente, controlar Hispania y sus recursos, luego golpear en Grecia y rematar a Macedonia, a continuación nos comemos a Cartago y, finalmente, nos imponemos en Egipto y Oriente...
Catón enrolló el mapa de Eratóstenes y desplegó un nuevo papiro que reproducía el territorio de las provincias hispanas.
─ Según me han dicho, has sido uno de nuestros agentes en Hispania. Quiero saberlo todo y, cuando digo todo, es todo. Cuéntame tu anterior misión, sin ahorrar detalles.
─ Primero te corregiré esta carta, Cónsul. La Tierra Libre no está bien representada. Mira, aquí, los ilergetes, están sobre el Sícoris, un río aurífero....

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