Relato soñado
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Relato soñado

  1. 136 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

"—No te me escaparás. Tienes que llevarme.—Pero amigo…—Déjame a mí el resto. Ya sé que es "peligroso"… quizá sea eso lo que me atrae."Quien habla así es Fridolin, un joven médico vienés, acomodado, felizmente casado y padre de una niña, que durante unos carnavales se siente misteriosamente arrastrado hacia lo desconocido, un mundo a medio camino entre el sueño y la vigilia, en el que, atrapado por el deseo, vivirá experiencias de extraña y fascinadora intensidad. Con una sutileza fuera de lo común y unas capacidades descriptivas y psicológicas extraordinariamente modernas, Arthur Schnitzler nos sitúa en un terreno ambiguo y ambivalente, de una mágica ensoñación."Relato soñado es un milagro de inteligencia y sutileza."Javier Alfada, El Mundo"Una novela breve de turbadora belleza."Mauricio Bach, La Vanguardia"Traducida impecablemente por Miquel Sáenz. Un gran libro."Cecilia Dreymüller, ABC"Arthur Schnitzler urde en esta novela sonámbula, escrita con la magistral concisión que lo caracteriza, una ambigua lección moral en la que concurren ejemplarmente los motivos centrales de la cultura vienesa de fin de siglo."Ignacio Echevarría, El País"Schnitzler planteó con total modernidad la temática sentimenal y sexual a caballo de dos siglos."Quim Casas, El Periódico"Evoca ese contexto tan legendario que fue el panorama cultural de la capital austriaca entre los siglos XIX y XX. Un espacio y un tiempo especialmente próspero en revolucionarias transformaciones estéticas".Descubrir el arte

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788418370496
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

IV

Entretanto, el aire se había vuelto aún más cálido. La brisa tibia traía a la estrecha calle un perfume de prados húmedos y de primavera en las lejanas montañas. ¿Adónde ir ahora?, pensó Fridolin, como si lo más natural no fuera dirigirse a casa de una vez e irse a la cama. Pero no acababa de decidirse a ello. Desde aquel desagradable encuentro con los «alemanes» se sentía sin hogar, un proscrito... ¿O era desde la confesión de Marianne?... No, desde hacía más tiempo aún... desde aquella conversación vespertina con Albertine se había ido alejando cada vez más de la esfera habitual de su existencia hacia otro mundo distinto, lejano y extraño.
Vagó de un lado a otro por las calles nocturnas, dejó que el suave viento del sur le acariciara la frente y, por último, con paso decidido, como si hubiera llegado a una meta mucho tiempo buscada, entró en un café de poca categoría, acogedor al viejo estilo vienés, no especialmente espacioso, escasamente iluminado y, a esa hora tardía, poco concurrido.
En un rincón jugaban a las cartas tres hombres; un camarero, que hasta entonces los había estado mirando, ayudó a Fridolin a quitarse el abrigo, recibió su encargo y le dejó sobre la mesa revistas ilustradas y periódicos de la tarde. Fridolin se sintió como seguro y comenzó a hojear los periódicos. Su mirada se detenía aquí o allá. En alguna ciudad de Bohemia habían arrancado los rótulos alemanes de las calles. En Constantinopla tenía lugar una conferencia sobre la construcción de un ferrocarril en el Asia Menor, en la que participaba también Lord Cranford. La empresa Benies & Weingruber había suspendido pagos. Anna Tiger, una prostituta, había atentado con vitriolo, por celos, contra su amiga Hermine Drobizky. Aquella noche se celebraba en las Sophiesällen una cena de cuaresma. Marie B., una joven que habitaba en la Schönbrunner Hauptstrasse 28, se había envenenado con sublimado... Todos aquellos sucesos, tanto indiferentes como tristes, con su fría cotidianidad, producían un efecto en cierto modo desilusionador y tranquilizante en Fridolin. Aquella joven, Marie B., le daba pena; sublimado, qué estupidez. En aquel mismo instante, mientras él estaba cómodamente sentado en el café y Albertine dormía tranquila con los brazos cruzados bajo la nuca y el consejero estaba ya más allá de todo sufrimiento humano, Marie B., de la Schönbrunner Hauptstrasse 28, se retorcía entre dolores sin sentido.
Levantó la vista del periódico. Entonces vio, en una mesa de enfrente, dos ojos fijos en él. ¿Era posible? ¿Nachtigall...? Él lo había reconocido ya, levantó los brazos, agradablemente sorprendido, y se acercó a Fridolin; un hombre grande, bastante ancho, casi pesado y todavía joven, de pelo largo, ligeramente ondulado, rubio y un poco entrecano ya, y un bigote rubio y caído, a la polaca. Llevaba un abrigo gris abierto, y debajo un frac un tanto seboso, una camisa arrugada con tres botones de brillantes falsos, un cuello ajado y una revoloteante corbata de seda blanca. Tenía los párpados enrojecidos como por muchas noches en vela, y sus ojos brillaban claros y azules.
—¿Estás en Viena, Nachtigall?—exclamó Fridolin.
—¿No lo sabías?—dijo Nachtigall con blando acento polaco de suaves resonancias judías—. ¿Cómo es que no lo sabías? Si soy muy famoso... —Se rió fuerte y de buen humor, sentándose frente a Fridolin.
—¿Qué?—preguntó Fridolin—. ¿Te has convertido en secreto en profesor de cirugía?
Nachtigall se rió aún más sonoramente:
—¿No me has oído ahora? ¿Ahora mismo?
—¿Cómo oído?... ¡Ah sí!
Y sólo entonces se dio cuenta Fridolin de que, mientras entraba, incluso antes, cuando se acercaba al café, había oído el sonido de un piano que venía de algún sótano.
—¿Así que eras tú?—exclamó.
—¿Quién si no?—se rió Nachtigall.
Fridolin asintió. Naturalmente...; aquella pulsación enérgica y singular, aquellas armonías especiales de la mano izquierda, un tanto arbitrarias pero agradables, le habían resultado inmediatamente conocidas.
—¿Así que te has dedicado totalmente?
Recordó que Nachtigall había abandonado definitivamente sus estudios de medicina ya después del segundo examen previo de zoología, que por cierto había superado aunque con siete años de retraso. Pero durante bastante tiempo había andado aún por el hospital, la sala de disección, el laboratorio y las aulas, en donde, con su rubia cabeza de artista, el cuello siempre arrugado y su corbata revoloteante, en otro tiempo blanca, había sido un personaje extravagante, popular en el sentido más alegre, y francamente querido no sólo por sus compañeros sino también por muchos profesores. Hijo de un destilador de aguardiante judío de un pueblucho polaco, había venido en su día de su país a Viena para estudiar medicina. Las pequeñas ayudas paternas habían sido desde el principio apenas dignas de mención, y además pronto se interrumpieron por completo, lo que no le impidió seguir acudiendo en el Riedhof a una tertulia de médicos, a la que pertenecía también Fridolin. A partir de cierto momento, sus consumiciones habían sido pagadas cada vez por un compañero pudiente distinto. También recibía a veces como regalo prendas de ropa, que aceptaba asimismo de buena gana y sin falso orgullo. Ya en su pequeña ciudad natal había aprendido los rudimentos del piano con un pianista que se quedó allí varado, y en Viena, cuando era studiosus medicinae, iba al mismo tiempo al Conservatorio, en donde, al parecer, se le consideraba como un prometedor talento pianístico. Pero tampoco allí era lo suficientemente serio y estudioso para seguir formándose de un modo regular; y pronto se contentó por completo con sus éxitos musicales en el círculo de sus conocidos... más bien con el placer que su piano les daba. Durante cierto tiempo trabajó como pianista en una escuela de baile de la periferia. Sus compañeros de universidad y de mesa trataban de introducirlo como tal en las mejores casas, pero en esas ocasiones sólo tocaba lo que se le antojaba y cuando se le antojaba, trababa conversación, no siempre inocente por su parte, con las damitas, y bebía más de lo que podía soportar. Una vez tocó en casa de un director de banco, en un baile. Después de haber molestado, ya antes de medianoche, a las jóvenes que pasaban por su lado bailando, con sus observaciones atrevidas y galantes, y de provocar la irritación de sus galanes, se le ocurrió tocar un salvaje cancán y cantar además, con su potente voz de bajo, una estrofa de sentido equívoco. El director de banco lo reprendió duramente. Nachtigall, como lleno de felicidad, se levantó y abrazó al director, y éste, furioso, aunque judío él mismo, le lanzó a la cara un insulto corriente en el país, al que Nachtigall respondió inmediatamente con un violento bofetón... con lo que su carrera en las buenas casas de la ciudad pareció definitivamente acabada. En círculos más íntimos sabía comportarse, en general, de una forma más conveniente, aunque también en esas ocasiones, a horas avanzadas, era necesario a veces echarlo a la fuerza del local. Sin embargo, a la mañana siguiente, esos incidentes eran perdonados y olvidados por todos los participantes... Un día (sus compañeros habían terminado todos hacía tiempo sus estudios) desapareció de pronto de la ciudad sin despedirse. Durante algunos meses siguieron llegando aún postales con saludos suyos desde ciudades rusas y polacas; y una vez, sin más explicaciones, Fridolin, por quien Nachtigall había sentido siempre especial cariño, recordó su existencia no sólo al recibir un saludo suyo sino también una solicitud de una modesta suma de dinero. Fridolin envió la cantidad inmediatamente, sin recibir jamás un agradecimiento ni otra señal de vida de Nachtigall.
Pero en aquel instante, a las dos menos cuarto de la madrugada, después de ocho años, Nachtigall insistió en reparar inmediatamente su negligencia, y sacó unos billetes de banco, en número exacto, de una billetera bastante deteriorada pero, por lo demás, pasablemente repleta, por lo que Fridolin pudo aceptar el reembolso sin escrúpulos.
—Así que te van bien las cosas—dijo sonriendo, como para tranquilizarse.
—No me puedo quejar—respondió Nachtigall. Y, poniendo la mano en el brazo de Fridolin:—Pero dime, ¿cómo vienes aquí en mitad de la noche?
Fridolin explicó su presencia a hora tan tardía por la acuciante necesidad de tomarse otro café después de una visita nocturna a un enfermo; sin embargo, ocultó, sin saber muy bien por qué, que no había encontrado ya vivo a su paciente. Luego habló, muy en general, de su trabajo como médico en el hospital policlínico y de su consulta privada, y mencionó que estaba casado, felizmente casado, y era padre de una niña de seis años.
Entonces le informó Nachtigall. Como había supuesto con acierto Fridolin, había pasado todos aquellos años como pianista en todas las ciudades y villas polacas, rumanas, serbias y búlgaras imaginables, y en Lemberg tenía mujer y cuatro hijos. Desde el otoño pasado...; y se rió a carcajadas, como si fuera extraordinariamente divertido tener cuatro hijos, todos en Lemberg y todos de una misma mujer. Desde el otoño pasado estaba otra vez en Viena. El teatro de variedades que lo había contratado había quebrado enseguida, y ahora él tocaba en los locales más diversos, cuando la ocasión se presentaba, a veces hasta en dos o tres en la misma noche, allí abajo por ejemplo, en el sótano... No era un establecimiento muy distinguido, como podía ver, en realidad una especie de bolera, y en lo que al público se refería...
—Pero cuando hay que atender a cuatro hijos y a una mujer en Lemberg... —Volvió a reírse, no tan alegremente ya como antes. —También trabajo a veces para particulares—añadió rápidamente. Y, como percibiera en el rostro de Fridolin una sonrisa evocadora:—No con directores de banco y gente así, no, en todos los círculos imaginables, incluidos los más importantes, públicos o clandestinos.
—¿Clandestinos?
Natchigall miró ante sí oscura y astutamente.
—Muy pronto vendrán a buscarme otra vez.
—¿Tocas esta noche aún?
—Sí, allí no empiezan hasta las dos.
—Eso es muy elegante—dijo Fridolin.
—Sí y no—se rió Nachtigall, pero enseguida volvió a ponerse serio.
—¿Sí y no?—repitió Fridolin curioso.
Nachtigall se inclinó hacia él por encima de la mesa.
—Hoy toco en una casa particular, pero no sé a quién pertenece.
—¿Así que tocas allí por primera vez?—preguntó Fridolin con creciente interés.
—No, por tercera. Pero probablemente será esta vez también una casa distinta.
—Eso no lo entiendo.
—Ni yo—se rió Nachtigall—. Es mejor que no me preguntes.
—Hum—hizo Fridolin.
—Ah, te equivocas. No es lo que tú crees. He visto ya muchas cosas, no lo creerías, en unas ciudades tan pequeñas (especialmente en Rumania) se ve de todo. Pero aquí... —Descorrió un tanto la cortina amarilla, miró a la calle y dijo como para sus adentros:—Todavía no ha llegado—y luego a Fridolin, explicándole—, me refiero al coche. Siempre me recoge un coche, y siempre uno distinto.
—Despiertas mi curiosidad, Nachtigall—dijo Fridolin fríamente.
—Escucha—dijo Nachtigall tras cierta vacilación—. Si hay alguien a quien yo permitiría... Pero cómo podríamos hacer... —Y de pronto:—¿Eres valiente?
—Extraña pregunta—dijo Fridolin con el tono de un estudiante de una asociación de estudiantes.
—No he querido decir eso.
—Entonces, ¿qué has querido decir? ¿Por qué hace falta ser especialmente valiente? ¿Qué te puede pasar?—Y se rió breve y despectivamente.
A mí no puede pasarme nada, todo lo más que hoy sea la última vez que... pero quizá lo sea de todas formas. —Guardó silencio, volviendo a mirar afuera por la rendija de la cortina.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué?—preguntó Nachtigall como si saliera de un sueño.
—Sigue contándome. Ya que has empezado... ¿Es un espectáculo clandestino? ¿Una reunión selecta? ¿Sólo para invitados?
—No lo sé. Recientemente eran treinta personas, la primera vez sólo dieciséis.
—¿Un baile?
—Claro que un baile.
Parecía lamentar ahora haber hablado siquiera.
—¿Y tú te encargas de la música para él?
—¿Para él? No sé para qué. De verdad que no. Yo toco, toco... con los ojos vendados.
—Nachtigall, Nachtigall, ¡qué cuentos me estás contando!
Nachtigall suspiró suavemente.
—Por desgracia, no totalmente vendados. No tanto que no vea nada. La verdad es que puedo ver el espejo a través del pañuelo de seda negro que tengo sobre los ojos... —Y volvió a guardar silencio.
—En pocas palabras—dijo Fridolin impaciente y despectivo, aunque se sentía especialmente excitado... —, mujerzuelas desnudas.
—No digas mujerzuelas—respondió Nachtigall ofendido—: mujeres así no las has visto nunca.
Fridolin carraspeó suavemente.
—¿Y cuánto cuesta entrar?—preguntó con indiferencia.
—¿La entrada quieres decir? Ja, ¿qué te imaginas?
—Entonces, ¿cómo se entra?—preguntó Fridolin con los labios apretados, tamborileando sobre la mesa.
—Tienes que saber la contraseña, y cada vez es una distinta.
—¿Y la de hoy?
—Todavía no la sé. Me la dirá el cochero.
—Llévame contigo, Nachtigall.
—Imposible, es demasiado peligroso.
—Hace un minuto, tú mismo tenías la intención de... «dejarme». Tiene que ser posible.
Nachtigall lo miró escrutadoramente.
—Tal como estás... no podrías de ningún modo, porque todos van enmascarados, damas y caballeros. ¿Acaso llevas encima una máscara y todo eso? Es imposible. Quizá la próxima vez. Ya pensaré en algo. —Escuchó, miró otra vez a la calle por la rendija de la cortina y, dando un suspiro:—Ahí está el coche. Adiós.
Fridolin lo sujetó del brazo.
—No te me escaparás. Tienes que llevarme.
—Pero amigo...
—Déjame a mí el resto. Ya sé que es «peligroso»... quizá sea eso precisamente lo que me atrae.
—Pero si ya te lo he dicho... sin disfraz y sin máscara...
—Hay tiendas que los alquilan.
—¡A la una de la madrugada!
—Escúchame, Nachtigall. En la esquina de la Wickenburgstrasse hay un establecimiento de ésos. Todos los días paso unas cuantas veces por delante de su muestra. —Y apresuradamente, con creciente excitación:—Quédate aquí un cuarto de hora más, Nachtigall, y entretanto probaré allí mi suerte. El propietario del es...

Índice

  1. Cubierta
  2. I
  3. II
  4. III
  5. IV
  6. V
  7. VI
  8. VII
  9. ©
  10. Notas